La Editorial de la Universidad Católica del Maule y Ediciones Tácitas acaban de publicar los ensayos completos de Montaigne traducidos por Pierre Jacomet. En el presente texto, leído en el lanzamiento realizado en la librería La Inquieta, la autora plantea que tras leer al autor francés se comprueba que lo personal solo adquiere sentido si se reconoce en un cuerpo común, si tiene resonancias en otros. Por ello, mientras se examina a sí mismo, mientras se escucha vivir, gozar y sufrir, Montaigne se pregunta también por la amistad, la educación, la crueldad o la razón de Estado.
por Paz López I 17 Octubre 2025
Pierre Jacomet, traductor de esta valiosa edición chilena de los Ensayos, cuenta que pasó años sosteniendo conversaciones imaginarias con Montaigne. Aprendió de él, rio con él, hasta el punto de lamentar que se lo hubiera fijado en un pedestal muchas veces inaccesible para cualquiera que no fuese especialista. Contra esa solemnidad, Jacomet tradujo: eligió palabras corrientes y sencillas, una sintaxis que respira, evitó los comentarios y la búsqueda de significados oscuros, para devolverle a los lectores un libro que pueda ser leído del mismo modo en que Montaigne decía que lo hacía: con extremo placer, sin orden ni concierto, sin patrón ni propósito, atento más a la búsqueda que al hallazgo, al movimiento del pensamiento que a la conclusión.
Jacomet sabía que Montaigne fue una suerte de hijo no del todo legítimo en el seno de una familia (la filosofía) que, en el apogeo de su período positivista, prefería el entendimiento a la imaginación, la inteligencia a la sensibilidad, el camino recto de la verdad a los extravíos del pensamiento. Se decía que sus textos eran meras frases descosidas, obras sin profundidad, comentarios ambiguos que solo alcanzaban a pellizcar la cabeza de los temas, retratos vanos de sí mismo, una sarta de trazos de historia, de pequeños cuentos y ocurrencias. Y Montaigne les daba la razón: “Voy inquiriendo e ignorando”, decía, “soy un filósofo impremeditado y fortuito”, agregaba, “no enseño, narro”, se lee en las páginas de este libro tan hospitalario como desprejuiciado. Esas frases, en boca de Montaigne, no son una simple provocación ni una salida extravagante, sino la manera más afilada que encontró este autor de fisurar una cultura de época que resolvía sus diferendos metafísicos y teológicos a punta de dogmas, puñales y hogueras. Montaigne, todavía adolescente, fue testigo del levantamiento popular contra el impuesto (gabella), donde cientos de personas fueron ahorcadas, empaladas, atadas a la rueda, descuartizadas, decapitadas y quemadas vivas. Oyó los gritos de los torturados y sintió el hedor a carne chamuscada. Vivió la guerra civil en Francia, donde un ignominioso tribunal ordenó quemar a ocho mil protestantes en lo que se conoció como la noche de San Bartolomé, a la que los hugonotes respondieron a su vez con más crímenes y más barbarie. Y ocurrió también la peste negra. En medio de esa historia calamitosa, Montaigne se entregó a la tarea de retramar un vínculo con ese mundo oscuro y arrasado.
Y si lo imaginamos encerrado en su torre, rodeado de libros, muchos de ellos heredados de Étienne de La Boétie, su dulce y querido amigo, también debemos imaginarlo a la cabeza de cargos públicos, como la alcaldía de Burdeos, unido al ejército real en campaña o viajando a caballo por Italia, Suiza y Alemania. De cualquier forma, encerrado con sus propios fantasmas o preocupado de causas políticas, en público o en privado, nunca dejó de detestar a los “expendedores de ideologías” y verdades invariables, porque para quien piensa que el “mundo es un tembladero perenne”, el pensamiento solo puede ser una operación escéptica, un ejercicio de curiosidad deseada, desencaminada y desenfrenada, un espacio desprovisto de juicios externos a sí mismos, de axiomas y reglas a priori. En ese sentido, Montaigne sabía que cuando el deseo de saber, un deseo que consideraba inextinguible, es reemplazado por el automatismo letárgico del pensamiento, había entonces que introducir en ese imaginario razonable y muchas veces aburrido el grano del deseo, una cláusula de incertidumbre, la reivindicación del cuerpo. Y remarco la palabra cuerpo, porque para Montaigne el cuerpo es el punto de partida irreductible de todo conocimiento (“No tenemos ninguna relación con el ser sino por el cuerpo”, decía) y si hablaba de la enfermedad, el cansancio, la vejez, los cálculos renales, la fiebre, el apetito, los goces sobrios, el sueño, las costumbres, los temperamentos, si ponía en escena la vulnerabilidad del hombre, si despatologizaba lo bajo para incluirlo en una ética de la lucidez, era para dar cuenta de la verdad del cuerpo, que vacilante, trémulo, diverso, mutable, inquieto, incidental, impide toda instancia indesmentible y consumada de la experiencia. Ni la verdad ni el yo ni el conocimiento están al margen de la experiencia de ese cuerpo que, como dice Marcela Rivera, “desazorna el pensamiento, puesto que lo hace tropezar con el tiempo y el espacio de la vida finita”.
