Brunner y la ilusión socialdemócrata

por Carlos Ruiz Encina

por Carlos Ruiz Encina I 10 Agosto 2016

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La agudeza con que José Joaquín Brunner critica a la Nueva Mayoría en su último libro no es la misma con la que analiza el pasado concertacionista, del cual formó parte como ministro de Estado, señala el autor de este ensayo. Asimismo, el texto abre el debate en torno a la falta de mirada crítica de una socialdemocracia entregada a las libertades del mercado en grado extremo, a costa de la promoción de integración y asociatividad, a costa del robustecimiento de la sociedad civil.

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En su libro Nueva Mayoría: fin de una ilusión, José Joaquín Brunner ofrece una compilación de columnas y reflexiones, a ratos dispersas, pero guiadas por un hilo común: su aguda crítica a la Nueva Mayoría como intento de superación de la antigua Concertación. Pero no se trata solo de eso. Subyace también una lectura de la sociedad chilena que el autor busca erigir como guía para una articulación política que resuelva la “crisis de conducción” actual. De esta manera, la crítica propone su propia salida, en una línea que apela a una recuperación de la moderación y la responsabilidad (las citas a Weber cruzan todo el libro) contra la falacia de un cambio abrupto y refundacional, motejado de “ilusión”.

El libro arranca con un examen que acusa de superficial y frívolo el tratamiento que ha recibido el extendido y difuso malestar de la sociedad chilena. Culpar de todo a políticas presentadas como neoliberales –sugiere el autor–, contribuye a confundir malestares que están en distintos niveles: unos anidados en el bajo desempeño del Estado en la provisión de bienes públicos a través de sistemas mixtos; otros, de más largo aliento, ligados a la tensión entre democracia y capitalismo, y hasta con los dolores propios de la modernidad contemporánea.

Bajo esta confusión de niveles de malestar se ampara una formulación que –de modo altanero– Brunner considera simplista e infantil, y que pretende cambiarlo todo. La idea de “otro modelo” –el horizonte refundacional de la Nueva Mayoría–, que trazaría una polaridad entre un bloque “rupturista” y otro “reformista”; de este último, justo el que ha sido desplazado por el actual gobierno, es del que Brunner se siente parte.

Desde su experiencia como hombre de gobierno despliega una crítica a la gestión política del bloque rupturista. Una a una repasa sus iniciativas, en cuyo ánimo refundacional descubre el mismo hálito de la vieja Concertación, y hasta las mismas dificultades que los gobiernos previos debieron sortear. La diferencia estribaría en la relación inversa entre maximalismos y discursos “pseudo-revolucionarios” respecto de la abrumadora incapacidad política y técnica para llevarlos a cabo, ni siquiera en un sentido de continuidad con el pasado concertacionista. Lo que sobra en expectativas, falta en capacidad política.

Tal incapacidad redunda en una crisis de conducción del poder en la sociedad. Pero Brunner es cauto. No se trataría de una crisis sistémica ni social. El autor recuerda que el orden social continúa intacto y que a pesar de su mal momento, la política no ha sido superada ni rebasada. Pone límites a las cosas: la incapacidad del Gobierno amplifica el decaimiento general de la legitimidad de las élites, y en lugar de resolver este asunto –como prometía– lo empeora. Esta crítica llega al grado de que, si es menester encontrar una causa del difuso malestar actual, habría que apuntar al propio Gobierno y a la sensación de ir hacia ninguna parte.

El absurdo estaría en que la idea de una sociedad sin élites –que atribuye al ideario de la Nueva Mayoría– solo hace que la propia élite que sostiene tales banderas no pueda actuar como tal, y se anule en su capacidad y responsabilidad de conducción de la sociedad.

Para Brunner, este espíritu refundacional no es más que una ilusión que atribuye a una izquierda anticuada. El autor aboga, en cambio, por una restauración que retome las riendas y prosiga el proyecto socialdemócrata de articulación entre democracia y capitalismo.

