La autora argentina ha erigido una obra donde los muertos sin sepultura vuelven con insistencia, recordando así que el terror no solo es un género literario, es algo real, una herida abierta en nuestras sociedades. Pensar la realidad desde lo fantástico sería una forma de sumergirse en ese pasado violento y doloroso.
por Álvaro Matus I 26 Febrero 2021
Hay un efecto de la lectura que es maravilloso y, como todas las cosas maravillosas, es poco frecuente: se produce con aquellos libros cuyo tema o género no nos interesan, pero que muy de tarde en tarde les damos una oportunidad y, zas, nos atrapan y entonces constatamos dos verdades: que todo radica en cómo se escribe, es decir, en el estilo, el tono, la forma en que se plasma esa imaginación. Y luego, que a medida que pasa el tiempo creemos ser más libres, en circunstancias de que este tipo de experiencias muestra que, sin darnos cuenta, los prejuicios (o el gusto) empiezan a restringir la amplitud de mirada.
Leer a Mariana Enriquez produce este efecto; leerla es una experiencia.
De lo contrario, ¿cómo se explica el éxito de lectores y de crítica de una novela de 667 páginas (qué gentileza de su parte esa página de más) sobre una sociedad secreta, protagonizada por un hombre que se conecta con fuerzas sobrenaturales y cuya acción contempla sacrificios horrorosos, una casa encantada y una entidad gelatinosa y todopoderosa que se llama la Oscuridad?
Nuestra parte de noche, una obra ambiciosa y subyugante, totalmente a contracorriente de las modas, tiene todo eso y más, mucho más. Porque también es una novela sobre las relaciones filiales y el peso de la herencia; sobre la enfermedad y la angustia que se produce cuando los que están encargados de protegerte son frágiles; sobre el cuerpo o, mejor, sobre aquellos cuerpos que se ofrecen a una causa superior; sobre la disolución de las fronteras sexuales, y al final, aunque quizá esto sea más importante, Nuestra parte de noche es una novela sobre el Misterio.
Por eso es oscura, a la manera en que lo es la propia autora, adicta confesa al “vampirismo, el sexo entre hombres, la turbia belleza baudeleriana, la belleza injuriada de Rimbaud, la literatura fantástica y de horror, los subterráneos, los demonios, River Phoenix y Keanu Reeves, Lestat y Louis”.
Nacida en Buenos Aires en 1973, debutó a los 22 años con la novela Bajar es lo peor y se fogueó en la prensa cultural, cubriendo literatura, rock y algo de cine. Sus cuentos Los peligros de fumar en la cama y Las cosas que perdimos en el fuego, junto al libro de no ficción Alguien camina sobre tu tumba (recorrer cementerios es un imperdible cuando viaja), le permitieron ser reconocida en todo el continente. El año pasado apareció El otro lado, un compilado de reportajes, perfiles y columnas, una biografía indirecta que alcanza las 700 páginas: Mariana Enriquez, lo dice ella misma, no conoce la moderación.
Pero a veces el exceso se agradece. Este volumen refleja a una periodista extraordinaria y a una lectora original, que bebió del néctar de Mary Shelley, H. P. Lovecraft, Bram Stoker y Edgar Allan Poe, para combinarlo con dosis de la familia más sombría de la literatura latinoamericana (José Donoso, Silvina Ocampo, Onetti) y una batería de cultura pop que dignifica los maltratados años 90.
Los retratos de Enriquez poseen un equilibrio extraño: están construidos desde una mirada crítica, de ahí su profundidad de análisis, autoridad y coherencia interna. Al mismo tiempo, son los textos de una fan, de alguien que lo da todo por conseguir una entrada al recital de Manic Street Preachers o cuya voluntad (y bolsillo) sucumbe ante el merchandising de sus ídolos. La fuerza, el entusiasmo y belleza que irradian los textos que tratan de Nick Cave o Cormac McCarthy tienen algo de espejo: son una invitación a creadores que, como ella, trabajan con la violencia y lo incomprensible, seguros (y esta puede ser su única certeza) de que la vida es una suma de restas.
En una conferencia que dictó en la UDP el 2018, dijo que le molestaba que a los escritores se les pidieran opiniones sobre la sociedad, como si fueran más sensatos y originales que el resto de los mortales. “No suele ser así –dijo–, salvo para los escritores que, además, desean ser o son capaces de ser intelectuales públicos. Pero los escritores no suelen tener opiniones más inteligentes o pertinentes o particulares que las de cualquier otra persona. Y sin embargo se nos sienta en mesas a hablar de feminismo, escritura y política, el estado del mercado editorial y demás, todas cuestiones para las que no estamos formados ni informados. Yo decidí jamás volver a sentarme en una mesa sobre literatura femenina porque no quiero vivir en un gueto, aunque sea un gueto agradable”.
Enriquez es desenfadada, aunque no va por delante con el cartel de “políticamente incorrecta” ni pretende provocar cuando defiende la decisión de no tener hijos o el placer de comer carne. Solo se irrita ante la superioridad moral de quienes están seguros de ubicarse en el lado correcto: los que no entienden la melancolía de una tarde de verano porque hay niños explotados en China, los que sienten alergia ante el asfalto y abandonan la ciudad en busca del paraíso natural, los que se ríen de los turistas porque su modelo es el viajero (“sobrevalorado, irritante, falsamente sabio”), los que defienden a Dios y condenan a los que creen en fantasmas.
La propia Enriquez ha erigido una obra donde los muertos sin sepultura vuelven con insistencia, recordando así que el terror no solo es un género literario, es algo real, una herida abierta en nuestras sociedades. Pensar la realidad desde lo fantástico sería una forma de sumergirse en ese pasado violento y doloroso.
Ilustración: Daniela Gaule