por Daniel Mansuy
por Daniel Mansuy I 23 Junio 2017
El libro colectivo La gran ruptura. Institucionalidad política y actores sociales en el Chile del siglo XXI constituye un genuino esfuerzo por pensar la crisis que afecta a nuestro país desde hace algunos años. Como todo libro colectivo, es irregular, pero arranca de un diagnóstico compartido por los autores: los consensos de los 90 produjeron una creciente distancia entre las aspiraciones sociales y los partidos políticos llamados a canalizarlas. En esta observación hay una nostalgia algo paradójica: el regreso a la democracia indujo una desmovilización de la vitalidad social construida en dictadura. En ese sentido, la transición conllevó una sensible baja en el activismo político, y esa baja estaría en el origen del desacople actual.
Pero hay más. La vuelta a la democracia habría acentuado el proceso iniciado con las políticas económicas de los militares y, sobre todo, sus consecuencias sociales. Las antiguas clases se desagregaron y se dispersaron, volviendo muy difícil la reconstitución de sujetos sociales activos, capaces de encarnar resistencia efectiva frente a la amplia dominación de los mecanismos de mercado. La modernización capitalista habría operado un cambio brutal en la configuración general de la sociedad, atomizando hasta el extremo el tejido social. Allí residiría la causa de nuestra perplejidad: somos cada vez más conscientes de la gran ruptura entre política y sociedad, pero carecemos de los instrumentos necesarios para reducir esa brecha, pues no hay sujetos sociales constituidos como tales, con la fuerza necesaria para forzar un cambio de rumbo.
El argumento es interesante por varios motivos. El primero es que aporta una comprensión novedosa a nuestra situación, que está más bien ausente del debate público. En efecto, las aproximaciones críticas a la obra de la Concertación han estado más bien dominadas por argumentos abstractos y construcciones teóricas de dudosa viabilidad práctica (el caso más patente, aunque no el único, es el de Fernando Atria). Varios artículos de La gran ruptura ponen la mirada en un lugar distinto: antes de pensar en la marcha de la historia y en el reino terrenal de la fraternidad humana, quizás cabe preguntarse con qué fuerzas efectivas cuenta la izquierda para dar las batallas que vienen. Hay un intento por recuperar las viejas categorías marxistas, que no por olvidadas han perdido toda su pertinencia: mientras no haya reconstitución de sujetos sociales activos, no habrá resistencia posible al capitalismo. Dicho de otro modo: no hay revolución sin pueblo. El libro, desde luego, no llama a la revolución ni nada semejante, pero sí se pregunta por las condiciones de posibilidad de una izquierda digna de ese nombre. Y aquí no valen tanto los razonamientos solipsistas como una aproximación sociológica honesta respecto de lo que ocurre en Chile.
El segundo mérito del libro es saber poner el acento en los efectos sociales del imaginario capitalista (los artículos de Emmanuelle Barozet y de Carlos Ruiz Encina son particularmente lúcidos al respecto). El tipo de capitalismo impuesto en Chile no es solo, ni principalmente, un sistema económico de asignación de recursos, sino que constituye, sobre todo, un sistema de referencias culturales muy profundas, que modelan el conjunto de la vida social. Naturalmente, como los defensores del sistema suelen padecer la ilusión de que es un régimen axiológicamente neutro, tienen dificultades para percibir este aspecto. Si se quiere emprender una crítica radical al capitalismo, es indispensable fijarse en este aspecto antes que en las cuestiones meramente económicas: no hay nada más revolucionario que el mercado, y quien crea que se trata de un modelo conservador y patriarcal, cae en una ilusión tan tierna como descaminada. Para lo que interesa acá, el mercado como agente cultural puede individualizar hasta el punto que hace desaparecer la categoría misma de clase social. Esto se ve muy claramente en la extrema diversidad de los movimientos sociales, que presentan una colección variadísima de reivindicaciones, que no solo muchas veces son incompatibles entre sí, sino que además remiten a adscripciones individuales más que a una consideración global de nuestros problemas. ¿Cómo lograr, en esas condiciones, la emergencia de algo así como un pueblo con conciencia de ser tal? ¿No es este desafío aún más difícil que aquel formulado por Lenin en su célebre escrito Qué hacer?
Aunque algunos artículos del volumen diagnostican bien esta situación, me temo que no son capaces de llevar su crítica hasta el final. Aunque vislumbran la naturaleza del problema, no dan el paso decisivo, porque su crítica a ciertas manifestaciones capitalistas no es todo lo radical que exige la naturaleza del fenómeno. Como lo ha explicado una y otra vez Jean-Claude Michéa, el liberalismo cultural encarna una dimensión esencial del capitalismo contemporáneo, pues comparte el mismo supuesto antropológico que provocaba los conocidos sarcasmos de Marx (¡robinsonadas!). Esa es, me temo, la piedra de tope de buena parte de la izquierda chilena, que suele adherir alegremente el liberalismo cultural sin percibir que se trata de una pieza fundamental del mismo sistema que critican (buena parte de la derecha comete, por cierto, el error simétrico). Por lo mismo, su ímpetu movilizador termina esterilizado y fragmentado por demandas particulares relativas a derechos individuales que, al final, radicalizan el movimiento del mercado. El (re)encuentro del pueblo con la izquierda –como tan dolorosamente lo muestran Trump y el éxito de los populismos europeos- pasa por comprender cuán alejadas están las categorías liberales (y cosmopolitas) de representar a ese pueblo. Dicho de otro modo, no hay resistencia posible sin un reconocimiento previo de las comunidades y de ciertas tradiciones. Fuera de ese cuadro, la búsqueda (y la lucha) seguirá siendo vana.