Žižek y el terror de los europeos

En La nueva lucha de clases: los refugiados y el terror, el pensador esloveno realiza un acertado diagnóstico acerca de la crítica situación que atraviesa Europa ante la masividad de los inmigrantes, al establecer la estrecha relación de los movimientos multitudinarios con los grandes intereses capitalistas y el terrorismo islámico. Sin embargo, en las propuestas para enfrentar el futuro se aprecian las contradicciones de Žižek, además de cierto mesianismo.

por Diamela Eltit I 23 Diciembre 2016

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Es posible que Slavoj Žižek sea el pensador más mediático de la actualidad. Su personalidad histriónica, fundada en un tono excesivamente elocuente, se ha transformado en un referente analítico por la singularidad de sus postulados que convocan, de manera transversal, filosofía, crítica cultural y sicoanálisis “lacaniano”. Más allá o más acá de sus numerosas e influyentes publicaciones y de su intensa vida académica, hay que consignar su participación política activa, al punto de que el año 1990 postuló (sin éxito) a la presidencia de Eslovenia.

Su libro La nueva lucha de clases: los refugiados y el terror realiza un acertado diagnóstico acerca de cuál es la trama en que se cursa la crítica situación ante la masividad de refugiados que atraviesa Europa. Establece como núcleo la relación entre globalización capitalista, terrorismo islámico y migraciones masivas producidas por los conflictos relacionados, precisamente, con los intereses económico-corporativos provenientes de los poderosos países que lideran la globalización. De manera indiscutible, su mirada sobre el conjunto de crisis que atraviesan la realidad actual está radicada con énfasis en el capitalismo global y sus múltiples aristas directas o indirectas en las guerras, ocupaciones, luchas étnicas en las que Europa y Estados Unidos están comprometidos. O, en algunos casos, las crisis responden a intereses económicos de las grandes corporaciones.

Este es el escenario en el que “navega” el libro. Desde luego, dos aspectos son fundamentales: la religión y el capitalismo global. El islam radical como sede central de los actos terroristas en Europa, preferencialmente los últimos acaecidos en París, como también el 11-S de Estados Unidos, le permiten a Žižek ingresar al siempre intenso territorio de las religiones que son, en su conjunto, cuestionadas por el autor sin excepción alguna. Sus críticas más frecuentes se refieren al universo católico, al judío y, desde luego, al islámico.

Lo que el texto propone es pensar el caos trágico de los efectos de la migración como una “guerra cultural”. Esta guerra, según Žižek, correspondería a una guerra de clases interpuesta. Básicamente, el autor les adjudica a las clases populares la intolerancia hacia los migrantes. Una intolerancia que resulta antagónica (y paradójica) con sectores de las clases medias altas, que estarían traspasadas por una amplia tolerancia cultural. Sin embargo, este proceso porta un doblez, pues tiene que leerse como una instancia en que los sujetos de ambas clases “al relacionarse con su otredad se relacionan consigo misma”.

Žižek mantiene de manera recurrente un pensamiento adverso ante las propuestas humanistas. Su énfasis discursivo radica en abandonar la “empatía humanitaria” hacia los refugiados, empatía con la que mantiene fuertes desacuerdos porque esa posición sería una sede hipócrita y, más bien, sostiene la importancia de “dejar de fundamentar nuestra ayuda en la compasión hacia su sufrimiento” y reconocer en cambio una obligación ética. Sería esa obligación ética la que permitiría no considerar al migrante como un “igual a nosotros”, porque esa disposición igualitaria sería nada más ni nada menos que una compuerta hacia el racismo luego de que se hacen visibles las diferencias. Žižek justifica su afirmación (por cierto conflictiva) cuando señala que las diferencias están en el interior de cada una de las localidades, pues “nosotros mismos no somos personas como nosotros”.

Por otra parte, para este pensador, el llamado fundamentalismo islámico liderado por el ISIS no tiene salida política. Es en ese vacío, en la falta de proyecto, donde el texto de Žižek se abre a un diálogo con Alain Badiou. Este último afirma que la denominación de ISIS como un Estado anticapitalista es falsa, porque porta un derrotero autodestructivo, enclavado en una pulsión de muerte sin ningún horizonte emancipador. Más aún, Badiou advierte al ISIS como parte del sistema capitalista, al ser “su fantasma oculto”.

