Roberto Torretti, el filósofo que venía de vuelta

Fallecido el 12 de noviembre del año pasado, a los 92 años, el pensador chileno fue capaz de mostrar con una excelencia fuera de lo común que el conocimiento y la ciencia son posibles gracias a la invención de conceptos y a la arena movediza de la conversación humana. Su punto de vista, opuesto a la idea de que el mundo es independiente de la mente, pero también al relativismo extremo que ve en las teorías científicas discursos inconmensurables entre sí, se basa en una figura de Wittgenstein: el conocimiento humano es como una ciudad vieja con calles nuevas, todas las cuales acaban, a pesar de las apariencias, comunicándose entre sí. Y es que la conversación humana no transcurre en el mundo de la teoría, sino en el mundo con el que tenemos trato cotidiano.

por Carlos Peña I 6 Febrero 2023

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En su juventud escribió una novela con Carlos Fuentes mientras ambos eran alumnos del colegio The Grange. Se graduó con honores en la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile, pero nunca fue abogado. Prefirió dedicarse a la filosofía luego de doctorarse en Alemania con una tesis sobre Fichte.

Se llamó Roberto Torretti y es —y luego de su muerte seguirá siendo— uno de los más importantes filósofos e historiadores de la ciencia contemporáneos.

El hilo conductor de su trabajo intelectual [desplegado en Manuel Kant (1967, 1980, 2005), Philosophy of Geometry from Riemann to Poincaré (1978), Relativity and Geometry (1983), Creative Understanding (1990), El paraíso de Cantor (1998), The Philosophy of Physics (1999), el Diccionario de lógica y filosofía de las ciencias (2002)] puede presentarse echando mano a la distinción kantiana entre conocimiento intuitivo y conocimiento discursivo. Mientras el primero se relaciona con la sensibilidad (en el lenguaje kantiano esto equivaldría a la percepción), el segundo atinge al entendimiento, y a veces Kant lo denomina simplemente pensar y se relaciona con los conceptos. Kant supuso que gracias a este último —el conocimiento discursivo—, el flujo, de otra manera caótico de las sensaciones, podía ser transformado en objetos, en fenómenos y finalmente en experiencia. La tradición kantiana pareció creer que ese número de conceptos, gracias a los cuales la experiencia resulta constituida, era fijo y limitado, de suerte que el sujeto de los pensamientos construiría el mundo como si fuera un observador quieto y recostado, sin intervenir de manera alguna en él.

Esa imagen no se correspondería, piensa Torretti, con la historicidad del conocimiento, que muestra que los seres humanos combinamos con cierta libertad nuestros conceptos, inventamos algunos, desechamos otros, y mezclamos los de más allá, haciendo así posible nuestro trato y conocimiento del mundo, el que sería contextual y relativo a un sistema de conceptos sin, por eso, dejar de ser objetivo.

Torretti no cree, pues, que los conceptos con que atrapamos la realidad sean un número fijo o ahistórico. Por el contrario, él piensa que nuestros conceptos están infectados de historia. Al compás de ella —y de los dilemas que surgen al emplearlos—, los conceptos son reemplazados, sustituidos, transformados, a veces inventados.

¿Significa eso que una teoría científica surgida al amparo de un cierto contexto es inconmensurable con respecto de otra aparecida en un contexto histórico diverso?

No, en absoluto, responde Torretti. Solo transitamos de una teoría a otra, de un modo de pensar a otro, explica en Creative Understanding (1990), cuando la vieja teoría se revela insuficiente. Pero la crítica conceptual que permite detectar esa insuficiencia, y así transitar a la nueva teoría, parte “del mismísimo modo de pensar que ella diseca y disuelve”. Así pues, no hay abismos en la historia intelectual de las teorías científicas. La historia de la ciencia no sería una sucesión de cosmovisiones incompatibles.

El punto de vista de Torretti no solo resulta opuesto al realismo científico (la idea de que el mundo es independiente de la mente y no se corresponde con nuestra experiencia cotidiana); pero también al relativismo extremo (por ejemplo, de Kuhn), que ve en las teorías científicas discursos inconmensurables entre sí. En vez de eso, Torretti ha descrito el conocimiento humano, echando mano a una figura de Wittgenstein, como una ciudad vieja con calles nuevas, todas las cuales acaban, a pesar de las apariencias, comunicándose entre sí. “Las torres de acero y cristal de la teoría —dijo en otra ocasión— siempre pueden comunicarse entre sí a través de las arenas movedizas de la conversación humana sobre la cual reposan”. Y es que la conversación humana no transcurre en el mundo de la teoría, sino en el mundo a la mano, el mundo con el que tenemos trato cotidiano. “Porque la apertura en que consiste primordialmente la verdad —explica en sus Estudios filosóficos 2010-2014— no es un estado de cosas duradero y homogéneo, sino un acontecer diacrónica y sincrónicamente polimorfo, no es dable esperar que adopte una configuración definitiva, ni que se ordene como un solo ámbito coherente de luz, libre de sombras”. Sobra subrayar cuán importante es este punto de vista para la filosofía general, especialmente en tiempos en que muchos se apresuran, a veces con los más extravagantes pretextos, a derivar de la crítica a la metafísica o al realismo científico un simple irracionalismo.

