Aunque existía abundante evidencia respecto de la precariedad que afecta a las personas, la magnitud de la crisis social no estaba en el radar de nadie. Es evidente que hoy no existe una receta única que resuelva la tríada entre una protección social efectiva, economía exitosa y cuidado del medioambiente que asegure las condiciones para que las próximas generaciones vivan en una sociedad justa, inclusiva y ambientalmente sustentable. Hay medidas que requieren días, otras meses y algunas tomarán años. Y quizá la de mayor aliento sea recuperar la confianza perdida en las instituciones.
por Marcela Ríos I 20 Enero 2020
Las voces de millones de mujeres y hombres a lo largo de Chile han sido elocuentes durante los últimos meses; hablan de desigualdad, inseguridades y miedos, expresan sentimientos de frustración y dan cuenta de experiencias de maltrato y abuso. Pero también hablan de esperanza, demandas, propuestas y expectativas. La masividad y creatividad, pero también la violencia ocurrida durante este estallido social –sin precedentes desde el retorno de la democracia– ha sorprendido a la institucionalidad política y al mundo.
Esta sorpresa no se da porque no existiera evidencia respecto de las precariedades que enfrentan las personas. La hay, y mucha, desde hace años. Sin embargo, hasta ahora nada permitía predecir que aquello que alguna vez el PNUD diagnosticó como un malestar difuso (Informe sobre Desarrollo Humano 1998) y que se transformaría con el correr de los años en un malestar activo (IDH 2015), daría paso a diversas expresiones de acción colectiva como las observadas a lo largo del país en los últimos meses. Mucho menos se podía prever cuándo ocurriría. Octubre de 2019 marcará un antes y un después para la democracia chilena.
En una publicación de 2017, Desiguales, mostramos* que Chile se ha caracterizado históricamente por una alta desigualdad y concentración de ingresos, y que además existen otras desigualdades que son fundamentales para comprender lo que ocurre hoy: en 2016, por ejemplo, un 41% de las personas declaraba haber recibido malos tratos durante el último año. Un 46% creía que el maltrato recibido se debía a su clase social. Un 41% de las mujeres creía que se debía al hecho de ser mujer. Además del trato, se mostraba que las desigualdades que más molestan son aquellas que se dan en salud y educación: casi un 70% de la población consideraba que es injusto que quienes pueden pagar más tengan acceso a mejores servicios en estas áreas.
Por otra parte, durante las últimas décadas la percepción subjetiva de seguridad frente a amenazas como la pérdida del trabajo, problemas de salud, la delincuencia o la pérdida de ingresos en la vejez, no ha mejorado al mismo ritmo que el bienestar material o la reducción de la pobreza. Si bien Chile ha avanzado en variables clave del desarrollo en el último cuarto de siglo, el país no ha logrado hacerse cargo de la sensación de vulnerabilidad. El descontento de las personas no es solo por los bienes y servicios a los que no pueden acceder, sino también por la forma en que son tratados y las inseguridades que genera un sistema de previsión social donde la calidad del servicio depende del lugar en la estructura socioeconómica y no de la condición de ciudadanía.
Las causas del descontento social no se encuentran únicamente en las condiciones materiales o subjetivas de la desigualdad. Están, además, íntimamente ligadas a la evaluación de las instituciones políticas. Nuestra serie de encuestas (2008–2018) y estudios de Auditoría a la Democracia (2014), revelan una baja sostenida en la confianza en todas las instituciones y una evaluación negativa del funcionamiento del sistema político. En efecto, tres de cada cuatro personas declaraban en 2018 no confiar en ninguna de las cuatro instituciones que dan sustento al régimen democrático: Gobierno, partidos políticos, Congreso y tribunales de justicia.