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Sin embargo, la misma agudeza con la que el autor escruta al Gobierno actual no le alcanza para analizar la magnitud de las restricciones que la transición a la democracia ha impuesto, por más de dos décadas y media, sobre el desempeño de la política y la administración estatal. Resulta muy difícil creer que la incapacidad gubernamental actual sea responsable de todo el descrédito de la política y su marcado desajuste con una sociedad transformada. Esta es una desidentificación con la política que ningún demócrata genuino puede intentar simplificar, para sacar ventajas menores. Lo que se echa de menos en los planteamientos de Brunner es la responsabilidad democrática. Su metáfora de la “ilusión” debería alcanzar para explorar el propio carácter socialdemócrata del proceso político previo.

Para soslayar el problema diagnosticado –la ironía de un modelo neoliberal extremo y su ropaje socialdemócrata–, Brunner recurre, sin novedad, a viejos lugares comunes, intentando equiparar los conflictos de la sociedad chilena (sus déficits de derechos, el sometimiento al mercado en todo orden de la vida, sus déficits de socialización) con los problemas generales de la modernidad. La conocida frase de Marx, “todo lo sólido se desvanece en el aire”, que alude al constante cambio que acarrea el capitalismo y la modernización, se utiliza para naturalizar conflictos particulares del caso chileno. Sin embargo, lejos de una hipermodernización, nuestros problemas apuntan a modos de acumulación poco asociables a los problemas a los que apuntaban Schumpeter o el propio Weber. Incluso más: el rentismo empresarial y el “cierre social” de las prácticas estamentales de nuestras élites, asentadas en la aguda privatización de las condiciones de vida y su orgánica relación con una política que ha preferido conservar las restricciones democráticas heredadas del autoritarismo, parecen no hablar tanto de un progresismo socialdemócrata, sino de un antitético progresismo neoliberal. La propia educación mercantilizada en grado sumo –un ámbito en el que Brunner ha hecho escuela–, poco se parece a una educación socialdemócrata y, más bien, impulsa una educación neoliberal que lucra hasta el límite del riesgo político democrático, con las aspiraciones de inclusión y ascenso social. Es, más bien, la irresponsabilidad de la ideología.

De ahí que el libro evite, por ejemplo en el caso educacional, referir la historia del Crédito con Aval del Estado, y cómo tal política estatal abocada a ahorrar recursos públicos termina en una hemorragia fiscal con destino en la banca privada. Aquella situación y sus malestares –y tantos otros–, incluyendo aquellas en las que el mismo autor fue protagonista, no caben como arquetipos de la modernidad. Acaso sea exactamente lo contrario.

Lo mismo ocurre con su reflexión sobre la política, reducida al control y la “gobernanza”: toda acción política, afirma Brunner, está orientada a reproducir el control y la buena política es la que lo hace más eficaz. Pero esta no es una reflexión sobre un país abstracto, de manera que lo que asoma en estas palabras es una concepción de la política que se limita a la reproducción de los cerrojos de la transición y a esa gobernanza histórica. Quizá es por eso que cuando se habla de élite no se señalan grupos ni sectores sociales a los que tal élite representa, de modo que estas élites naturales y modernas parecen no tener anclaje en tal o cual parte de la sociedad. ¿Son élites de toda la sociedad? ¿O de qué sector o grupo de interés? Preguntas que cruzan la obra de Wright Mills, que acá se cita, obviando su sentido original.

No se debe olvidar que la lucha política es siempre una lucha por definir la concepción predominante de lo que se entiende por política. Ya lo advertía Lechner en los albores de la transición, anotando unas desoídas preocupaciones por las consecuencias socioculturales de las restricciones de la política democrática. Otras advertencias de esa misma época y de tono socialdemócrata, como las de Enzo Faletto, apuntaban a una “modernización” del Estado, que ya en esos años asomaba como una proyección del ideario neoliberal heredado. Hoy estas cuestiones no son diferentes, sino acaso más agudas. Pero ni Lechner ni Faletto han tenido cabida en este curioso desplante “socialdemócrata” que imperó en la nueva democracia, y al que hoy Brunner nos invita a regresar, retroexcavando a la Nueva Mayoría en nombre de la moderación.

