por Daniel Mansuy
por Daniel Mansuy I 28 Marzo 2019
Jean-Claude Michéa es uno de los autores más libres y originales de la escena intelectual francesa de las últimas décadas. Profesor de filosofía que no abandonó nunca la enseñanza escolar (un panadero no le vende pan solo a panaderos, argumentaba) y autor de unos 15 libros, Michéa pertenece sin duda a la raza de los erizos, para utilizar la célebre distinción de Arquíloco. En efecto, únicamente le preocupa un problema, que examina incansablemente bajo todos los ángulos posibles. La pregunta que lo obsesiona es, en sus propias palabras, la siguiente: “¿Por qué misteriosa dialéctica la izquierda y la extrema izquierda (que encarnaban en otra época la defensa de las clases populares y la lucha por un mundo decente) llegaron a asumir para sí las principales exigencias de la lógica capitalista, desde la libertad integral de circular en todos los sitios del mercado mundial, hasta la apología del principio de todas las transgresiones morales posibles?”. Para decirlo en términos criollos, ¿por qué Camila Vallejo y Giorgio Jackson suelen utilizar las mismas premisas que Axel Kaiser, cuando se supone que están en las antípodas? La pregunta es provocadora, y merece ser analizada cuidadosamente. Un libro reciente de Emmanuel Roux y Mathias Roux recorre la trayectoria intelectual del francés y ayuda a comprender el sentido de sus interrogaciones: Michéa l’inactuel. Une critique de la civilisation libérale.
En este texto, Michéa considera fundamental detenerse en el origen histórico del proyecto liberal. Las raíces de este último pueden hallarse en las llamadas guerras de religión de los siglos XVI y XVII, cuya violencia habría generado una voluntad pacificadora. La idea era encontrar un mecanismo capaz de neutralizar el conflicto y eludir nuestras tendencias más belicosas. Para lograr este objetivo, los teóricos contractualistas recurrieron a una ficción antropológica: el estado de naturaleza. En dicho estado, el individuo es concebido como un sujeto que posee derechos, antes que cualquier vínculo con otro. Aquí reside, según el francés, la premisa individualista que subyace a buena parte del pensamiento moderno: somos mónadas cuya humanidad se define antes de entrar en contacto con otras mónadas.
Ahora bien, para ordenar a estos individuos separados, es indispensable encontrar algún tipo de regulación, sobre todo considerando que estos individuos tienden a ser envidiosos y agresivos. Sin embargo, esa regulación debe fundarse en un principio abstracto y neutro, pues de otro modo no cumpliría su fin pacificador (ya que el conflicto surge de nuestras distintas visiones sobre el bien). Aquí nos encontramos con los mecanismos encargados de pacificar nuestro mundo, en la medida que su funcionamiento aspira a prescindir de cualquier valoración subjetiva: el mercado y el derecho definen el proyecto de aquello que Michéa llama “una sociedad mínima”.
Desde luego, el profesor de filosofía está lejos de ser un reaccionario, y sabe que este proceso posee dimensiones positivas. Sin embargo, tampoco debe olvidarse que se trata de un proceso fundamentalmente ambiguo, que no está exento de riesgos. En efecto, dicho proyecto tiende a olvidar que no puede concebirse una vida auténticamente humana en ausencia de arraigo, en ausencia de vínculos comunitarios, en ausencia de otros. El hombre separado del hombre es una abstracción, una robinsonada. Por lo mismo, el mercado y el derecho son insuficientes para dar cuenta de lo humano, pues tienden a ver átomos allí donde hay seres sociales. Y aquí reside también la confusión de la izquierda, que no duda en sumarse a una enorme empresa de demolición de todo aquello que no responda a la estricta autonomía del individuo aislado.
Para explicar esto, el francés recurre al concepto orwelliano de doble pensamiento: cada vez que la izquierda promueve una liberación jurídica de las costumbres, permite una consecuente expansión del mercado. Así, por ejemplo, si la izquierda se muestra favorable a la maternidad subrogada, arguyendo que cada mujer es “dueña de su cuerpo”, en los hechos amplía los límites del mercado, pues habrá un nuevo intercambio monetario a cambio de dicha prestación (como de hecho ocurre). Para Michéa, el liberalismo económico defendido por la derecha (que exige la abolición de todos los límites para la expansión del mercado) y el liberalismo cultural promovido por la izquierda (que exige la abolición de todos los límites para el despliegue de la autonomía), son parte de una misma dinámica imposible de disociar. El caso de la inmigración es especialmente nítido, pues en ese debate suelen converger los economistas liberales (interesados en mantener una elevada oferta de mano de obra) y los intelectuales de izquierda (que sueñan con un mundo sin fronteras ni naciones).
