El colapso final de la Constitución de Pinochet

En menos de cuatro semanas, el pilar central erigido por el régimen militar para blindar el modelo económico terminó por caer. Restricciones a la sindicalización, prohibición de un sistema de reparto para pensiones y el ejercicio de un Tribunal Constitucional que opera como una “tercera” cámara legislativa –y no elegida por votación popular– son algunos de los amarres que a partir de ahora podrán ser discutidos en un proceso que comenzó la madrugada del viernes 15 de noviembre. Aunque todavía queda mucho paño que cortar, será la primera vez en la historia de Chile que una Carta Fundamental sea elaborada democráticamente.

por Javier Couso I 16 Enero 2020

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A fines de octubre del 2019, el país fue sacudido por las manifestaciones más masivas –y más violentas– de los últimos 30 años. Si bien el detonante fue una alza en las tarifas del Metro de Santiago, a los pocos días las demandas de quienes protestaban se dirigieron contra distintos aspectos del modelo económico (el sistema de pensiones, de salud, de educación) y, finalmente, incluyeron la exigencia de una nueva Constitución.

Considerando que en los últimos tiempos los estallidos sociales han sido más o menos frecuentes en lugares tan diferentes como París, Beirut y Hong-Kong (sin que en ninguno de ellos la protesta se refiriera al cambio del orden constitucional), llama la atención que en Chile las manifestaciones de descontento hayan incluido este elemento algo abstracto para el ciudadano medio. Más allá de los factores que motivaron esto último, el hecho es que la demanda por una nueva Constitución se tornó tan estridente, que el propio Presidente de la República sintió la necesidad de referirse públicamente a ella semanas después de iniciada la movilización social, cuando declaró –con cierta exasperación– que “en los países civilizados se discute dentro del marco de la Constitución; en los países inestables, se discute permanentemente sobre la Constitución”.

Contrastando con la sorpresa que reflejaban los dichos de Sebastián Piñera, para buena parte de los constitucionalistas la exigencia de una nueva Carta Fundamental era algo esperable, ya que muchos veníamos insistiendo desde hace más de una década que la Constitución de 1980 no solo exhibe serios problemas de legitimidad de origen –habiendo sido impuesta por la única dictadura criminal de la historia del país–, sino que, especialmente, porque en los últimos años el orden constitucional demostró ser un obstáculo para introducir cambios significativos a la radical variante de economía neoliberal que exhibe Chile.

El rol de la carta de 1980 como mecanismo de protección del modelo económico fue parte de un diseño introducido por el régimen militar para evitar que el retorno a la democracia se tradujera en un desmantelamiento del mismo. Como lo reconoció Jaime Guzmán en su artículo “El camino político”, publicado en el año 1979 por la revista Realidad, la aspiración de la Constitución era que “si llegan a gobernar los adversarios, se vean constreñidos a seguir una acción no tan distinta a la que uno mismo anhelaría, porque –valga la metáfora– el margen de alternativas que la cancha imponga de hecho a quienes juegan en ella, sea lo suficientemente reducido para hacer extremadamente difícil lo contrario”.

Es difícil encontrar una “confesión” más sincera respecto del objetivo de la Carta Fundamental introducida por la dictadura. En efecto, en lugar de representar un marco relativamente neutral para que el “juego” de la política democrática se desenvuelva libre y ordenadamente, Guzmán reconoció en ese escrito que el sentido de la Constitución de 1980 era servir de dique de contención ante el eventual triunfo político de sus adversarios.

Antes del estallido social, el Gobierno anunció que solicitaría al TC la declaración de inconstitucionalidad de 17 proyectos de ley en trámite, incluidos el de tutela laboral, nulidad de la Ley de Pesca y el proyecto que buscaba reducir la jornada laboral a 40 horas.

