Arriba de la cuarta ola

por Evelyn Erlij

por Evelyn Erlij I 3 Enero 2019

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En 2018 los discursos feministas se propagaron por el mundo, pero como todo proceso histórico, este fenómeno no surgió de la nada ni de un día para otro: desde hace tiempo varias autoras han pensado desde Estados Unidos, América Latina y Europa lo que hoy se conoce como la cuarta ola. Esta es una cartografía de algunas de las voces que están dando forma a los principios feministas del siglo XXI y a los puntos ciegos de un movimiento que, para algunas, sigue atrapado en un capitalismo patriarcal incapaz de imaginar estructuras que erradiquen los estereotipos de género.

por evelyn erlij

De un tiempo a esta parte, no es raro encontrarse con mujeres que llevan camisetas con estampados que dicen The future is female o We should all be feminists. Impresas tal cual, sin traducción, esas poleras son la imagen de cómo el capitalismo absorbe los discursos disidentes, pero también valen como el reflejo de la popularidad que ha alcanzado el feminismo. Ya en 2013 existían best sellers sobre el tema: en Feminismo sexy, por ejemplo, la autora de libros sobre cultura pop Jennifer Keishin Armstrong escribía que “las feministas son casi siempre las personas más sexys”, aunque advertía en la portada que este “no es el feminismo de tu madre”, sino “un plan de acción lleno de humor para una rama accesible, cool y sexy del feminismo”.

Ese mismo año, la megaestrella del pop Beyoncé lanzó el single “Flawless”, que incluía un sampleo de la charla TED “Todos deberíamos ser feministas”, de la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie –que luego se transformaría en un best seller por derecho propio–, mientras otras colegas suyas, como Miley Cyrus o Taylor Swift, reclamaban la etiqueta. Ejemplos así hay un montón, pero vale la pena mencionar uno más: en 2011, la escritora inglesa Caitlin Moran se convertía en superventas con Cómo ser mujer, cruce entre autobiografía y diatriba en el que, entre otras cosas, simplificó los pasos para definirse partidaria del movimiento: “¿Tienes vagina? ¿Quieres responsabilizarte de ella? Si en ambos casos has contestado ‘sí’, entonces ¡enhorabuena! Eres feminista”.

En estos casos se vislumbra uno de los rasgos principales de lo que algunos han llamado la cuarta ola del feminismo: la masificación de un discurso que antes, al menos en la cultura popular, se asociaba a mujeres de izquierda y dueñas de una conciencia política fuerte. Hoy, el rótulo “feminista” parece ser un atributo universal, un sinónimo de empoderamiento que incluso reclaman las mujeres sin un pasado militante. Lejos de entusiasmar en bloque a las partidarias históricas, se ha hecho evidente que hablar de feminismo, en singular, es simplificar un movimiento plural, heterogéneo e históricamente complejo.

La superficialidad del asunto, dice Crispin, se comprueba cuando se usa la misma métrica del capitalismo patriarcal para evaluar el éxito del feminismo: dinero y poder –cuántas mujeres son CEO en grandes empresas, por ejemplo.

La divergencia no es nueva. “¿Cómo y cuándo podremos sensibilizar al mundo sobre nuestro movimiento? No creo que la respuesta esté en tratar de rendirnos a un feminismo fácil, popular y de gratificación instantánea”, escribió en 1978 la poeta Adrienne Rich, y ese es el hilo que retoma la ensayista estadounidense Jessa Crispin (1978) en Por qué no soy feminista (2017), uno de los textos más críticos en torno al estallido actual del tema. El manifiesto –cuyo título es una ironía, por cierto– plantea que lo que ahora se llama feminismo es una versión más amigable, en que “el entendimiento político y sociológico de las presiones bajo las que intentan vivir las mujeres es reemplazado por una opción personal”, por una campaña de marketing en la que cualquiera es feminista sin ningún esfuerzo.

La superficialidad del asunto, dice Crispin, se comprueba cuando se usa la misma métrica del capitalismo patriarcal para evaluar el éxito del feminismo: dinero y poder –cuántas mujeres son CEO en grandes empresas, por ejemplo–, lo que perpetúa un mundo hipermasculinizado en el que las mujeres, en vez de luchar por estructuras sociales más empáticas, se adaptan a los valores del patriarcado. “Lo peor es la tendencia a ver a las mujeres en el poder como inherentemente buenas”, agrega, y menciona a Hillary Clinton, quien como senadora ayudó a suprimir programas de bienestar que perjudicaron a las madres pobres. La disconformidad y la crítica, advierte Crispin, no son parte de este nuevo feminismo universal, una moda enfocada en la opinión y las narrativas personales, un modelo en el que no es necesario cambiar la forma de pensar o de comportarse ni tampoco estudiar la historia intelectual de las mujeres.

