La inteligencia, la sensibilidad y el carácter único de Ozick, serio y chispeante, mordaz y generoso, alcanza niveles superlativos en el ensayo, un género que para ella está amenazado por la actualidad, por el “Ahora”, y también por la superficialidad. Para Ozick, el ensayo se construye con lenguaje, personalidad y coraje, no con tesis que hay que demostrar ni con opiniones.
por Álvaro Matus I 24 Diciembre 2021
Cuando tenía 22 años y era todavía una escritora inédita, Cynthia Ozick (1928) decidió transformarse en Henry James. Vivía encerrada en una habitación empapelada de amarillo, leyendo como obsesa, y aunque había sido una sobresaliente alumna de literatura inglesa en la Universidad de Nueva York, abandonó el doctorado para dedicarse a crear la Gran Obra, una novela sagrada, sublime y fulgurante. En su ensayo “La lección del maestro” confiesa que si bien tenía claro que ella no era brillante y tampoco muy prolífica, “encarnaba la idea de James, pertenecía a su culto, era una adoradora de la literatura, que era mi único altar: como el Henry James calvo y entrado en años, yo era una sacerdotisa y aquel altar era mi vida entera”.
Basta imaginarse a esta mujer miope, que había crecido en una familia de inmigrantes judíos rusos en el Bronx, para comprender cuánto la irritaba, por esos años, la figura (y la influencia) de Susan Sontag. A mediados de los 60, Ozick mantenía una “guerra privada” con la autora de Contra la interpretación, aunque esta última, claro, nunca se enteró. Ozick responsabiliza a Sontag de contribuir a la disolución de las jerarquías al vincular a Patti Smith con Nietzsche o al sepultar la novela, en su forma más tradicional, en aras de estructuras experimentales, formas y lenguajes que dieran cuenta de la conciencia astillada del sujeto contemporáneo.
Ozick, que aún era Henry James, creía en los personajes, en las tramas y subtramas, en la tensión narrativa, en el realismo. Publicó su primera novela, Trust, recién a los 37 años. No pasó mucho, pero logró salir de ese limbo en que se encontraba justamente con una historia de 650 páginas que homenajea a su maestro.
Demoró casi dos décadas en sacar su segunda novela, Galaxia caníbal, quizás porque se concentró en la escritura de cuentos, género en el que se la considera una maestra indiscutida. “El chal” bien puede ser una de las cimas de la narrativa del siglo XX: nueve páginas donde tres mujeres (una madre, su hija y una sobrina), más una manta que abriga, consuela y alimenta, intentan conservar la vida en un campo de concentración. Nada es explícito y el horror posee la lógica de los relatos de Kafka: se lo describe como una verdad inapelable que cae sobre los cuerpos, sin espacio para la compasión ni el azar.
El relato es de 1980, y tres años después Ozick publicó una especie de complemento, “Rosa”, sobre la vida de la madre en Miami, una reflexión desquiciada (a lo Thomas Bernhard, trágica y cómica a la vez) acerca del odio como única pasión de los sobrevivientes.
La inteligencia, la sensibilidad y el carácter único de Ozick, serio y chispeante, mordaz y generoso, alcanza niveles superlativos en el ensayo, un género que para ella está amenazado por la actualidad, por el “Ahora”, y también por la superficialidad. Para Ozick, el ensayo se construye con lenguaje, personalidad y coraje, no con tesis que hay que demostrar ni con opiniones. Al igual que en Hazlitt, De Quincey y Stevenson, posee el estilo libre de una mente que zigzaguea en torno a un tema.
¿Y de qué habla?
De literatura, su altar, pero también de su época y de cómo se ha erosionado la idea de una cultura común. No teme parecer elitista. Cree en la distinción y en las jerarquías; busca y logra crear algo extraordinario: conmover con el intelecto.
A la hora de despejar confusiones no le tiembla el pulso: desdeña a quienes escriben a partir de sus desventajas biográficas, sospecha del afán de las nuevas generaciones por reinventar el arte, la irrita sobremanera la indiferencia ante una crítica seria y la influencia de un show como el de Oprah; le molesta que los papers se erijan como las sagradas escrituras de la academia, que evalúa los textos en función de si calzan o no con los valores progresistas. Es despiadada con Capote y los Beat, y puede escribir admirativamente sobre Saul Bellow, Sylvia Plath, W.H. Auden, Edmund Wilson, Lionel Trilling (su maestro) y James Wood.
Por cierto, Cynthia Ozick a sus 93 años ya no es Henry James. En algún momento de su trayectoria se dio cuenta de que ella tampoco había estado a salvo de errores y malentendidos. Ese ensayo, “La lección del maestro”, es una sentida confesión sobre el que fue quizá su mayor error de juventud: transformarse en Henry James. Creer a pie juntillas en que para crear una obra de arte hay que vivir de manera inmaculada, que el matrimonio y los hijos son una distracción (James habla de maldición) y que solo si la obra es grandiosa el esfuerzo adquiere sentido; todo ese discurso solemne y categórico que aparece en la novela La lección del maestro le costó, según sus propias palabras, la juventud. Sí, Ozick comulgó con ese credo que separa el arte de la vida, las pasiones de la creación, pero con el tiempo se dio cuenta de que la vida la alcanzaba, con sus angustias, enfermedades, penas y desilusiones. Y que la “Sublime Literatura” no la abrazaba nunca. De pronto, de esa constatación surge su inmensa ironía.
Para Ozick, al final, La lección del maestro no se trata del genio ni de la ambición, sino de los peligros que acarrea obnubilarse con la meta en vez de concentrarse en el camino.