Max Weber, un liberal sin ilusiones

Se cumplen 100 años desde que Max Weber sucumbió a la gripe española. Su obra, un verdadero océano de erudición e ideas, es insustituible a la hora de comprender la condición contemporánea: el devenir de la democracia en la sociedad de masas, el sentido religioso que brota en toda existencia colectiva, el papel del intelectual y la jaula de hierro en que, en su opinión, se convertiría la sociedad moderna.

por Carlos Peña I 10 Septiembre 2020

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Según dijo Karl Jaspers en el discurso fúnebre que le dedicó, Max Weber indagó más que ningún otro “en la total vastedad de la exis­tencia humana”. Y su obra, como “las piezas de una catedral inacabada, nunca podrá ser concluida”.

La frase no exagera en lo más mínimo.

Max Weber sentó las bases de una sociología que considera el horizonte de sentido de los actores; investigó la historia económica; describió las líneas evolutivas del derecho moderno; iluminó, explorando casi en detalle las religiones mundiales, el sentido que anida cualquier cultura humana; exploró por qué y de qué forma la modernidad se había desencantado; llamó la atención acerca de los desafíos de la democracia de masas; y advirtió que la racionalización occidental acabaría poniendo al individuo en “una jaula de hierro”.

¿Es posible identificar algunas líneas que per­mitan explorar, sin extraviarse, esa verdadera selva de erudición?

Sí, y quizá la principal de todas sea la idea de racionalización. Ella subyace en su sociología de la religión, en su sociología política y del derecho, en sus estudios económicos, en la forma de concebir el trabajo científico y en su concepción más general de la condición humana. Es el hilo con el que se teje buena parte de su obra. Es lo que hace de Max Weber un liberal plenamente consciente de las dificultades de la libertad en la sociedad moderna, un liberal sin ilusiones, alguien que sabía que lo más profundo de la condición humana era la posibilidad de decidirse ante la propia existencia; pero que al mismo tiempo estaba consciente de que esa decisión nos condenaba sin que pudiéramos saber el desenlace. Al revés de las filosofías de la historia, desde Condorcet a Hegel o a Marx, que concibieron el transcurrir como un extravío o alienación que acabaría una vez que la humanidad gracias al progreso se reencontrara consigo misma, Weber vio en esa oposición un rasgo constitutivo de la existencia humana, una dialéctica permanente de la historia.

Veamos.

En sus estudios sobre sociología de la religión (leerlos es asomarse a una erudición inhumana), Max Weber explora de qué forma el cristianismo y el judaísmo, a diferencia por ejemplo del budismo, habían erigido una visión sistemática de la existencia humana. Mientras el budismo alejaba al ser humano de los contornos de su vida mundana, el cristianismo y el judaísmo lo hundían en ella como única forma de alcanzar la salvación. En los términos empleados en Economía y sociedad (un texto póstumo compilado por su mujer, Marianne) esas concepciones habían contribuido a concebir la existencia “bajo la forma de un plan”. La concepción de la vida y el quehacer humano como un plan, algo susceptible de cálculo y de previsión bajo la forma de medios y fines, es lo que Max Weber llamó racionalización. Iniciada bajo la búsqueda de un sentido transmundano que guía la existencia, la racionalización acaba, sin embargo, olvidando ese origen suyo y se esclerotiza en formas rígidas, cuya expresión más acabada sería la burocra­tización del mundo moderno.

La racionalización de la vida tiene así un doble carácter, que es quizá la línea que unifica la totalidad de la reflexión weberiana. Ella, en efecto, muestra que la existencia humana reclama un sentido; pero al mismo tiempo, muestra que ese sentido al convertirse en rutina, al hipostasiarse en las instituciones, se olvida. Las primeras páginas de La ética protestante y el espíritu del capitalismo (se publicaron como texto independiente no obstante que eran la primera parte de su sociología de la religión) sugieren que uno de los aspectos básicos para comprender la vida social es captar la forma en que los seres humanos enca­ran su destino, los límites últimos de la vida social; pero, al mismo tiempo, las últimas páginas de ese texto subrayan que el “liviano manto” del sentido religioso que inspiró el capitalismo moderno, acabó convirtiéndose en una “jaula de hierro”, un férreo estuche. Así, el sentido que desata la racionalización moderna, acabaría apagándose como consecuencia de su propio éxito. La paradoja de la modernidad deriva­ría del hecho de que en ella el control del individuo humano sobre el mundo en derredor es más eficaz que nunca; pero se trata de un control desértico, en medio del cual no es posible encontrar significado alguno para la existencia, ningún valor que la altere o la oriente como no sean medios pervertidos en fines, un quehacer performativo que se justifica en su pura realización.

