Ideas de la izquierda (o la lógica de los mundos posibles)

Con la caída del Muro, ¿quedaron las ideas de izquierda relegadas a discusiones académicas? ¿Y sus intelectuales, condenados a deambular como fantasmas nostálgicos por los claustros? La respuesta es negativa: la izquierda cobró nuevos bríos con las protestas en Seattle contra la Organización Mundial del Comercio, con el Foro en Porto Alegre, con la crisis económica de 2008 y… ahora mismo, tras la pandemia de covid. Pero es evidente que tampoco posee la fuerza y convocatoria de la que gozó en el siglo XX. Elevar la recaudación tributaria para lograr la movilización plena de los recursos nacionales (Roberto Mangabeira Unger), pasar de la igualdad redistributiva a una igualdad democrática (Elizabeth Anderson) y fortalecer el Estado para enfrentar los grandes problemas actuales, desde la crisis climática hasta la salud (Mariana Mazzucato), son algunas de las ideas que la izquierda está tomando para lograr lo que siempre hizo: imaginar otro mundo.

por Patricio Tapia I 7 Noviembre 2022

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Quienquiera haya inventado la noción de los “mundos posibles” —al parecer, algún filósofo jesuita del siglo XVI—, seguramente se sorprendería de la fortuna que alcanzó al desplegarse en cuestiones como la existencia de Dios, la lógica modal, la teoría de la ficción o el activismo político.

En 2001, el Foro Social Mundial en Porto Alegre tuvo por lema “otro mundo es posible”, y congregó a un conjunto de movimientos críticos de la globalización. En su libro póstumo, La izquierda global, Immanuel Wallerstein ve esta reunión como un punto culminante en el resurgimiento de una izquierda maltrecha tras la caída del Muro de Berlín en 1989, momento que dejó —señala Enzo Traverso, en Melancolía de izquierda— a muchos izquierdistas “espiritualmente a la intemperie”, obligados a admitir el fracaso de los intentos de transformar el mundo, por lo que, ante esa nueva consigna, los nuevos movimientos debieron redefinir sus identidades.

El “altermundismo” de Porto Alegre congregó tan distintas corrientes y grupos —anticapitalistas, ecologistas, anarquistas, nacionalistas, pacifistas, animalistas, indigenistas, sindicalistas— como propuestas, que difícilmente configurarían un ideario coherente o “izquierdista”. Basta considerar algunas de sus causas. Los organismos modificados genéticamente, ¿debieran ser rechazados por una izquierda receptiva a los cambios científicos? Y el nacionalismo, ¿no se opone a la tradición internacionalista de la izquierda?

Esto no se limita al altermundismo. Por ejemplo, el sojuzgamiento estatal de la disidencia, ¿es de izquierda o de derecha? Los campos de concentración nazis no tienen nada que envidiarles a los chinos de Mao o al Gulag soviético. De ahí el lugar común: rechazar las dictaduras, sean de derecha o de izquierda. A menos que se afirme que no puede haber dictaduras de izquierda, porque el impulso democrático está en su corazón. Hay quienes lo sostienen, no sin alguna dificultad.

Así, una serie de cuestiones que podrían parecer claramente vinculadas a uno u otro lado del espectro político, resultan no serlo. ¿Es izquierdista o derechista proteger el medio ambiente, favorecer la liberación sexual, legalizar drogas blandas, defender los derechos de los animales o implementar políticas de género? El etiquetado ideológico no siempre sirve. Entonces, ¿existen ideas de izquierda? ¿Cuáles son?

Para identificarlas podría realizarse un inventario de temas y programas o bien una galería de intelectuales; ya sea enfocándolos en un momento determinado o seguirlos a través del tiempo. Una mezcla de todo eso parece recomendable, de manera que los intelectuales de izquierda no sean Babeuf, Marx o Bakunin, sino otros más actuales, sin desatender la perspectiva histórica o programática y cómo algunas ideas fundamentales persisten o mutan al refractarse en otros intelectuales.