Pero hay quienes ven una oportunidad para crear conciencia. “Juntas y en marea con millones de razones para autobautizarse feministas, las mujeres han roto hoy su histórica soledad de género”, afirmó en el diario Página 12 la escritora argentina María Moreno, una idea que otra autora militante, la francesa Virginie Despentes, también defiende. Su libro Teoría King Kong (2006), que en América Latina circulaba hasta el año pasado como un manifiesto para feministas radicales, hoy es un éxito editorial. “Que Beyoncé use el feminismo me parece una gran noticia, porque no lo necesita para vender millones de discos”, dijo Despentes en Revista Santiago. “Si una mujer lo hubiera hecho hace 10 años estaría muerta para el business. Algo ha pasado que antes no era posible. Y me parece muy bien que ponga el concepto en el cerebro de las niñas”.

Romper el silencio

Los choques de posturas entre quienes están pensando el feminismo no solo están lejos de ser un fenómeno nuevo –es cosa de pensar en las feministas pro y anti pornografía de los años 70, por citar un ejemplo–, sino que según la teórica estadounidense Judith Butler también son necesarios: “Creo que tiene mérito que el feminismo haya logrado mantener los valores democráticos en un movimiento que defiende interpretaciones contradictorias”, asegura en Deshacer el género (2004). De hecho, la pluralidad de voces es otro de los ejes del feminismo contemporáneo, de acuerdo con la académica británica Alison Phipps, quien en The Politics of The Body (2014) afirma que, a pesar de su popularidad, el feminismo nunca había operado en un medio cultural y político tan complejo ni había vivido una turbulencia interna tan fuerte como la actual.

La imagen de una supuesta unidad se sustenta en el fenómeno mundial que comenzó tras la campaña #MeToo, en la que millones de mujeres compartieron por las redes sociales experiencias de acoso y abuso sexual. Mucho del feminismo actual, dice Crispin, se construye sobre una “toma de conciencia” que permitió narrar episodios de misoginia, pero esa perspectiva confesional y autorreferente, arraigada en hechos del pasado, afirma, no implica pensar el futuro con la misma mirada crítica.

“Que Beyoncé use el feminismo me parece una gran noticia, porque no lo necesita para vender millones de discos”, dijo Despentes en Revista Santiago. “Si una mujer lo hubiera hecho hace 10 años estaría muerta para el business. Algo ha pasado que antes no era posible. Y me parece muy bien que ponga el concepto en el cerebro de las niñas”.

El movimiento #MeToo, no obstante, visibilizó un problema cultural sobre el que ha puesto el foco la historiadora inglesa Mary Beard, autora de Mujeres y poder: Un manifiesto (2017), libro en el que muestra cómo el mundo griego y romano echa luces sobre lo que ocurre hoy: “En lo relativo a silenciar a las mujeres, la cultura occidental lleva miles de años de práctica”, apunta Beard. Especialista en estudios clásicos, la historiadora sitúa el origen de esta costumbre patriarcal en el principio mismo de la tradición literaria de Occidente, cuando en La Odisea Telémaco hace callar en público a su madre, Penélope. A través de mitos griegos o textos de Aristófanes u Ovidio, traza el origen de la relación compleja entre la voz de las mujeres y la esfera pública. De ahí nace el término mansplaining (fusión entre man y explaining) propuesto por Rebecca Solnit en el popular ensayo Los hombres me explican cosas (2014).

“Aquellas mujeres que como Isabel I en Tilbury, consiguen hacerse oír, a menudo adoptan una versión de la vía ‘andrógina’”, escribe Beard, y cita ejemplos como la reeducación de la voz a la que se sometió Margaret Thatcher, cuyo tono agudo no inspiraba autoridad, o los pantalones que usa Angela Merkel: “No tenemos ningún modelo del aspecto que ofrece una mujer poderosa, salvo que se parece más bien a un hombre”, dice. El tema que aborda la historiadora es esencial, ya que las protestas feministas en países como Polonia, Argentina, Chile o Corea del Sur no tienen que ver solo con romper el silencio, sino también con darle a la voz femenina una fuerza política.