Mostrar que el conocimiento y la ciencia son posibles gracias a la invención de conceptos y a la arena movediza de la conversación humana, es parte del espléndido trabajo intelectual del profesor Torretti.

Roberto Torretti fue un hombre excepcionalmente culto, que se comportaba como un pez en el agua en casi todos los ámbitos de la cultura, y un filósofo extraordinariamente preciso y profesional, alguien que conoció muy bien la literatura de su oficio, que dio a su disciplina dos o tres libros que son considerados de lo mejor que se ha producido en cualquier lengua, y que conoció mejor que ninguno dónde principian los límites más allá de los cuales es mejor guardar silencio.

¿Qué es lo que alentó una vocación como la de Torretti y qué preguntas son las que lo agobiaron para que se dedicara con tal intensidad al trabajo intelectual?

De joven era un ardiente partidario de la vejez y me sabía de memoria un poema de Browning que empieza diciendo ‘envejece conmigo / lo mejor está aún por venir’. Y aunque mi adolescencia no fue nada turbulenta, entre los 30 y los 40 años de edad tenía una inquietud terrible”, confesó Roberto Torretti a Eduardo Carrasco en su libro de conversaciones En el cielo solo las estrellas (2006).

Tuviste entonces angustia”, anota Eduardo, sin ocultar su esperanza de haber hallado por fin algún meandro metafísico.

No precisamente —responde Roberto Torretti—. La época que estuve más angustiado en mi vida, al extremo de que despertaba agitado en medio de la noche, fue un mes que viví en Puerto Rico sin saber si nos iban a dar una visa americana”.

A quienes piensan que la filosofía se alimenta de tribulaciones y de preguntas trascendentes acerca de la existencia, e imaginan a los filósofos cargando sobre sus hombros todos los enigmas de la condición humana, una respuesta como esa les propinará una cierta desilusión. ¿Acaso la filosofía no nos entrevera inevitablemente con profundidades angustiosas? Después de todo, hay filósofos felices, hombres reflexivos cuya fuente de angustia no tiene nada que ver con su oficio, sino que es la misma que podemos tener usted o yo: ¿La preocupación por una visa que se niegan a concedernos, una cierta inquietud por el cambio de trabajo?, nada muy espectacular en suma.

A juzgar por lo que uno escuchó a Roberto Torretti, parece que sí, parece que hay, después de todo, filósofos felices, porque Roberto Torretti fue cualquier cosa menos un intelectual angustiado de esos que andan por la vida haciéndonos creer que llevan sobre sus hombros las preguntas de la humanidad entera.

En vez de todo eso, Roberto Torretti fue un hombre excepcionalmente culto, que se comportaba como un pez en el agua en casi todos los ámbitos de la cultura, y un filósofo extraordinariamente preciso y profesional, alguien que conoció muy bien la literatura de su oficio, que dio a su disciplina dos o tres libros que son considerados de lo mejor que se ha producido en cualquier lengua, y que conoció mejor que ninguno dónde principian los límites más allá de los cuales es mejor guardar silencio.

Y es que en opinión de Roberto Torretti, la metafísica —ese empeño por buscar un fundamento, una realidad última e incombustible que confiera sentido al conjunto de lo que hay— simplemente se acabó. En esto, según él mismo sugirió, la última palabra la habría dicho Wittgenstein: los problemas metafísicos son simples malentendidos, porfiados intentos de los seres humanos por ir más allá de los límites del lenguaje, como si fuéramos una mosca estrellándose una y otra vez con las paredes de la botella. La filosofía, entonces, no tiene por objeto revelarnos una realidad que de otra manera se nos escaparía. Su tarea es simplemente la de mostrar a la mosca —es decir, a cada uno de nosotros— cómo salir de la botella. Los problemas metafísicos, en otras palabras, no tendrían solución, sino terapia y esa terapia es, a fin de cuentas, la filosofía, una actividad humana capaz de mostrarnos los límites y decirnos hasta dónde podemos llegar.

Quizá por eso Roberto Torretti pensó que la filosofía confiere cierta paz y serenidad; aunque ello no provenga del hecho que la filosofía nos haya proporcionado una respuesta a nuestras tribulaciones más profundas, sino que deriva del hecho que nos ha mostrado que no existe ninguna y que hay ciertas cosas que simplemente no podemos saber.

Tal vez por eso —dijo Torretti— me interesa poco de dónde las cosas vienen y solo a corto y mediano plazo me preocupa adónde van. Vivimos ahora. The rest is silence”.

Y es que Roberto Torretti no solo fue un hombre de cultura —uno de los más excepcionales que ha producido nuestro país—, sino también un filósofo que, por decirlo así, venía de vuelta de todas esas ilusiones que alguna vez pusieron a la filosofía a la cabeza de la cultura y de la historia.

 

Fotografía: Archivo UDP.

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