Una serie de cuestiones que podrían parecer claramente vinculadas a uno u otro lado del espectro político, resultan no serlo. ¿Es izquierdista o derechista proteger el medio ambiente, favorecer la liberación sexual, legalizar drogas blandas, defender los derechos de los animales o implementar políticas de género? El etiquetado ideológico no siempre sirve. Entonces, ¿existen ideas de izquierda? ¿Cuáles son?

Historias frente a mapas

El vocabulario de “izquierda” y “derecha” proviene de la Revolución francesa. El azar espacial quiso que cuando la Asamblea se dividió sobre los poderes del rey, los radicales tomaran una posición al lado izquierdo de la cámara y los conservadores, al derecho. Así, la “izquierda” se identificó con posturas como la abolición del veto real, la supremacía legislativa y el sufragio de una persona un voto, o la “trinidad” revolucionaria: “libertad, igualdad, fraternidad”. Muchas de ellas marcaron el paisaje político de los siglos XIX y XX.

Una posible aproximación a las ideas de la izquierda sería determinar históricamente cómo se han concretado los ideales revolucionarios en la práctica política. Otra aproximación sería realizar un catastro o “mapa” de sus ideas y teóricos. El problema con los mapas es que suelen alterar la realidad que intentan mostrar: además de la escala, está la perspectiva y, sobre todo, el tiempo. Un mapa del Chile del siglo XVIII difiere del del XXI, como una cartografía de las ideas de izquierda de 1920 sería muy distinta de una actual.

El libro de Razmig Keucheyan, Hemisferio izquierda (2010), se plantea como “un mapa de los nuevos pensamientos críticos” sobre una amplia constelación de disciplinas, teorías y autores. Ese pensamiento no puede entenderse sin una mirada histórica, ya que, según el autor, nace de una “derrota”, cuya configuración requiere explicarse.

Según la ambiciosa síntesis Forjar la democracia (2002), de Geoff Eley, sobre la tradición moderna de la izquierda en Europa desde 1850, el socialismo sería el núcleo de la izquierda durante más de un siglo, aportando valores sobre la igualdad, la justicia social y la crítica del capitalismo. Pero en lugar de mostrar revueltas y revoluciones, vincula socialismo y democracia: la historia de ambos iría unida. Eley no idealiza la tradición socialista ni ignora sus corrientes antidemocráticas, como el trato a grupos anarquistas, feministas y ecologistas que veían la expansión de la democracia en formas a veces ignoradas o marginadas por los partidos de izquierda. El gran problema en el argumento del autor es la revolución bolchevique y el comunismo. El modelo soviético parece haber contribuido poco a la “forja democrática”, y así reconoce la “mancha” del estalinismo.

Por su parte, en La izquierda global, Wallerstein entrega un conciso panorama en el contexto de su teoría del “sistema-mundo” entendido como una economía capitalista basada en la acumulación, que estaría en una crisis terminal. Para él, la Revolución francesa legitimó el “cambio” radical por el “pueblo” soberano, en reacción a lo cual surgieron las tres ideologías modernas: conservadurismo, liberalismo y radicalismo. La izquierda pasó de una posición muy débil en la Revolución de 1848 a una posición fuerte, con la “estrategia de dos pasos”: obtener el poder estatal y luego transformar el mundo. Llegó al poder entre 1945 y 1968, pero como abandonó el cambiar el mundo, se produjo la revolución mundial de 1968, que denunciaba a la “vieja izquierda” (partidos comunistas y socialdemócratas en el poder). La derecha pudo aprovechar la situación posterior a 1968. Cuando en 1989 la Unión Soviética se derrumbó desde adentro, ese colapso afectó a toda la izquierda.

Una posible aproximación a las ideas de la izquierda sería determinar históricamente cómo se han concretado los ideales revolucionarios en la práctica política. Otra aproximación sería realizar un catastro o ‘mapa’ de sus ideas y teóricos. El problema con los mapas es que suelen alterar la realidad que intentan mostrar: además de la escala, está la perspectiva y, sobre todo, el tiempo.

