Teju Cole, el testigo

Lo suyo no es el “arte por el arte”. Sus referencias a la fotografía, pintura o poesía tienen un trasfondo más político: son una manera indirecta de entrar en temas como la migración o la desigualdad económica.

por Álvaro Matus I 25 Julio 2019

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A los 17 años, Teju Cole llegó a la ciudad de Kala­mazoo, en Michigan, la misma en la que su padre había realizado a mediados de los 70 un máster en administración de empresas. Él, de hecho, nació en 1975 en Estados Unidos, pero creció en Lagos, Nigeria, entre golpes de Estado, corrupción, instituciones débiles y ajustes del Fondo Mone­tario Internacional. A su llegada lo sorprendió la discriminación racial, de la que en su país no era consciente. Al poco andar, desistió de estudiar medicina, un anhelo bastante extendido entre los jóvenes de clase media nigerianos, e ingresó a historia del arte. Allí, sin embargo, el formato de escritura académica, con sus introducciones esquemáti­cas, explicaciones metodológicas y referencias bibliográficas, lo empezó a asfixiar.

Entonces comenzó a escribir de una forma totalmente libre, como si la letra fuera un espejo del fluir de su mente y las oraciones forma­ran un camino sinuoso y envol­vente, con paradas y desvíos ines­perados, el mismo camino que ha recorrido al caminar.

Cole sorprendió el 2011 con su primera novela, Ciudad abierta, que entre otros galardones obtuvo el premio PEN/Hemingway. Con una influencia palpable de W. G. Sebald, el autor crea a un personaje muy parecido a él, un joven siquia­tra nigeriano que deambula por Nueva York y Bruselas. Recrea las conversaciones con quienes se topa en el metro, el bar o el museo, o a quienes visita expresamente, como un querido profesor que vive re­cluido en su departamento; aunque lo verdaderamente original son las anotaciones que va desgranando sobre lo que ve y la manera en que experiencias, en apariencia nimias, dialogan con el pasado de la ciudad, del país, de la cultura y, finalmente, con su propia biografía.

Si escapó al formato del paper, también logró esquivar el de la novela estándar. Ciudad abierta carece de estructura dramática –es anticlimática– y probablemente mucho de lo que cuenta ni siquie­ra sea ficción. Poco importa. Las vidas desplazadas con que el na­rrador se encuentra, la autoridad de su voz y el gusto por la soledad provocan que el efecto de lo real alcance su punto máximo.

El éxito que tuvo este libro cambió la vida de Cole, quien ha encontrado en Twitter una herramienta eficaz para intervenir en el debate público. Su segundo libro, Cada día es del ladrón, es una es­pecie de diario mitad real y mitad ficticio, sobre un médico que via­ja a Lagos después de 15 años vi­viendo en Nueva York. El libro, en realidad, es el resultado de un blog que Cole publicó cuando volvió al país donde creció, con la intención de comprender las raíces de la vio­lencia, la cultura del soborno y la tremenda inequidad.

Ciudad abierta carece de estructura dramática –es anticlimática– y probablemente mucho de lo que cuenta ni siquie­ra sea ficción. Poco importa. Las vidas desplazadas con que el na­rrador se encuentra, la autoridad de su voz y el gusto por la soledad provocan que el efecto de lo real alcance su punto máximo.

Ahora colabora en The New Yorker, The New Inquiry y The Atlantic, entre otros medios. Gran parte de ese material compone Cosas conocidas y extrañas, una buena puerta de en­trada para conocerlo. Sus lecturas de Naipaul, Dereck Walcott, Wole Soyinka y su adorado James Bald­win sumergen al lector no solo en la herencia aún latente del colonia­lismo y la discriminación racial, sino en aquello que está más allá –o más acá– del “fin de la historia”, y que es lo que sigue carcomien­do la vida social de África, Amé­rica y ahora también de Europa: la diferencia entre ricos y pobres. Sus ensayos, sean de fotografía, pintura, cine, literatura o enfoca­dos en un viaje, están llenos de apreciaciones acerca de las sutiles marcas de segregación: lo oscuro y lo claro, arriba y abajo, barrio malo y lugar seguro, privilegiados y marginados… en fin, todo lo cual se traduce finalmente en un gran nosotros y ellos.

Sus artículos siempre son políti­cos, a la manera en que lo eran los trabajos de Susan Sontag o John Berger. Su aproximación al arte y la cultura se debe a la firme con­vicción de que son las “imágenes indirectas” –la pintura y la poesía, en contraste con la recopilación frenética de información y la ma­nía por el registro instantáneo– las que mejor ayudan a comprender la realidad, es decir, las que agudizan los sentidos y nos conectan con nuestro yo más compasivo.

Una mañana de abril de 2011, Teju Cole despertó con una tela gris que le impedía ver por el ojo izquierdo. Tras someterse a varios exámenes, el oftalmólogo descu­brió que sufría una obstrucción de las venas de la retina –papilo­flebitis–, cuya causa se desconoce. “También se llama síndrome del punto ciego”, le dijo el médico, res­tándole dramatismo al tema.

Cole se sometió a una pequeña intervención láser, pero el punto ciego ha vuelto a aparecer otras veces y, quizá por eso, tituló su último libro como Blind spot. Es un conjunto de fotografías suyas acompañadas de textos breves sobre lugares tan disímiles como São Paulo, Beirut, Tivoli, Lagos, Selma y Zürich. A diferencia de la foto turística, aquí hay una mira­da descentrada y tranquila, que se concentra en la soledad, la belleza, el deterioro, la incomunicación, la paciencia, el misterio. Es un traba­jo casi sin personas –solo un niño del Congo parece mirar directo a la cámara–, que termina siendo pro­fundamente humano. Una vez más, Teju Cole revela su intenso interés por la vida, por los otros, y la dis­posición a ser un testigo atento a las epifanías cotidianas.

 

Ilustración: Daniela Gaule

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