La forma en que el orden constitucional autoritario buscó cumplir con el objetivo señalado fue, por una parte, mediante la incorporación de una serie de cláusulas que constitucionalizaron aspectos clave del modelo. Así, por ejemplo, el artículo 19, número 16, establece que “la negociación colectiva con la empresa en que laboren es un derecho de los trabajadores”, declaración que, a contrario sensu, desconoce el derecho de los trabajadores a negociar “por rama de actividad”, esto es, entre varias organizaciones sindicales y varios empleadores de un mismo rubro, práctica habitual en países como Alemania, los Países Bajos o Uruguay. De esta forma, la cláusula aludida constitucionaliza un aspecto crucial del denominado Plan Laboral que ideó el entonces ministro del régimen militar, José Piñera. En el mismo ámbito, otro pasaje del referido artículo 19, número 16, niega el derecho a huelga de los funcionarios públicos (“No podrán declararse en huelga los funcionarios del Estado ni de las municipalidades”), algo inusitado en la mayor parte de las democracias contemporáneas, y que ha obligado a los trabajadores del sector público a recurrir al expediente de la huelga ilegal (con todos los problemas que ello les acarrea).

Pasando a la regulación del derecho a la seguridad social –también un aspecto central del modelo económico establecido durante el régimen militar–, la carta de 1980 constitucionaliza las administradoras privadas de fondos de pensiones (AFP), de modo que una completa eliminación de la administración privada de fondos de pensiones, a la manera de los sistemas de reparto que existen en varios países de la OCDE, sería inconstitucional.

Otro aspecto del modelo socioeconómico impuesto por el régimen autoritario es el de los seguros privados de salud (Isapres). En efecto, considerando que el artículo 19, número 9, reconoce a las personas “el derecho a elegir el sistema de salud al que desee acogerse, sea este estatal o privado”, una ley que eliminara las Isapres de nuestro ordenamiento y optara, por ejemplo, por el sistema nacional de salud que exhibe el Reino Unido, sería inconstitucional, ya que colisionaría contra el derecho de las personas a elegir entre un sistema público o privado de salud.

En adición a las normas de la Carta Fundamental que constitucionalizan partes del modelo neoliberal, el Tribunal Constitucional (TC), mediante una jurisprudencia activista, ha desplegado un importante rol de protección del modelo a través de la declaración de inconstitucionalidad de una serie de proyectos de ley aprobados por el Congreso Nacional que buscaban morigerar ciertos aspectos del modelo. Esta jurisprudencia es la que ha llevado a algunos autores a denominar a dicho tribunal como una “tercera cámara” legislativa, no elegida por sufragio universal. Entre otros, cabe mencionar la decisión número 3.016 del TC, que en el 2016 declaró inconstitucional el proyecto de ley que introducía la llamada “titularidad sindical”, con el objeto de incentivar la sindicalización en la fuerza laboral chilena. Otro caso paradigmático es la decisión número 4.012 del mismo Tribunal Constitucional, que en el 2018 declaró inconstitucional el corazón de un proyecto que fortalecía las facultades normativas, fiscalizadoras y sancionatorias del Servicio Nacional del Consumidor (Sernac). Finalmente, cabe destacar la sentencia número 3.312 del TC, que declaró inconstitucional una norma de un proyecto aprobado por el Congreso en el 2018, que prohibía a los controladores de universidades privadas perseguir fines de lucro.

Es, por supuesto, imposible incluir en un ensayo de esta naturaleza todos los proyectos de ley que, habiendo sido aprobados por el Congreso, fueron luego declarados contrarios a la Constitución por el Tribunal Constitucional. Dicho esto, es bueno recordar que –solo unas semanas antes del estallido social, en septiembre pasado–, el asesor constitucional del Presidente Piñera, Gastón Gómez, anunció por la prensa que el Gobierno solicitaría al TC la declaración de inconstitucionalidad de 17 proyectos de ley en trámite, incluidos el de tutela laboral, el de nulidad de la Ley de Pesca y el proyecto que buscaba reducir la jornada laboral a 40 horas. Sobre este último, aún después de las masivas y persistentes protestas, el Presidente de la República insistió en su –supuesta– inconstitucionalidad, agregando una frase que, irónicamente, reforzó la noción de que existía un nexo entre demandas ciudadanas y el orden constitucional vigente: “Tenemos que respetar la Constitución”.

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En los días siguientes al estallido social, no bien aparecieron las primeras voces planteando la necesidad de reactivar el proceso dirigido a introducir una nueva Constitución, para contribuir a descomprimir un factor relevante de la crisis social que afecta al país, importantes actores políticos y gremiales cercanos a la derecha, así como algunos intelectuales conservadores, comenzaron a plantear fuertes objeciones a la sola idea de una nueva Constitución.