Consecuencias de la derrota

Ese derrumbe fue visto como un desastre y un golpe emocional para los movimientos de izquierda, incluso para los que habían sido críticos con la experiencia soviética. Determina el aire taciturno del libro de Traverso: la melancolía como clave para analizar el marxismo y la memoria, la historia y la utopía, el mesianismo, la bohemia o el cine junto a la desazón de la “derrota”. Su libro, dice, se ocupa de la izquierda como “los movimientos que lucharon por cambiar el mundo con el principio de la igualdad en el centro de su programa”.

Si Traverso ve el fracaso de la igualdad, Keucheyan vislumbra el de algo así como la democracia. Uno de sus “contextos” es la “derrota” del pensamiento crítico (entre 1970 y 1993) con la impresión, basada en la experiencia soviética, de que todo proyecto de transformación social conduce al totalitarismo. Los pensamientos críticos surgirían del retroceso de la izquierda que culmina con el fin del comunismo. Si bien se ocupa de empresas teóricas que se consolidan en los años 90, su gestación se remonta a décadas previas. El marxismo, la más poderosa teoría crítica (que ofrecía un proyecto para “imaginar los contornos de otro mundo posible”), pierde centralidad con la irrupción del estructuralismo y la reconsideración del poder. Buscando nuevas referencias, se rehabilitan conceptos (“soberanía”, “ciudadanía”, “utopía”, “multitud”), autores (Arendt, Rawls, Carl Schmitt) o la religión; también se modificó el panteón de autores tutelares.

Otro efecto es un cambio geográfico de los intelectuales, provenientes de distintos lugares, aunque acogidos en la academia estadounidense: el palestino Said, el esloveno Žižek, el argentino Laclau, la turca Seyla Benhabib, el brasileño Roberto Mangabeira Unger, el indio Homi Bhabha o el chino Wang Hui, entre otros.

Termina Keucheyan la primera parte de su libro con una tipología de los intelectuales críticos, que más tarde desarrolla. Se clasifican según su reacción ante la derrota: conversos, pesimistas, resistentes, innovadores, expertos y dirigentes. Enumera decenas, por lo que se mencionan algunos a modo de ejemplos. Los conversos dejan de elaborar un pensamiento crítico (Glucksmann, Colletti, Lefort); los pesimistas prosiguen, pero escépticos de la derrota del capitalismo (Baudrillard, Perry Anderson); los resistentes mantienen su posición (Chomsky, Bensaïd, Callinicos); los innovadores se caracterizan por la “hibridación”, sus múltiples ámbitos, referencias y recursos (Žižek, Butler, Laclau, Hardt y Negri); los expertos plantean alternativas a la opinión dominante (Vandana Shiva o Bourdieu), y los dirigentes están a la cabeza de un partido o movimiento social, a la vez que contribuyen a la teoría (Bensaïd y Callinicos o el subcomandante Marcos). La clasificación de Roger Scruton es más sencilla: los intelectuales de izquierda se dividen entre locos, impostores y agitadores.

La filósofa Elizabeth Anderson ha reconfigurado esta discusión, a través de un largo e influyente artículo de 1999 sobre la igualdad, argumentando que la concepción de la redistribución desde los afortunados a los desafortunados reafirmaba una visión entre superiores e inferiores. Había que pasar de la igualdad redistributiva a lo que llamó igualdad ‘democrática’: el problema no es que algunos ganen más que otros, sino que la diferencia sea alguna forma de opresión.