El liberalismo en condiciones modernas estaría así en una situación límite: la única forma de que resplandezca la libertad insobornable de lo humano es el carisma, este es el único poder, dijo, verdaderamente revolucionario de la historia. Es la única forma, pensó, en que en medio de la mayor dominación posible, irrumpa la mayor libertad posible.

Las actitudes valorativas, cuya expresión cultural más acabada es la con­cepción religiosa del mundo, son entonces para Max Weber la cla­ve en la constitución y posterior comprensión de la vida social. Ello no significa descuidar las condiciones materiales de la existencia (cuya importancia, como lo muestran sus comenta­rios sobre Marx, cono­cía ampliamente), pero para él no cabía duda de que sin esa actitud valorativa lo humano simplemente se esfu­maba. Esto explica lo insustituible que era para él el examen de lo que identificó como “las cinco religiones mundiales” (confucionismo, hinduismo, budismo, cristianismo e islamismo. Y el estudio del judaísmo que en su opinión permitía inteligir a las dos últimas). Cada una de esas religiones, al orientar la decisión del ser humano frente a los límites últimos de la vida, lo apartaba de su existencia mundana o lo hundía en ella.

La importancia de lo religioso en su obra no de­riva del hecho de que Weber haya sido creyente (en cambio era profundamente agnóstico), sino porque la decisión humana frente a la propia existencia, concebirla de esta manera o de esta otra, asignarle este valor o aquel sentido, operaba como una guía del quehacer humano, sacudiéndolo cada cierto tiempo, sacándolo de la somnolencia y la modorra, mostrando el fondo de libertad individual que, por debajo de los acontecimientos, subyacía a la historia; aunque casi siempre acabara petrificándose en instituciones y en prácticas. Un individualismo nietzscheano, por decirlo así, junto a una realidad social que lo apaga, son las dos ideas que, sin fundirse nunca, aparecen una y otra vez en la totalidad de su obra.

La sociedad humana y la historia eran así una rara dialéctica de sentido y rutina, o, como va a preferir en sus trabajos más políticos, de carisma y racionalización.

En efecto, la literatura weberiana de índole más directamente política, insiste una y otra vez en la importancia que el liderazgo carismático poseería en la moderna democracia de masas. Esta última arriesgaría el peligro de simplemente reproducir una y otra vez la burocratización del mundo, la sombra de una racionalización meramente formal, donde los in­dividuos, como “nu­lidades sin corazón”, desenvolverían su existencia. La única posibilidad entonces en la moderna demo­cracia de sacudir de sí ese sombrío des­tino era la aparición de un individuo ca­rismático, capaz de insuflar ideales y nuevos horizontes al quehacer huma­no, ganar para sí la adhesión de las ma­sas, y recuperar de esa forma el sentido de la existencia co­lectiva. Su concepto de “democracia ple­biscitaria del líder” tenía ese significado. Y su defensa del parlamentarismo se justificaba en que él permitiría asomar a esos liderazgos a los que más tarde la democracia plebiscitaria seleccionaría. ¿Se equivocó Weber en esto? Parece que no del todo si se atiende a la experiencia. ¿Qué otra cosa sino liderazgos excepcionalmente carismáticos fueron los de Adenauer, Churchill, De Gaulle, sujetos que lograron insuflar un sentido renovado a la vida co­lectiva sacándola del sopor de la mera causalidad? El fundamento de la democracia para Max Weber deriva del hecho de que en ella se hace posible y se expresa la libertad humana; aunque en las condiciones de la sociedad de masas esa libertad deba manifestarse en la forma torcida del cesarismo o del bonapartismo. El liberalismo en condiciones modernas estaría así en una situación límite: la única forma de que resplan­dezca la libertad insobornable de lo humano es el carisma, este es el único poder, dijo, verdaderamente revolucionario de la historia. Es la única forma, pensó, en que en medio de la mayor dominación posible, irrumpa la mayor libertad posible. “Está escrito; pero yo os digo” (Mateo 5: 21–48) es la divisa del carisma que irrumpe en el mundo.

