El reciente ganador del Premio Nacional de Historia muestra en este ensayo la manera persistente en que el Estado comenzó a erosionarse desde 1973 hasta nuestros días, pero advierte que cuando llegó el coronavirus, en marzo de este año, cundió la sensación de que, después de todo, el Estado era necesario. La “simpatía” de la que hablaba Adam Smith pareció por momentos superar la ira, y las protestas se apaciguaron. En esa simpatía –sugiere Jaksic– podría estar la base para una construcción de una convivencia donde lo individual no esté reñido con lo colectivo, ni lo económico con lo político, ni la mera aceptación con el respeto. Pero para ello es fundamental redefinir el rol del Estado y robustecer la democracia representativa.
por Iván Jaksić I 28 Diciembre 2020
La intensidad de los sucesos de octubre de 2019 impactó al mundo. Contrario a la benigna perspectiva internacional respecto de nuestro país como “modelo”, aquello que comenzó pacíficamente derivó en una ola de inusitada violencia. El aspecto pacífico, y masivo, estaba relacionado con ciertas demandas sociales, como el acceso a la salud, la calidad de la educación, salarios y pensiones dignas. Pero la destrucción del espacio público que acompañó a estas manifestaciones generó una situación de caos en las principales ciudades del país, especialmente en Santiago. El gobierno intentó neutralizar la situación mediante algunas concesiones, las que incluían un plebiscito para decidir si se aprobaba cambiar la actual Constitución. La violencia no amainó. Incluso más, derivó en un desplome de la economía y en una sensación generalizada de malestar e incertidumbre. Además –y aquí entro al tema que anima este ensayo–, surgieron serias preguntas sobre el rol del Estado. Se instaló con fuerza la idea de que el Estado debía asumir la tarea de encontrar un nuevo equilibrio entre su papel social y la dirección del actual, la del modelo de economía de mercado. La pregunta que quedó instalada es cuál será su rol en el futuro, especialmente después de la experiencia, aún en curso, de la pandemia de covid-19 y del cambio constitucional que enfrentamos.
Tal como en otras partes de América Latina, el Estado fue anterior a la nación. El colapso del imperio español en América a comienzos del siglo XIX derivó en la fragmentación de los antiguos virreinatos y capitanías, lo que significó que las nuevas configuraciones territoriales carecían de los recursos para reemplazar a la antigua administración colonial. La ideología republicana-liberal que encarnó en una nueva institucionalidad, se manifestó paradójicamente en una enorme expansión del Estado. Los países del hemisferio hicieron caso omiso de aquella tradición liberal de un Estado minimalista, e introdujeron, o intentaron implementar, políticas intervencionistas en todas las áreas del quehacer –ahora, post independencias– nacional.
Si bien Chile fue un caso moderado en este contexto, el sistema educacional, la infraestructura vial y marítima, y los sistemas de seguridad social fueron establecidos bajo la tutela del Estado. Este es un patrón que recibió un fuerte impulso en el siglo XX, sobre todo cuando el país se embarcó en un programa de industrialización sustitutiva que exigió enormes recursos para sostener políticas públicas, incluyendo subsidios para que los salarios del sector industrial resultaran suficientemente atractivos. Aun así, el período se caracterizó por las protestas de los trabajadores, la polarización política (exacerbada por la Guerra Fría), una inflación endémica y la confiscación tanto de las propiedades rurales como de la gran minería. Todo esto, ya lo sabemos, desembocó en la tragedia de 1973. Era la culminación, o el agotamiento, de una era de expansión estatal.
El régimen de Augusto Pinochet no revirtió el intervencionismo, muy por el contrario, pero sí redujo el papel del Estado en la economía mediante la reducción de los empleos públicos y la privatización en áreas como la educación, la salud y el sistema de pensiones. También fomentó una ideología neoliberal que privilegiaba el individualismo y el predominio de las leyes del mercado. La Constitución de 1980 fue el producto de un cambio que buscaba eliminar la política como factor de la acción colectiva e imponer un nuevo ordenamiento institucional, con proyecciones más allá de la vida misma de la dictadura. De hecho, la coalición que triunfó en el plebiscito de 1988, y que gobernó exitosamente por 20 años, tuvo que hacerlo dentro de los parámetros establecidos por una transición pactada. Y fue exitosa, porque lo hizo gradualmente, mediante reformas, aunque quizás demasiado lentas para satisfacer las nuevas demandas de una generación que no conoció los costos, o los conoció de segunda mano, de la pérdida y la recuperación de la democracia.
Los acuerdos forjados durante la transición dejaron poco espacio para una democratización profunda, debido a la gravitante presencia de las Fuerzas Armadas y de un alto porcentaje de la población que apoyó al régimen. Se mantuvo el modelo económico, pero las favorables circunstancias internacionales permitieron un crecimiento robusto, que promedió el 5% durante 20 años. Además, disminuyó el nivel de pobreza a menos del 10% (desde un 40%) durante el mismo período. Sin embargo, esto no fue suficiente para contener un creciente malestar ante las desigualdades, la segregación urbana, la colusión y la corrupción en varias instituciones públicas y privadas. Una nueva generación de chilenos, nacidos o criados ya en democracia, no dimensionó o no apreció los sacrificios que las anteriores generaciones debieron afrontar para retomar el curso democrático. El descontento se manifestó de varias formas, pero especialmente entre estudiantes secundarios y universitarios que ya no creían en las promesas del modelo político y económico, y en particular, en las oportunidades que tendrían una vez que terminaran sus estudios. La legitimidad del sistema fue cuestionada: no empezó de golpe el 18 de octubre de 2019, por mucho que se hable de un “estallido”.