No sé qué decir sobre ella, decía Montaigne de la Verdad, de esa cosa tan grande, pero por “experiencia se siente que tantas interpretaciones disipan la verdad y la rompen”. El cuerpo, la experiencia, son la borradura de la verdad.
De allí que las negociaciones entre el yo y la experiencia sean un asunto álgido en este libro. Mucho se ha discutido si sus Ensayos son una forma temprana de autoficción. “Yo me estudio más que ningún otro tema. Es mi metafísica, es mi física”, escribe. “Yo soy la materia de mi libro”. Frases así tientan a leer a Montaigne como el primer narcisista, el precursor de la intimidad exhibida. Pero como dice Starobinski, los ensayos no nos ofrecen ni un diario íntimo ni una autobiografía. Algo similar postula Pablo Oyarzún cuando señala que sus escritos no son autobiografía ni memorias ni novelas de formación, y esas precisiones me parecen del todo justas. El yo de Montaigne, ese yo que se espía así mismo, no es endoscópico, no es el del pequeño y sucio secretito, no está allí para desplegar la verdad de una vida, tampoco para alentar versiones edípicas que narren acumulativamente los modos en que se llegó a ser lo que es. Si pudiera decirlo de algún modo, el yo de Montaigne es el que tantea con un pie la similitud y con el otro la desemejanza, lo particular y lo universal, sin sacrificar nunca la singularidad en pos de una categoría, manteniendo una lucha cuerpo a cuerpo con esa tensión.
“Si nuestros rostros no fueran semejantes, no se podría discernir al hombre de la bestia; si no fuesen desemejantes, no se podría discernir al hombre del hombre”, dice Montaigne. Entre la identidad y la diferencia, el yo es quien permite desplegar una singularidad sin abandonar por eso aquello que es del orden de lo común. Esa, me parece, es una de las potencias del ensayo (del de Montaigne, pero del ensayo en general): hacer que lo personal solo adquiera sentido si se reconoce en un cuerpo común, si tiene resonancias en otros. Montaigne, mientras se examina a sí mismo, mientras se escucha vivir, gozar y sufrir, se pregunta al mismo tiempo por la amistad, la educación, la crueldad, la razón de Estado, la matanza de los indios. Y al revés, mientras escribe sobre aquello que hace a la vida política, busca que eso no se vuelva en la escritura una cosa desprovista de vibraciones, de cuerpo, de eso que es irreductible en cada uno y que hace imposible entonces el carácter sentencioso de los argumentos, cualquier gramática de la ley o el tribunal. Su inclinación, íntima y política a la vez, cuida que la fábrica de la singularidad no se vea deformada por la fábrica del sentido y del juicio. Ese gesto, que puede parecer menor, tiene consecuencias inmensas. Si para cierta filosofía (científica, objetiva, universal) el conocimiento solo es válido cuando el yo que conoce desaparece, para evitar así distracciones, delirios y placeres, Montaigne busca en cambio un conocimiento que no esquive ni reduzca la “perplejidad del encuentro con las formas imprevistas que le salían al paso”. Y ese conocimiento no puede ocurrir a expensas del yo, de un yo, sin embargo, entrenado en la experiencia, es decir, en eso que tiene la forma de una selva o un laberinto y que por eso no permite la elaboración de ningún juicio constante. “No afirmar nada temerariamente, no negar nada a la ligera”, decía Montaigne, porque sabía que la experiencia es incompatible con la certeza, con la clausura del saber.
Para que un pensamiento de ese tipo logre abrirse paso necesita más que un tema, más que un método, incluso más que una idea. Necesita una escritura que todavía no existe, que se inventa a medida que avanza. Quizás eso sea el ensayo: no un género, no un estilo, sino la apuesta por una forma que solo se descubre escribiéndola. Una forma que se aferra a la experiencia, a esa franja movediza entre lo singular y lo universal, entre lo propio y lo ajeno, y se deja atravesar por el vértigo del pensamiento, sin apurarse en sofocarlo, dejándolo resonar sobre el lenguaje como un eco interminable. Una escritura apegada a lo vivo, al temblor del nacimiento, que intenta recapitular modestamente lo poco que nos es dado conocer. Por eso los Ensayos de Montaigne siguen siendo inagotables, porque su escritura “fragmentaria, entrecortada, digresiva, casi despistada”, no oculta la fragilidad del pensamiento, sino que la expone, la busca, la convierte en su condición. Y ya sabemos lo fácil que es endurecerse, lo rápido que nos volvemos dogmáticos. De ahí que este libro llegue como un regalo: nos devuelve la posibilidad de distraernos, de dispersarnos, de desarmar la semejanza con nosotros mismos. Ensayar es, quizá, eso: perderse pensando. ¿No es acaso nuestra única licencia, nuestra pequeña libertad, la de pensar cosas que nos llevan a otras cosas y que no sabíamos que queríamos pensar?
Ensayos, Michel de Montaigne, traducción de Pierre Jacomet, Ediciones UCM / Tácitas, 2025, 1.308 páginas, $60.000.