Hubo quienes arguyeron que, dada la convulsión social que experimenta el país, no era el momento oportuno para embarcarse en un proceso constituyente –argumento que contrasta severamente con el que se ofrecía cuando (en el 2014) la Presidenta Bachelet propuso lo mismo, esto es, que dado que no existía crisis en el país, no se entendía para qué cambiar la Carta Fundamental.

En efecto, mientras algunos plantearon que un cambio del orden constitucional distraía de las “verdaderas” demandas sociales de las personas, otros enfatizaron que la propia noción de una nueva Constitución representaba una suerte de fetichismo. También hubo quienes arguyeron que, dada la convulsión social que experimenta el país, no era el momento oportuno para embarcarse en un proceso constituyente –argumento que contrasta severamente con el que se ofrecía cuando (en el 2014) la Presidenta Bachelet propuso lo mismo, esto es, que dado que no existía crisis en el país, no se entendía para qué cambiar la Carta Fundamental.

Otra línea argumental sostuvo que, dado que la administración Piñera fue elegida hace solo dos años –con un programa que no incluía una nueva Constitución–, exigirle que se embarcara en esa dirección atentaba contra la propia institucionalidad democrática, argumento que omitía recordar que en esos mismos comicios los electores eligieron a partidarios de una nueva Carta Fundamental para que controlaran el Congreso Nacional y, lo que es más importante, que cuando Bachelet ganó las elecciones presidenciales (en el 2013) con un programa que incluía prominentemente el introducir una nueva Constitución, los partidos de la derecha –que estaban en minoría en el Congreso– bloquearon el camino para que ella cumpliera con esa parte de su mandato.

Finalmente estaban los que apuntaban al hecho de que, como la Constitución ha recibido tantas reformas en los últimos 30 años, sería en efecto una carta muy distinta a la introducida por la dictadura, subrayando que, a propósito de una de esas reformas, el expresidente Ricardo Lagos llegó incluso a hablar de la “Constitución de 2005”, línea argumental que ocultaba que, si bien es efectivo que la carta de 1980 ha recibido numerosas reformas, todas y cada una de ellas representaron graciosas concesiones de los herederos políticos del régimen militar (la UDI y Renovación Nacional), partidos que fueron sumamente cuidadosos en preservar los mecanismos que aseguraban que el modelo económico no fuera significativamente alterado.

Más allá de los argumentos a favor (o en contra) de iniciar un proceso de cambio constitucional, al cumplirse tres semanas del estallido social Piñera finalmente se allanó a iniciar un proceso constituyente. Luego de que solo unos días antes había insistido ante la prensa nacional y extranjera en la tradicional estrategia de la derecha de realizar reformas constitucionales puntuales y sucesivas a la Carta Fundamental, el Presidente finalmente “capituló”, dando paso a una rápida sucesión de eventos, que culminaron en una maratónica jornada de negociaciones en que un amplio arco de partidos políticos (desde la UDI hasta sectores del Frente Amplio) acordaron avanzar hacia una nueva Constitución. El acuerdo, que fue transmitido en vivo por la televisión abierta (mostrando a un grupo transversal de parlamentarios enfrascados en la más dramática sesión de que se tenga memoria), se materializó en una declaración que inauguró un proceso constituyente cuyo hito inicial tendrá lugar en abril, con un plebiscito en que se consultará a la ciudadanía si quiere (o no) una nueva Carta Fundamental y, también, si opta por una Convención Constitucional enteramente elegida para elaborar una nueva carta, o bien una Convención Mixta Constitucional, integrada en partes iguales por miembros del actual Congreso y representantes elegidos al efecto.

Si bien el anuncio de proceso constituyente no se ha traducido, al momento de redactar este ensayo, en el fin de la agitación social –y nada indica que será suficiente por sí solo para provocarlo–, la Constitución de 1980 parece destinada a desaparecer. Solo el tiempo dirá cuándo y cómo –en los últimos meses hemos aprendido que todo es más incierto en la arena política–, pero cuando ocurra estaremos, por primera vez en la historia de Chile, ante una Carta Fundamental elaborada democráticamente. Algo impensado antes de octubre.

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