El carisma, como se ve, es en la obra de Max Weber la irrupción del Acontecimiento, del sentido o de la actitud valorativa en lo que de otro modo sería ciega causalidad.

Esa importancia que él atribuye al carisma y al sentido (como acontecimientos que irrumpen mostrando la libertad constitutiva de lo humano) es lo que explica, de otra parte, la separación entre los hechos y los valores en que insistió hasta el final de sus días. Si la ciencia pudiera fijar el sentido o el significado de la vida, si la mera razón pudiera fijar los fines últimos de la acción, si la cien­cia en otras palabras pudiera decirnos qué dioses debemos adorar y ante qué altares inclinarnos, la libertad humana desaparece­ría. La libertad para Max Weber, como para Nietzsche, se ejercita y se prueba a la hora de decidir cuáles serán las verdades finales ante las que se rendirá la existencia.

La libertad como un rasgo constitutivo de lo humano, como una experiencia dadora de sentido; pero amenazada al mismo tiempo por el mundo que ella lograba constituir, es quizá la intuición más profunda de Max Weber, de quien Jaspers dijo que era el alemán más grande de su tiempo.

En ninguna otra parte como en su fa­mosa conferencia La ciencia como vocación (el final ya estaba cerca), se expresa mejor y con más elocuencia esa separación entre los valores y los he­chos. Es verdad que la comprensión sociológica de la experiencia humana supone captar un sentido; pero una cosa, dijo, es suponer o atribuir valores a una realidad social a fin de hacerla comprensible como objeto sociológico o histórico, y otra cosa muy distinta es declarar qué valores han de orientar la acción. Para esto último la ciencia, dijo Weber, no presta auxilio alguno y prevalerse de ella para disfrazar las propias preferencias es eludir la responsabilidad final que le cabe al individuo humano frente al destino. Quien se sirve de su profesión, de la profesión de académico, para promover lo que es su elección ante los valores, es apenas un “profeta de cátedra”, alguien incapaz de mirar de frente el “rostro severo del destino”, alguien que no se atreve a asumir su propia decisión y por eso la disfraza y la elude con la reflexión del intelectual. Hablar en una reunión política como socialista y enseñar en un aula en qué consiste el socialismo, son dos cosas enteramente distintas. La tarea de la ciencia es echar luz sobre nuestras decisiones, no adoptarlas; ayudarnos a comprender el mundo, no a sustituirnos en nuestra condición de sujetos.

Cuando se mira la vida de Max Weber y se observa su peripecia vital, las cosas que lo entusiasmaron y lo que durante algunos años lo derrumbó, se observa perfectamente esa dualidad entre el conocimiento que nos permite asomarnos al mundo y la voluntad que nos obliga a tomar una posición ante él.

Max Weber experimentó, en efecto, la dureza de la existencia y la soledad de la decisión ante ella.

Alguna vez debió escoger entre la figura dominante de su padre y el amor materno, y al optar por este último se condenó a nunca po­derse reconciliar con su padre, quien murió poco después de esa ruptura violenta. La huella de esa culpa fue una herida que lo desmoronó durante largos años, en que debió ponerse al margen de la vida académica y en que lo rondaron una y otra vez ideaciones sui­cidas. La tristeza y una depresión que le impedía trabajar, lo pusieron al margen de la universidad alemana durante largos años. ¿Cómo explicar, debió preguntarse, esa pequeña tragedia de la que era autor y víctima? ¿Había obrado bien al rechazar a su padre y optar por su madre?

Las respuestas a esas preguntas las encontró tiempo después y las formuló con una claridad y sencillez que es difícil emular. Entonces concluyó que la clave estaba en “encontrar los demonios de la propia vida y prestarles obediencia”; “no puedo hacer otra cosa –dijo–, y aquí me detengo”.

La libertad como un rasgo constitutivo de lo humano, como una experiencia dadora de sentido; pero amenazada al mismo tiempo por el mundo que ella lograba constituir, es quizá la intuición más pro­funda de Max Weber, de quien Jaspers dijo que era el alemán más grande de su tiempo. Y hoy podríamos agregar, luego de transcurrido un siglo desde que ese discurso fúnebre fue pronunciado, que Weber fue una de las mentes más lúcidas del siglo XX, autor de una obra que describió y al mismo tiempo configuró la autocomprensión de lo que somos y la fisonomía del mundo en derredor.

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