Teorías y teóricos

El libro de Scruton de 1985, actualizado en 2015 para incluir nuevas figuras y eliminar otras (salen: Laing, Bahro y Wallerstein; entran: Lacan, Deleuze, Said, Badiou y Žižek), considera todo tipo de intelectuales. Su demolición, con todo, es menos rotunda de lo que el título promete. El único realmente malvado sería Lukács y el único realmente tonto, Lacan. Scruton quiere explicar qué hay de bueno y de malo en estos autores, aunque suele ser más lo segundo. Valora los aportes de Hobsbawm, aunque “su caso ilustra hasta dónde puede llegar la colaboración con el crimen cuando es la izquierda quien lo comete”. Muchos elogios caen sobre Sartre y Foucault, aunque acusa al primero de haber sido “brutalmente estalinista” y su concepción del mundo, “utópica y miope”. El autor está menos interesado en los fines que en los medios intelectuales; le molesta la “actitud arrogante” y la “neolengua”: usar el lenguaje para ofuscar, desconcertar e hipnotizar y no para explicar, como “un grito lanzado contra lo real en nombre de lo incognoscible”. Así, la prosa de Althusser “gira monótonamente sobre sí, como un lunático encerrado en una jaula imaginaria”, y en Habermas, “el tedio es el instrumento de la autoridad abstracta”; de Žižek dice que su defensa del terror y la violencia o su celebración de la revolución maoísta habrían servido para desacreditarlo si no fuera porque es imposible saber si habla en serio; sus escritos son “un interminable flujo de términos, imágenes, razonamientos y referencias, que van de un tema a otro y de especulación a especulación, soslayando con maestría las objeciones que la razón pudiera interponer en su camino”.

En la segunda parte de Hemisferio izquierda, Keucheyan despliega su atlas cartográfico de las nuevas teorías críticas. Se ocupa de “sistemas” (la teoría del imperio y la multitud, nuevas formas de pensar el imperialismo, el Estado-nación o la evolución del capitalismo) y de “sujetos” (el “acontecimiento”, las posfeminidades, las clases sociales y las identidades). Menos una enciclopedia que un relato, comienza con el “imperio” y la “multitud” de Hardt y Negri, pues estos conceptos permiten entrar en las ideas de otros autores. En el imperialismo aborda las tesis de Panitch o Harvey; así como las de Benedict Anderson y Tom Nairn al tratar el Estado-nación, y las reflexiones sobre bloques supranacionales de Habermas y Balibar o el nacionalismo consumista chino visto por Wang Hui; aborda, entre otros, la crítica del capitalismo cognitivo de Husson, los ciclos económicos de Arrighi, o el “capitalismo fósil” de Elmar Altvater, así como el trabajo de Luc Boltanski sobre un nuevo espíritu del capitalismo.

Cuando se dedica a la cuestión del “sujeto de la emancipación”, la reconduce a cuatro núcleos: el “acontecimiento democrático” —con Rancière, Badiou y las elucubraciones de Žižek—; en las posfeminidades aborda la posición tecno-eco-feminista de Donna Haraway, la teoría queer de Butler y los postulados poscoloniales de Spivak; en relación con las clases sociales, presenta las reflexiones de Edward P. Thompson, el marxismo analítico de Erik Olin Wright y el indigenismo de García Linera, y en cuanto a las identidades, se ocupa de la teoría del reconocimiento (Honneth, Nancy Fraser y Benhabib), el afropolitismo de Mbembe, la democracia radical y el populismo de Laclau y el posmodernismo de Jameson.

Siempre se podrá considerar que faltaron teorías e intelectuales. Es curiosa la escasa referencia a la ecología (salvo Altvater). Y aunque aborda las teorías feministas, podría haber dicho algo del feminismo interseccional de Kimberlé Crenshaw y cómo se combina con la pertenencia a uno o más grupos discriminados.

Elizabeth Anderson durante su visita a la UDP, con motivo de los 40 años de la universidad.

Programas e ideas

Con la caída del Muro, en 1989, ¿quedaron las ideas de izquierda relegadas a discusiones académicas? ¿Y sus intelectuales, condenados a deambular como fantasmas nostálgicos de lo que no fue, abandonando definitivamente la pretensión de transformar el mundo? Pero la izquierda no murió entonces. En el relato de Wallerstein, la “izquierda global” revive en tres momentos: 1994, con los zapatistas en Chiapas; 1999, con las protestas en Seattle contra la Organización Mundial del Comercio, y, sobre todo, 2001, con el Foro en Porto Alegre (contrapartida al Foro de Davos) y la renovada convicción, más no fuera retórica, de que “otro mundo es posible”.