Los datos muestran, y así lo han confirmado las movilizaciones, que esta desconfianza poco tiene que ver con la tesis de la “apatía”, que se enarboló durante la década de los 90. Las personas sí tienen interés por lo público, pero se observa que se ha venido produciendo un proceso de politización desarticulado o fragmentado: no todos los sectores se movilizan por lo mismo o de una sola manera. De hecho, hoy hay más participación en actividades políticas que hace una década, pero aumentan quienes no se identifican con partidos políticos (74%) o con una posición en el eje izquierda–derecha (55%). Por otra parte, crece la participación en manifestaciones en el espacio público o a través de las redes sociales, aumentando la aceptación de distintas formas de expresión política, incluyendo las de carácter disruptivo, mientras disminuye la participación electoral (de un 87% de la población en edad de votar en la elección de 1989, a un 53% en la de 2017). Es decir, no solo más personas tienen cosas que decir sobre los asuntos públicos, sino que más personas se expresan a través de distintos tipos de acciones políticas; la mayoría en espacios extrainstitucionales.
El panorama actual es incierto. No se observa una salida clara. La violencia desatada no proviene de una sola fuente ni tiene una explicación única. La baja en la confianza en las instituciones se extiende a las instituciones económicas, fuerzas del orden y eclesiales. Las élites en su conjunto se ven desafiadas por un movimiento que no tiene interlocutores evidentes ni un solo petitorio de demandas. La ruptura entre ciudadanía y élites se puede haber exacerbado durante estas manifestaciones, impactando a su vez la propia legitimidad del orden democrático.
El Chile del mañana tendrá que necesariamente enfrentarse a tres preguntas: ¿Cómo encontrar un diálogo y acuerdos? ¿Qué modelo de desarrollo se requiere para lograr sostenibilidad social, económica y ambiental? ¿Cuánto tiempo demorará el país en alcanzar los cambios requeridos para disminuir la sensación de injusticia, abuso e inseguridad?
La primera pregunta requiere que todos los grupos sociales y políticos estén dispuestos a dialogar y consideren todas las alternativas disponibles. La experiencia internacional ofrece diversas alternativas de democracia directa –plebiscitos y referéndums–, así como mecanismos de reforma constitucional (ver informe del PNUD: Mecanismos de Cambio Constitucional en el Mundo). No obstante, esto no puede hacerse a costa de grupos que se sientan excluidos del proceso. Cualquier solución, para ser legítima, debe aunar más que alejar posiciones y, sobre todo, incluir decididamente a la ciudadanía.
La segunda pregunta es más compleja. No existe una solución única en el mundo que resuelva adecuadamente la tríada entre una protección social efectiva, economía exitosa y cuidado del medioambiente, que asegure las condiciones para que las próximas generaciones vivan en una sociedad justa, inclusiva y ambientalmente sustentable. Ciertos modelos de protección social tienen como base economías muy diferentes a la chilena, y cambiar la estructura productiva de un país no se hace de la noche a la mañana, ni menos por decreto. Será necesario repensar las reglas fiscales y los mecanismos de redistribución. En ese proceso, se debe incluir tanto a empresas como a trabajadores, para que sean partícipes de las soluciones. Una sociedad más justa debe conjugar crecimiento con trabajos y sueldos dignos, sin abandonar como horizonte normativo la igualdad de género y territorial. Esto incluye repensar las actividades productivas en las denominadas zonas de sacrificio y la experiencia de injusticia de las personas que viven en ellas.
Es urgente debatir sobre los tiempos requeridos para alcanzar los cambios demandados. El estallido social exige cambios inmediatos, pero no todas las soluciones son factibles de implementar en el corto plazo. Hay medidas de políticas públicas que requieren días, otras meses y algunas años. Aumentar la pensión solidaria puede tomar algunas semanas, una asamblea constituyente un par de años, recuperar la confianza perdida en las instituciones o tratarnos dignamente unos a otros probablemente requiere un horizonte de largo plazo. En cualquier caso, una función básica de la política es ofrecer un marco temporal donde se establece el ritmo de los cambios, asegurando el respeto de los derechos humanos. La sociedad ya está politizada, ahora es necesario que las instituciones políticas muestren salidas, con horizontes realistas y que asuman que Chile cambió.
* La autora forma parte del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo en Chile (PNUD), junto con Matías Cociña, Sebastián Madrid, Maya Zilveti y Raimundo Frei.
Imagen de portada: Juan Cristóbal Lara.