Como bien notan los autores de Michéa l’inactuel, estos dos tipos de liberalismo comparten algunos paradigmas. Por un lado, ambos asumen un imaginario dominado por la exaltación de la movilidad (que, como bien advirtiera Marx, es la característica propia del capitalismo: “Todo lo sólido se desvanece en el aire, todo lo sagrado es profanado”). Lo fijo, lo arraigado, lo enraizado, equivale a un encierro tan peligroso como sospechoso. La idea es abrirse constantemente a lo otro y a lo distinto: de allí que el viaje se haya convertido en una especie de mantra contemporáneo. Si la movilidad ha de ser absoluta, es porque hemos perdido la noción misma de límite: el individuo contemporáneo ve en cualquier límite un atentado al despliegue de su autonomía. Emerge naturalmente una concepción prometeica de lo humano, que se funda en la promesa según la cual cada nueva transgresión esconde un mañana mejor.
Si se quiere, aquí reside la distancia que separa cada vez más a las élites de las masas: mientras las primeras sueñan con una autonomía total y desvinculada, las segundas sienten apego por sus tradiciones y sus identidades. Mientras la idea de movimiento perpetuo fascina a las élites –sobre todo desde Mayo del 68–, los sueños del pueblo siempre están conectados con sus comunidades de origen. No es raro, en ese contexto, que la izquierda ya no logre captar la adhesión del pueblo, pues su agenda progresista no guarda ninguna relación con él. La izquierda suele indignarse por el auge de los llamados populismos de derecha, sin comprender que su propia actitud tiende a alimentarlos. Si Deleuze podía decir que, para superar el orden fundado en la libertad económica, se hacía necesario “ir aún más lejos en el movimiento del mercado”, Jean-Claude Michéa cree que eso solo refuerza en los hechos el dispositivo que se pretende combatir. Dicho de otro modo, la lógica de la vanguardia y de la emancipación infinita será siempre cooptada por el capitalismo, y la transgresión rebelde no es más que un modo más o menos disimulado de conformismo social (¿hay algo menos rebelde que declararse rebelde?). El motivo fundamental es, según el francés, que la izquierda “no termina nunca de comprender que la ilimitación del reino del valor de cambio requiere precisamente la liberalización completa de costumbres y la extensión indefinida de la esfera de derechos”.
De aquí se sigue una serie de consecuencias dignas de ser notadas. El imperio del derecho, por ejemplo, tiende a retrotraernos a la guerra hobbesiana de todos contra todos, pues siempre podremos sentirnos víctimas de una nueva discriminación, y carecemos de cualquier elemento objetivo que pueda zanjar nuestras disputas. Así se explica la curiosa tendencia de las sociedades contemporáneas a codificar y regular hasta el delirio los más mínimos detalles de la vida común, al mismo tiempo que se aspira a aumentar los espacios de autonomía. De algún modo, y aquí Michéa recoge una vieja idea de Castoriadis, la sociedad capitalista solo subsiste en la medida en que hereda ciertos tipos humanos (el funcionario honesto, el ciudadano comprometido) que no puede recrear por sí sola, pues diluye cualquier fundamento que permita la emergencia de disposiciones portadoras de virtud.
En este contexto, no es de extrañar que Michéa reserve sus dardos más venenosos –su pluma es de una ironía deliciosa– a toda la intelectualidad de izquierda (Bourdieu, Foucault, Derrida y Deleuze, entre muchos otros) que, desde hace décadas, ha enarbolado la transgresión de todos los límites y la superación de todas las identidades como el modo de combatir la cultura capitalista, sin nunca percatarse de que la estaba reforzando. El francés no tolera, por ejemplo, el eterno discurso de la deconstrucción cultural, que supone sistemáticamente que en todo lo dado se esconde una opresión. Michéa piensa, por el contrario, que es precisamente desde las instancias que admiten el carácter limitado de lo humano que puede articularse algo así como una resistencia a la globalización capitalista, y recurre a un nutrido grupo de autores para elaborar esta perspectiva crítica. Así, desfilan por sus páginas Guy Debord, Christopher Lasch, Marcel Mauss, Karl Polanyi y George Orwell. De este último toma el concepto de common decency, que busca reivindicar la existencia, en las clases populares, de un sentido innato de la solidaridad que la filosofía liberal no puede explicar ni promover.
A partir de los trabajos de Mauss, Michéa le atribuye una importancia fundamental al concepto de don: lo humano estaría marcado por relaciones de gratuidad. Sin embargo, nada de esto cabe en las categorías que dominan la discusión contemporánea, categorías que solo ven individuos, y según las cuales el mercado y el derecho encarnarían algo así como el estadio último de la humanidad. Esto explica el extravío constante de la izquierda, que ha decidido abandonar la causa de los débiles, por una filosofía progresista que está condenada de antemano a ser capitalista.
De más está decir que el pensamiento de Michéa ha sido objeto de polémicas muy duras (muy bien reseñadas en el último capítulo del libro mencionado). Los juicios del francés suelen ser exagerados y tiende a condenar de modo sumario a pensadores que merecerían un análisis más detenido. Pero, en rigor, el valor de los erizos reside precisamente en su capacidad de iluminar las cuestiones que los obsesionan. Michéa refresca todas las discusiones que aborda, pues su escritura no responde a ningún conformismo intelectual ni académico: es un hombre libre. Y esa libertad lo convierte en imprescindible.