Aunque Wallerstein la menciona al pasar, como un simple “elemento en esta evolución”, la crisis del mercado financiero que generó la catástrofe económica o “gran recesión”, en 2008, fue un catalizador importante, al debilitar la confianza ciega en el mercado y el capitalismo.

Si la izquierda en 1968 demoró en prestar atención a la revolución “posmaterialista” (como la llamó Inglehart), ahora se multiplica en distintos movimientos con sus exigencias muchas veces simbólicas y de reconocimiento, con las “políticas de la identidad”.

¿Qué hacer entonces? Según Wallerstein, en los próximos 20 a 40 años, la izquierda debería impulsar algunas líneas que señala con cierta ingenuidad: exigir a los liberales serlo, promover el “espíritu de Porto Alegre”, democratizar “sin cesar”, insistir en el antirracismo, desmercantilizar y, sobre todo, avanzar en el logro de un mundo relativamente democrático y relativamente igualitario. “Tal mundo es posible”, concluye.

Más concreto es uno de los teóricos “periféricos”, según Keucheyan: Roberto Mangabeira Unger, exministro en Brasil y adalid de los “estudios jurídicos críticos” en Harvard, quien en La alternativa de la izquierda (2009) compendia gran parte de sus ideas. Propone una izquierda que debe rebelarse contra la ortodoxia, mediante la reorganización de la economía de mercado y en que la cohesión social se base en la responsabilidad universal de cuidado, promoviendo una política de “alta energía”. Entre sus propuestas, que encontrarán eco en otros autores: la recaudación tributaria elevada para lograr la movilización plena de los recursos nacionales (“una economía de guerra sin guerra”); una “herencia social” a la que recurrir en momentos decisivos; combinar rasgos de la democracia representativa y de la democracia directa. “El objetivo”, señala con tonos entre visionarios y de autoayuda, “no es tanto humanizar a la sociedad como divinizar a la humanidad”.

Otro enfoque es observar ciertas ideas o instituciones persistentes, otras aparecidas o bien reaparecidas —igualdad, utopía y capitalismo— según algunos intelectuales ya mencionados (como Bensaïd o Fraser) o no (Anderson, Ovejero, Piketty, Bull, Mazzucato o Graeber).

En Los talleres ocultos del capital, Nancy Fraser intenta comprender qué es y cómo funciona el capitalismo al atravesar una crisis general, no solamente económica, y contar con nuevos contradictores (o ‘gramáticas de lucha’): movimientos feministas, ecologistas, indigenistas.

Igualdad

Es probable que alguna vez el comunismo imaginó la igualdad total, pero la convicción del liberalismo y la socialdemocracia es propender no a la simple igualdad, sino a la de oportunidades, garantizando el mismo punto de partida. Sin embargo, si el origen social (ser rico o pobre) es azaroso, también lo es la dotación de talentos y, según alguna concepción de la justicia, estos factores fortuitos son moralmente arbitrarios, porque se deben a la pura suerte. Esto llevó a muchos teóricos del igualitarismo a considerar la igualdad como redistribución de recursos desde personas con suerte (social o genética) hacia las sin ella.

La filósofa Elizabeth Anderson ha reconfigurado esta discusión, a través de un largo e influyente artículo de 1999 sobre la igualdad, argumentando que la concepción de la redistribución desde los afortunados a los desafortunados reafirmaba una visión entre superiores e inferiores. Había que pasar de la igualdad redistributiva a lo que llamó igualdad “democrática”: el problema no es que algunos ganen más que otros, sino que la diferencia sea alguna forma de opresión. Además, centrarse en la distribución de recursos desatiende las agendas de los movimientos reales: los homosexuales buscan no tener vergüenza o derecho a casarse o a adoptar; los discapacitados buscan ser considerados en el diseño de los espacios públicos. A Anderson le interesan menos las personas con iguales recursos que las personas igualmente libres.