Žižek discrepa parcialmente con Badiou, para quien la religión no es excesivamente relevante en las actuaciones de ISIS. En cambio Žižek afirma que más allá de la realidad-real del ingreso de la religión en cada sujeto y aun considerando los credos como “ropajes”, las religiones (todas sin excepción) constituyen un instrumento “para engañarse a sí mismos”. Así, más allá de las diferencias, ambos pensadores coinciden en una situación sin salida, pues su matriz es autodestrucción pura, cuyo centro radica en el deseo por Occidente y en la envidia frente a una no pertenencia.

A lo largo del texto, Žižek va a plantear una división, a mi juicio un tanto binaria, entre los liberales izquierdistas y los conservadores. Con ambos sectores va a mantener amplias diferencias. Sin embargo, el autor ingresa a un terreno confuso y con ribetes mesiánicos cuando elabora una serie de propuestas (ante la hecatombe que presagia) para enfrentar la actual realidad europea y acaso mundial.

Son estas propuestas, a mi juicio, los momentos más resbaladizos o discutibles o precipitados de su libro, porque las soluciones planteadas por el autor no contemplan, en absoluto, cuáles serían las nuevas organizaciones económicas-productivas que garantizarían la nueva era que propone y que, en su novedad, debería desplazar la estructura capitalista tal y como la conocemos en la actualidad.

Como punto de partida para sus propuestas, Žižek subraya la necesidad de un orden para lo que avizora como un desorden fronterizo. Sigue, de manera no lineal, el planteamiento de Fredric Jameson, quien pensó en la militarización global de la sociedad. Žižek acoge esta utopía militar y la repiensa, de un modo tradicional, como una solución al caos que provocan las migraciones multitudinarias. Pretende la existencia de una programada intervención militar como vigilancia y distribución de cuerpos en diversos territorios para, así, darle una estructura al flujo migratorio. Desde luego advierte que esta medida puede ser considerada como estado de emergencia, pero señala que el paso de la frontera de un grupo masivo de personas es en sí un estado de emergencia.

Lo que Žižek parece olvidar es que ya hay una férrea existencia de fronteras y que ese anarquismo fronterizo que presagia es sencillamente imposible por la vigilancia ultra tecnológica y policíaca de los límites territoriales de los países poderosos.

A esta intervención militar, Žižek agrega que la cultura de los migrantes es “incompatible” con los valores y los derechos humanos de Europa. Ante este escenario, su propuesta es nuevamente confusa y hasta autoritaria, pues afirma que habría que establecer un mínimo de normas comunes (desde luego, las que promueve Europa) que serían convertidas en ley y devendrían en castigos penales si no se cumplen. Y entre esas normativas establece, de manera primordial, la aceptación de los distintos modos de vida. En este punto radica una de las mayores contradicciones que el texto presenta, pues en la medida en que se establezcan esas normas mínimas comunes es un hecho que se vulnerarían modos de vida. Las normas comunes que propone se articulan, por ejemplo, en torno a las disidencias sexuales y a las mujeres. En ese sentido, Žižek parece olvidar que ese mínimo tampoco se cumple a cabalidad en el espacio europeo que lideraría estos principios.

Su solución mesiánica, a mi juicio, se funda en construir una “lucha común” frente a “problemas comunes”. Sugiere que en el futuro cada vez las sociedades serán más móviles (como si la historia humana no se haya caracterizado por su extrema movilidad) y eso redobla, desde su perspectiva, la necesidad de aspirar a un “bien común” que él piensa como un neocomunismo. Define como “bien común” al lenguaje, la ecología y la naturaleza interior. En suma, la cultura. O, en sus palabras, una “leikultur emancipadora y positiva”.

La nueva lucha de clases: los refugiados y el terror construye una voz y una mirada que se desea inteligente, audaz y polémica. Y desde luego lo es. Sin embargo, su singularidad rebota contra sí misma y no consigue establecer una salida con las propuestas que postula. Incluso más: cuando usa en su capítulo final la famosa pregunta de Lenin “¿qué hacer?”, la verdad es que Žižek no sabe. O sabe de una manera que él mismo no acepta, cuando señala: “La postura realmente valiente consiste en admitir que es probable que la luz al final del túnel sea la de un tren que se acerca en dirección contraria”.

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