“La contribución más importante del #MeToo es que un público más amplio asumió la existencia sistémica y generalizada de una conducta sexual coercitiva contra las mujeres”, aseguró Butler en el diario L’Humanité, donde afirmó que los esfuerzos por histerizar a las mujeres que hablan y denuncian acosos ya no son plausibles. Lo demostró el movimiento Ni una menos, surgido en 2015 en Argentina y con réplicas en toda América Latina: además de poner énfasis en la violencia machista, evidenció un despertar político femenino sin precedentes.

La política del cuerpo

Con el libro Chicas muertas (2014), sobre tres asesinatos no resueltos de mujeres jóvenes en Argentina, la escritora Selva Almada anunció desde la literatura la lucha que abrazarían los feminismos latinoamericanos: el del cuerpo como un lugar político. De la denuncia contra la violencia de género se pasó al aborto y al derecho de decidir sobre el cuerpo, como se lee en Contra los hijos (2014), la diatriba en que la escritora chilena Lina Meruane denuncia la persistencia de una “máquina de procreación” que obliga a las mujeres a ser madres. “A cada logro feminista ha seguido un retroceso, a cada golpe femenino un contragolpe social destinado a domar los impulsos centrífugos de la dominación”, escribe.

Meruane cuestiona lo que sería un feminismo new age que celebra la erradicación de las pastillas anticonceptivas, el parto sin anestesia, el pañal de tela y una serie de mecanismos a través de los que, desde su opinión, se ha vuelto a esclavizar a las mujeres. Es probable que en América Latina falten todavía libros como este, en los que se articulen discursos críticos fuera del ámbito académico, pero para María Moreno esto responde a una suerte de perplejidad: “Hay en este feminismo una radicalidad que todavía no podemos leer en su alcance y dimensión”, dijo en una entrevista reciente, donde daba a entender que el movimiento latinoamericano está más articulado con la política específica que con la teoría.

“Aquellas mujeres que como Isabel I en Tilbury, consiguen hacerse oír, a menudo adoptan una versión de la vía ‘andrógina’”, escribe Beard, y cita ejemplos como la reeducación de la voz a la que se sometió Margaret Thatcher, cuyo tono agudo no inspiraba autoridad, o los pantalones que usa Angela Merkel.

De eso se quejó la escritora mexicana Valeria Luiselli en El País: “Todas las mujeres brillantes que conozco han tenido que remplazar el libre ejercicio del pensamiento complejo por el aburrido derecho a salir a la calle con cartulinas”, escribió en una columna controvertida de 2017, en la que criticaba también el reciclaje de “conceptos ochenteros” como “interseccionalidad”, en referencia al cruce de categorías que forjan las identidades sociales, como el género, la clase y la raza. Ese aspecto, sin embargo, es esencial para varias de las autoras que están pensando el movimiento desde fuera de lo que Crispin llama el feminismo blanco, profesado por mujeres blancas de clase media, rostros principales del feminismo mainstream.

Una de ellas es la ensayista estadounidense de origen haitiano Roxane Gay (1974), que en Mala feminista (2014) desmantela los arquetipos culturales en torno a la femineidad. Arremete contra el rótulo “ficción femenina” que varias editoriales explotan hoy y critica el racismo de series como Girls o del mencionado libro Cómo ser mujer, de Caitlin Moran. “Los chistes sobre violación están hechos para recordarles a las mujeres que todavía no son iguales. De la misma forma en que sus cuerpos y libertades reproductivas están abiertas a la legislación y al discurso público, también lo están sus otros asuntos”, escribe la autora, que en su último ensayo, Hambre (2018), cuenta “cómo es vivir en un mundo que intenta disciplinar los cuerpos rebeldes”: Gay fue violada en grupo y el trauma la llevó a deformar su cuerpo hasta pesar 261 kilos.