Si los movimientos reales suelen tener exigencias identitarias, el español Félix Ovejero ha dedicado un libro a la izquierda (o una parte de ella) que ve sumida en un “narcisismo” adolescente y en una “deriva reaccionaria” que la lleva a defender causas que antes había combatido. En las cuestiones de identidad ve la fuente de muchos males: la emancipación igualitaria ha cedido a la diferenciación de las personas por sexo, raza, religión, idioma u otras variables, lo que sería incompatible con el universalismo que defendía la izquierda como legado ilustrado y republicano. Que las personas no sean iguales ante la ley puede tener razones comprensibles, pero no unas que la izquierda deba defender.

Utopías

El socialismo fue la mayor “utopía” del siglo XX y podría reflotar en la melancolía utópica, según Traverso, una que se arriesga por el futuro: “Las utopías del siglo pasado han desaparecido”, pero “las utopías del siglo XXI están aún por inventarse”. Quien dio forma a esa idea fue Daniel Bensaïd (muerto en 2010), dirigente de Mayo del 68 y luego de varias agrupaciones políticas de la izquierda. Apremiado por la enfermedad, escribió una serie de libros, alguno tan importante como La apuesta melancólica (1997), en que la esperanza únicamente tiene sentido con algo de pesimismo.

Una utopía muy distinta presenta Malcolm Bull, autor siempre sorprendente —que lo mismo escribe sobre la mitología clásica en el arte renacentista, el apocalipsis, el nihilismo o la misericordia—, en El concepto de lo social: una serie de ensayos en que indaga las formas en las que la incertidumbre y la inercia, antes que el conocimiento y la acción, podrían contribuir a la emancipación colectiva como utopía, la utopía de “lo social”. El término lo toma de Arendt, quien notó que el mundo estaba en proceso de deshacerse, pero que Bull considera no un síntoma de decadencia, sino una oportunidad. En el libro aborda la “multitud” (vista en una tradición larga), el “tumulto”, la idea de “margen” como estrategia para el ambientalismo o el cosmopolitismo como respuesta a la pregunta de por qué no podemos vivir todos juntos.

Más allá de cualquier utopía, las ideas matrices de la Revolución francesa (libertad, igualdad y fraternidad) determinaron no solamente a la izquierda. Toda la política debió moverse en el espacio definido por esas palabras: qué tipo de libertad, qué forma de igualdad, qué grado de fraternidad, para intentar que fueran posibles. Ninguna de ellas se ha agotado.

Capitalismo

En el prontuario del capitalismo, sus crímenes recientes son conocidos: cicatería en la seguridad social o los servicios públicos, junto a generosidad en la socialización de las pérdidas financieras; sueldos estancados, mientras la élite acumula riqueza y aprovecha de destruir el planeta; codicia empresarial y Estado ausente.

En Los talleres ocultos del capital, Nancy Fraser intenta comprender qué es y cómo funciona el capitalismo al atravesar una crisis general, no solamente económica, y contar con nuevos contradictores (o “gramáticas de lucha”): movimientos feministas, ecologistas, indigenistas. Partiendo desde “los dos Karl” (Marx y Polanyi) pretende una nueva comprensión de la sociedad capitalista y de sus “talleres ocultos”: los procesos discriminatorios en cuanto al género, las formas de dominio de la “racialización”, las diferencias de clase, las ambiciones imperiales y la depredación ecológica.

Igualmente crítico se mostró el antropólogo David Graeber (muerto en 2020, antes de cumplir los 60 años), quien unió la investigación con la militancia, en libros como Trabajos de mierda (2018), en que sostuvo que los avances tecnológicos habían llevado a las personas a trabajar más, no menos; o el más famoso, En deuda (2011), en que planteó una visión alternativa de la economía en un marco amplio (“los primeros 5.000 años”), así como la eliminación de las deudas, que son la mejor manera “de justificar relaciones basadas en la violencia, para hacerlas parecer éticas”.