La insatisfacción era compartida también por otras generaciones: padres endeudados, trabajadores con largas travesías en un deficiente sistema de transportes, familias pagando por un costo de vida cada vez más alto. Esto iba acompañado de un creciente quiebre de las reglas de convivencia y un Estado incapaz de fiscalizar y mantener el orden. Las normas se habían mantenido por largo tiempo porque estaban internalizadas como parte de la vida cotidiana y porque, además, se sentía la presencia del Estado. Claro que era un Estado cada vez más débil, erosionado, al que con una finta se lo podía esquivar. Su cara más visible fue la evasión del pago por el transporte; semáforos y señaléticas de todo tipo dejaron de ser respetados o, peor, fueron destruidos, generando más caos ya durante las protestas; las veredas se transformaron en un campo de batalla entre peatones y ciclistas, entre peatones y vehículos ilegalmente estacionados, y entre peatones mismos que despreciaron olímpicamente la necesidad de compartir espacios estrechos. La tasa de accidentes viales fatales aumentó considerablemente en los últimos años, sin una policía del tránsito capaz de prevenirlos. El Estado en general no pudo fiscalizar en áreas preocupantes: aumentaron las actividades ilícitas, como juegos de azar por internet, crímenes relacionados con el narcotráfico o carreras ilegales de autos a altas horas de la noche. La renuencia o incapacidad del Estado para intervenir generó más y mayores transgresiones, transformando la vida diaria en una pesadilla que muchos chilenos no recordaban desde la polarización de los años 70. La sensación de impunidad y de maltrato quedó expuesta con los crecientes escándalos empresariales, con la evasión de impuestos y la colusión que quedaba sin un castigo ejemplar, con el desvío corrupto de fondos fiscales para enriquecer a verdaderas mafias incrustadas en las Fuerzas Armadas.
Max Weber afirmó que la legitimidad del Estado depende de una fe en su legitimidad. Tal fe se ha erosionado en la mayor parte de América Latina. En Chile, todas las ramas del gobierno representativo han llegado a niveles inconcebibles de rechazo. No se trata solo de la Presidencia, sino también del Congreso y, sobre todo, de los partidos políticos. Los ciudadanos tienen serias dudas sobre la eficacia de la democracia representativa o llegan incluso a aborrecer sus instituciones. En cuanto a quienes se han manifestado de la forma más activa, ¿se sabe qué quieren, más allá del desmantelamiento del modelo económico?
Es posible establecer al menos algunos elementos, como el reconocimiento de múltiples y cambiantes identidades; la exigencia de que los ideales y las expectativas personales tengan un estatus legal, y además, un rechazo del curso que ha seguido la política en las últimas décadas. Las murallas de una ciudad pintarrajeada lo pone de manera más cruda: “Todo gratis”, además de irreproducibles comentarios sobre el Presidente y Carabineros de Chile. Este movimiento, que no cuenta con un líder visible, se ha expresado de manera menos verbal mediante la destrucción de monumentos, el incendio de bibliotecas y universidades, y el saqueo del comercio, sobre todo minoritario.
El desencanto hacia el “sistema” plantea preguntas a propósito del papel futuro del Estado. ¿Qué hacer para que se cumplan las reglas del orden público y, al mismo tiempo, sean asimiladas como esenciales para una ciudadanía moderna? ¿Cómo lograr que se detenga la destrucción del espacio público y que se rechace transversalmente la violencia? ¿Cómo fortalecer las labores policiales, su dotación y su entrenamiento, con debida consideración a los derechos humanos?
La situación parecía estar enteramente fuera de control hasta que llegó con todo el covid-19, en marzo de 2020. Las protestas cesaron, aunque no terminaron completamente. Cundió la sensación de que, después de todo, el Estado era necesario. La “simpatía” de la que habla Adam Smith pareció por momentos superar la ira. Quizás a partir de ella pueda construirse un mayor aprecio por la convivencia social, que a veces parece tan estrechamente ligada a lo económico y lo político. Quizás se pueda recuperar, o establecer, lo que significa vivir en una comunidad y respetar los derechos de los otros.
El Estado en Chile, como nos recordó Mario Góngora (y no deberíamos olvidar), fundó la nación. De allí surgieron los símbolos compartidos que nos dieron, con todas sus deficiencias, un sentido de pertenencia. Como parte del proceso de globalización, la pertenencia ya no es a una nación abstracta, sino a las identidades individuales o sociales. El Estado comenzó a ser percibido como el enemigo, por invocar el interés común a veces en contra de las demandas particulares. Muchas expectativas se vieron frustradas, precisamente porque el Estado fue crecientemente prescindente, delegando muchas de sus funciones tradicionales al sector privado. Existía un consenso, desde la restauración de la democracia representativa en 1990, en torno a las reformas, ojalá graduales, que era importante establecer. Pero a pesar de los logros, eso hizo crisis en 2019. El “estallido”, entre muchas otras interpretaciones, significó no solo un agotamiento de la paciencia, sino un nuevo ciclo de afirmación de lo individual, que tiene como particularidad el que aspira a ser una nueva concepción de lo colectivo.
Entre las muchas lecturas que pueden hacerse sobre el plebiscito del 25 de octubre de 2020, una posible es que se encontró una salida institucional para la crisis. La participación de los jóvenes fue alta y la celebración resultó mayormente pacífica. Queda por delante una larga ruta, pero por primera vez en mucho tiempo, es posible pensar en el futuro del país. Por primera vez en mucho tiempo, es un futuro más prometedor, sobre todo si se redefine el papel del Estado y si valoramos la democracia como algo que va mucho más allá de los procedimientos, como aquello que nos hace convivir en paz, aceptar nuestras diferencias y, más que eso, respetarlas.