Lo personal es político

Ser una mala feminista hoy –es decir, una feminista que incomoda– es ir más allá de las demandas por una igualdad legal o salarial; es imaginar nuevas estructuras que erradiquen los estereotipos y roles de género. La socióloga franco-israelí Eva Illouz lleva años escribiendo sobre el modo en que las construcciones en torno a los sentimientos y el amor romántico acentúan las asimetrías entre hombres y mujeres al interior del capitalismo, un sistema en el que la racionalidad y el coraje siguen entendiéndose como valores masculinos, mientras que la emotividad, amabilidad, compasión y alegría serían los valores femeninos. “La jerarquía social que producen las divisiones de género contiene divisiones emocionales implícitas, sin las cuales hombres y mujeres no reproducirían sus roles e identidades”, escribe Illouz.

Ella es de las autoras que piensa que el caso Weinstein hizo emerger “una conciencia de clase a escala mundial” en la que, más allá de la nación o clase social, “existe una condición común de la mujer”, una idea que Butler rebate: las mujeres no son “el nuevo proletariado”, porque no se puede pensar en ellas sin considerar categorías como clase o raza. Es una de las tesis de su último trabajo, Cuerpos aliados y lucha política (2015): pensar “en alianza” –crear lazos entre ciertas minorías o poblaciones “consideradas desechables”, en sus propias palabras– es la única forma de alcanzar una democracia más radical.

Illouz también analiza los lazos entre el feminismo mainstream y la retórica de la autoayuda, esa que promueve el “empoderamiento” femenino que reemplazaría el contenido político y colectivo del movimiento por una autoconciencia narcisista. Jessa Crispin hace la misma crítica: “El feminismo se convierte en otro sistema de autoayuda, otra voz diciéndoles a las mujeres que deben tener mejores orgasmos, hacer más dinero, aumentar su felicidad diaria, tener más poder en la casa y en el trabajo”, escribe. Illouz lo llama una “forma de falsa conciencia” que traduce problemas políticos colectivos en prédicas psicológicas individuales, lo que impediría cambios estructurales.

Ser una mala feminista hoy –es decir, una feminista que incomoda– es ir más allá de las demandas por una igualdad legal o salarial; es imaginar nuevas estructuras que erradiquen los estereotipos y roles de género.

Eso no significa que el feminismo no pueda abordarse desde el yo, como lo prueba una parte importante de la literatura actual escrita en primera persona –es el caso de Meruane, Gay, Crispin o Solnit–, paradoja que tal vez puede explicarse gracias a una cita de 1981 de la socióloga chilena Julieta Kirkwood: “(el feminismo), a través de su negativa a dejar fuera de la preocupación social los problemas individuales y personales, dejará puesta en la conciencia social y colectiva su descubierta verdad: ‘lo personal es político’”.

Y es en esa dimensión individual, y por lo mismo plural, donde yace el gran obstáculo de los discursos que promueven un feminismo universal: todas deberíamos ser feministas, ¿pero de qué feminismo estamos hablando?

Una de las críticas que se escucha hoy tiene que ver con la aparente intolerancia a la divergencia. “Esta es la forma en que se maneja la disidencia en los reinos feministas: una opinión o argumento contrario es un ataque”, reclama Crispin. “Estamos sumergidos otra vez en un caos ético en el que la intolerancia se disfraza de tolerancia y la libertad individual es aplastada por la tiranía del grupo”, apunta en Free Women, Free Men (2017) la académica y crítica cultural Camille Paglia, una de las pensadoras feministas más punzantes de las últimas décadas.

“Un feminismo iluminado (…) solo puede ser construido sobre la base de una alianza cautelosa entre mujeres fuertes y hombres fuertes”, asegura, pero más allá de su propuesta, lo esencial, dice, no es llegar a un consenso, sino asumir que la falta de unidad ha sido un factor común de los movimientos feministas históricos, como lo explica la académica británica Nicola Rivers en Postfeminism(s) and the Arrival of the Fourth Wave (2017): “La noción de un pasado feminista consolidado y coherente en que las mujeres estaban unidas por metas universales es, en el mejor de los casos, una visión romántica, y en el peor, una herramienta para minar el feminismo contemporáneo o para silenciar a las que alzan la voz contra una visión mayoritaria”.

El miedo actual a la discordia es también desconocer el pasado conflictivo de los feminismos, llenos de contradicciones y discursos paralelos, pero son esas tensiones –y la resistencia a resolverlas, según Butler– las que han hecho avanzar el movimiento. En eso Paglia es implacable: “Necesitamos más disidencia y menos dogma”.