Por su parte, Thomas Piketty, en El capital en el siglo XXI (2013), refresca un tema de Marx: la tendencia del capital a crecer sin medida, afirmado en una enorme cantidad de estadísticas. Sostiene que cuando la tasa de rendimiento del capital excede la tasa de crecimiento económico, se genera una desigualdad desbocada. Esta tendencia fue interrumpida por las Guerras Mundiales, la Gran Depresión y la socialdemocracia, pero a mediados de los 70 aumentó la desigualdad debido a la concentración de la riqueza. Tal acumulación puede frenarse con impuestos. En Capital e ideología (2019) postula impuestos de hasta un 90%, y también propone una “herencia universal” (parecida a la de Unger).

Mariana Mazzucato ha vindicado el rol del Estado, proponiendo su participación en la innovación y creación de riqueza, argumentando que el sector público pagó y asumió los riesgos de investigaciones innovadoras (como la internet), pero sin obtener la recompensa, acaparada por las empresas, según planteó en El Estado emprendedor (2013). Insiste en Misión economía (2021): una guía sobre las posibilidades estatales para enfrentar algunos de los grandes problemas actuales, desde la crisis climática hasta la salud. Apunta (como Unger) que se requiere el enfoque presupuestario de “cueste lo que cueste”, como si fueran tiempos de guerra.

Más allá de cualquier utopía, las ideas matrices de la Revolución francesa (libertad, igualdad y fraternidad) determinaron no solamente a la izquierda. Toda la política debió moverse en el espacio definido por esas palabras: qué tipo de libertad, qué forma de igualdad, qué grado de fraternidad, para intentar que fueran posibles. Ninguna de ellas se ha agotado. Tampoco el capitalismo, que se sintió vencedor total, para luego ser herido por la crisis de 2008. Pero no parece tan debilitado. Piketty plantea algo así como una exasperación de las políticas fiscales de la socialdemocracia, y lo que señala Mazzucato parece tender más a recomponer el capitalismo que acabar con él.

En Fragmentos de una antropología anarquista (2004), David Graeber señaló que cabe preguntarse cuál sería el tipo de teoría para quienes buscan que la gente sea libre para administrar sus propios asuntos. “Una teoría tal deberá partir de la hipótesis de que ‘otro mundo es posible’, como dice una canción popular brasileña; que instituciones como el Estado, el capitalismo, el racismo o el patriarcado, no son inevitables; que sería posible un mundo en que semejantes cosas no existieran y en el que, como resultado de ello, todos estaríamos mucho mejor”. Pero, agrega, comprometerse con este principio es casi un acto de fe, ya que podría suceder que un mundo así fuese imposible.

 

Imagen de portada: Copper brain (2021), de Juana Gómez.

 


The Global Left, Immanuel Wallerstein, Routledge, 2021, 100 páginas, US$ 42.95.


The Concept of the Social, Malcolm Bull, Verso, 2021, 356 páginas, US$ 26.95.


Los talleres ocultos del capital, Nancy Fraser (traducción de J. Mari y C. Piña), Traficantes de Sueños, 2020, 202 páginas, $25.400.


Locos, impostores y agitadores, Roger Scruton (traducción de G. Robert), Fundación para el Progreso, 2019, 542 páginas, $11.990.


Melancolía de izquierda, Enzo Traverso (traducción de H. Pons), FCE, 2018, 410 páginas, $16.900.


La deriva reaccionaria de la izquierda, Félix Ovejero, Página Indómita, 2018, 384 páginas, $31.600.


Hemisferio izquierda, Razmig Keucheyan (traducción de A. Bixio), Siglo XXI, 2013, 352 páginas, $32.400.


La alternativa de la izquierda, Roberto Mangabeira Unger (traducción de S. Villegas), FCE, 2010, 182 páginas, $9.500.

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