¿A qué socialdemocracia se apela aquí? ¿Aquella abocada a la conciliación de capitalismo y democracia, propia de un Bernstein o un Kautsky, hoy indistinguibles en la trayectoria privatizadora y mercantilizante de la Concertación? El vacío de la discusión propuesta es mayor aún. Hace mucho que se advierten ciertas obsolescencias de estos y otros idearios. Camus lo señalaba ya a mediados del siglo pasado, con una singular elocuencia: “Esas ideologías (socialismo y capitalismo), nacidas hace un siglo, en un tiempo de máquinas de vapor y de complaciente optimismo científico, están hoy anticuadas; en su forma presente son incapaces de abordar los problemas de una época de átomos y relatividad”. En mayor medida aún, hoy el capitalismo es otra cosa. ¿Cómo ser “socialdemócrata”, entonces, en tiempos neoliberales extremos? Brunner no se hace cargo de tal dilema. La actual mercantilización extrema de la vida cotidiana socava la soberanía del individuo sobre su propia vida, y lo hace ¡en nombre de la libertad!, de un “régimen de responsabilidad individual” amparado en la supresión de derechos sociales y de la vieja promoción de integración y asociatividad. Es, pues, el ya anotado declive del hombre público, del que Brunner prefiere no hacerse cargo, en aras de una ensimismada política de élites. ¿Qué “socialdemocracia” promueve eso? La idea socialdemócrata a la que apela Brunner espantaría a Judt, como antes espantó a Lechner y Faletto, quienes advirtieron tempranamente estos problemas. Retornar al pasado inmediato sin revisión alguna es el regreso a la tentación –imposible– de una política sin sociedad. Un sueño elitario. Una ilusión. En política, recuerda Aron, “no es algún principio general lo que decide estos asuntos, sino más bien los valores acordados por la comunidad”. Un consenso social a cuya construcción democrática Brunner se resiste, en su evocación a la cerrada política de los tiempos de la transición, aquella herencia autoritaria.

“Ni Lechner ni Faletto han tenido cabida en este curioso desplante ‘socialdemócrata’ que imperó en la nueva democracia, y al que hoy Brunner nos invita a regresar, retroexcavando a la Nueva Mayoría en nombre de la moderación”.

Aunque el autor lo intente, aquí no hay estrategia alguna ante los problemas del presente. Tal como ocurre con buena parte de la intelectualidad que el propio Brunner critica duramente en estas páginas, su examen de las cosas no pretende comprenderlas ni cambiarlas, sino meramente denunciarlas, abdicando de la responsabilidad invocada.

La negación de la política como deliberación ciudadana, su funcionalización como control y gobernanza, la difuminación de los conflictos y malestares actuales en los problemas genéricos de la modernidad, terminan trayendo más opacidad que luz sobre los antecedentes de la “ilusión” de la Nueva Mayoría. La corrosión de la voluntad democrática y de la vocación por la integración social subyacen a un neoliberalismo avanzado que, criticado por voces de disímiles colores y latitudes, porfía hasta lo absurdo en vestirse de socialdemócrata. Hay, entonces, una doble quimera: una ilusión de socialdemocracia que, por su lado, acusa a una ilusión “rupturista”. De esta manera, pareciera que los ropajes de la moderación solo buscan esconder una trayectoria política de extremos, cambiantes por cierto, pero entregada a la libertad… a la libertad del mercado.

Aquí se podría aventurar que un diálogo más intenso con Weber habría obligado a repensar los efectos que este extremismo ha tenido. Pero el peso de la ilusión es más fuerte.

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