 

Las mujeres que lideran el debate

 

Mary Beard — Reino Unido, 1955

 

 

Esta académica de estudios clásicos en Cambridge es, para The Guardian, la intelectual pública más popular del Reino Unido. La mayoría de sus libros aborda las civilizaciones griegas y romanas, pero con la publicación del manifiesto Mujeres y poder (2017) se convirtió en una de las autoras feministas más leídas. Allí traza una historia de la misoginia desde el mundo clásico hasta hoy, y critica la incapacidad de redefinir el poder a partir de un patrón que no sea masculino. Se interesó en el feminismo cuando, durante sus estudios universitarios, constató el sexismo que imperaba en la academia. Sus mayores influencias teóricas fueron Germaine Greer (La mujer eunuco, 1970) y Kate Millet (Política sexual, 1970).

 

Catherine Millet — Francia, 1948

 

 

Esta crítica de arte francesa escribió La vida sexual de Catherine M. (2001), un libro que vendió más de tres millones de copias y en el que relató en detalle su extenso historial sexual, desde encuentros anónimos hasta orgías. El texto se convirtió en un hito dentro de la tradición feminista que defiende la libertad sexual de la mujer, pero desde que en enero de 2018 apareció firmando el “Manifiesto de 100 artistas e intelectuales francesas contra el puritanismo”, se convirtió en una de las principales disidentes del movimiento #MeToo. “La violación es un crimen. Pero el flirteo insistente o torpe no es un delito, ni la galantería una agresión machista”, se leía en el texto.

 

Virginie Despentes — Francia, 1969

 

 

Después de escandalizar con la novela Fóllame (1998), Despentes publicó el ensayo Teoría King Kong (2007), en el que afirmó: “Escribo desde la fealdad, y para las feas, las viejas, las camioneras, las frígidas, las mal folladas, las infollables, las histéricas, las taradas, todas las excluidas del gran mercado de la buena chica”. El libro es una crítica a la cultura del miedo en el que se cría a las mujeres y propone un desacato a las performances de género imperantes: una mujer puede ser violenta, pornográfica, fría. La reedición de su ensayo coincidió con la explosión del feminismo: durante años, Teoría King Kong circuló en versiones piratas como un libro de culto.

 

María Moreno — Argentina, 1947

 

 

Cuando fundó la revista Alfonsina, en 1983, Moreno hizo firmar a Rodolfo Fogwill, Martín Caparrós, Eduardo Grüner y Alberto Laiseca con nombres de mujer. “Me interesaba separar el género de los cuerpos biológicos. Fue una especie de experiencia de vanguardia donde comprobé que el cambio de nombre les permitía a ciertos varones encarnar reivindicaciones feministas”, dijo esta periodista y crítica cultural, autora de El fin del sexo y otras mentiras (2002), Black out (2016) y Panfleto: Erótica y feminismo (2018). Se ha dedicado a desarticular estereotipos femeninos abordando temas como el alcoholismo, la sexualidad y lo trans (“Diría que soy trans, tengo problemas con la identidad”, afirmó).

 

Roxane Gay — Estados Unidos, 1974

 

 

Ya en 1978 Adrienne Rich reclamaba que el obstáculo cultural más serio para las escritoras feministas es que sus trabajos son recibidos como si el feminismo no tuviera un pasado. Desde esa perspectiva, la mirada de Roxane Gay viene de la tradición de otras feministas predecesoras que, como Angela Davis o bell hooks, pensaron el feminismo desde su posición de mujeres afrodescendientes insertas en sociedades mayoritariamente blancas. En Mala feminista, Gay –ensayista, columnista del New York Times y académica– centra parte de su análisis en la llamada “cultura de la violación” y en la reproducción de estereotipos femeninos en medios, reality shows y series como Orange Is the New Black.

 

Eva Illouz — Marruecos, 1961

 

 

De nacionalidad franco-israelí y directora de Estudios de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París, fue elegida una de las 12 intelectuales más influyentes del mundo por la revista alemana Die Zeit. Su trabajo se enfoca sobre el modo en que la afectividad, las emociones y el amor interactúan con el capitalismo. Su aproximación entrega luces para entender el papel de la mujer al interior del mercado, la familia y la cultura popular. Varios de sus libros se encuentran traducidos al español: Intimidades congeladas (2007), El consumo de la utopía romántica (2009), La salvación del alma moderna. Terapia, emociones y la cultura de la autoayuda (2010) y Por qué duele el amor (2012).

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