La izquierda y la aceleración del tiempo histórico

De acuerdo al autor de este ensayo, cuando se examina la izquierda chilena de hoy, poniendo entre paréntesis los ideales que la animan, esta tiene dos rasgos que la hacen especialmente interesante. Ambos son la fuente de su virtud y de su defecto. Se trata de su tinte generacional (nacida a fines de los 80 y comienzos de los 90) y de su ideología, o de su elaboración de la crisis de su ideología.

por Carlos Peña I 4 Noviembre 2022

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Cuando pienso en las cosas que se han ido, me acuerdo de las ideas. Los huéspedes de paso.
André Malraux

La izquierda chilena de hoy, cuando se la examina desde el punto de vista externo (es decir, poniendo entre paréntesis los ideales que la animan), tiene dos rasgos que la hacen especialmente interesante. Ambos son la fuente de su virtud y de su defecto. Se trata de su tinte generacional y de su ideología o, para ser más preciso, de su elaboración de la crisis de su ideología.

La dimensión generacional

Hay momentos en la historia en que las fuerzas sociales no se mueven por ideologías, tampoco por la posición de clase (si bien esta siempre influye), sino que las impulsa lo que pudiéramos denominar el espíritu generacional. No se trata, sobra decirlo, solo de una cuestión de edad. Las generaciones son, ante todo, un asunto de horizonte vital, de horizonte de sentido, de formas de vivenciar el tiempo y la existencia. Cuando la sociedad mantiene su fisonomía por largo tiempo, cuando la forma de producir y de comunicarse, cuando los medios de producción son en un muy largo lapso los mismos, todos quienes vienen a este mundo comparten el mismo horizonte. Y en ese sentido, los jóvenes y los viejos viven en el mismo tiempo cronológico. Los contemporáneos son entonces coetáneos: vivencian el tiempo de la misma manera. Pero cuando la sociedad cambia muy rápidamente, como ocurrió con Chile en las últimas tres décadas, y la estructura social y la cultura se alteran y modifican, no todos quienes viven en ella son coetáneos. No es casualidad, dicho sea de paso, que el tema de las generaciones aparezca en el XIX, cuando se produjo una aceleración del tiempo histórico. Fue lo que observó Goethe en su autobiografía: cualquiera que haya nacido antes o después habría sido, dijo, una persona completamente diferente en lo que respecta a su educación y su esfera de acción. En esos momentos de cambio hay grupos humanos con distintos horizontes vitales; ¿qué puede significar esto y qué importancia posee para la política?

Uno de los rasgos de la vida humana, individual o colectiva, lo constituye el hecho de que el mundo en derredor, el tiempo que transcurre, las cosas que importan y las que no, las urgentes y las postergables, las desdeñables y las relevantes, no lo son en sí mismas, sino que revelan esa característica sobre el fondo de un horizonte vital o de sentido contra el cual aparecen como nimias o importantes. La vida humana, individual o colectiva, se organiza en derredor de un horizonte sobre cuyo fondo las cosas se vuelven valiosas o disvaliosas. Ese horizonte de sentido se forma a partir de acontecimientos que cambian el mundo. ¿Cuáles son los acontecimientos que configuran el horizonte vital de esta generación? Es posible arriesgar la hipótesis de que ese acontecimiento fue el acelerado proceso de modernización que Chile experimentó.

La generación nacida a fines de los 80 y comienzos de los 90 está provista de un horizonte de sentido que es distinto, y a veces inconmensurable, del que posee la generación que le antecedió. La manera de vivenciar la urgencia del tiempo, la situación espacial, la forma de vida, la relación con la naturaleza, la sexualidad, son para esta generación muy otras que para las más viejas.

La generación nacida a fines de los 80 y comienzos de los 90 está provista de un horizonte de sentido que es distinto, y a veces inconmensurable, del que posee la generación que le antecedió. La manera de vivenciar la urgencia del tiempo, la situación espacial, la forma de vida, la relación con la naturaleza, la sexualidad, son para esta generación muy otras que para las más viejas.

¿Cuáles son, a partir de lo anterior, los rasgos que la actual élite de izquierda posee?

Ante todo, hay en ella una inconsistencia, que no sabe resolver, entre la racionalización técnica que exige el bienestar social y el manejo del Estado, por una parte, y la espontaneidad emotiva, por llamarla así, que la cultura moderna estimula, por la otra. En gran medida, la gestualidad escénica de esta generación —el cuidado desorden en el vestir, la informalidad planificada en el trato con las audiencias, la valoración de la diversidad como tal, la visión romántica de lo originario o ancestral, etcétera— corresponde a formas compensatorias, podríamos llamarlas, de la conciencia amarga de que la vida contemporánea exige disciplina, racionalidad técnica y desempeño. La actual generación está atravesada por esa inconsistencia y buena parte de su conducta y su comportamiento, que a veces parece incomprensible o errático, se explica por esa característica.

Se agrega a ello que se trata de una generación que ha vivido un acentuado proceso de individuación que (el viejo diagnóstico de la multitud solitaria) genera en ellos también un anhelo de experiencias comunitarias, el abrigo y el calor de una colectividad a cuya sombra se pueda escapar, siquiera por momentos, del agobio de la conciencia individual. De ahí la preferencia por lo performativo que, más que performativo, es carnavalesco en el sentido de Bajtín o Kristeva.

Y existe, claro que sí, una cierta anomia entendida como una falta de orientación normativa en la conducta. Esto no afecta a la élite (que por su quehacer político posee una orientación instrumental en su quehacer), pero sí a su público o a su audiencia, según se puede constatar explorando las redes. Allí se observa que la principal fuente para las ideas y puntos de vista es la propia subjetividad. Es un público que no desea tener la razón, puesto que le basta con su propia convicción subjetiva. Esto explica las frecuentes variaciones de la élite de izquierda en su manejo de la cuestión pública: para atender a su audiencia no esgrimen razones para ordenarla o contener sus expectativas, sino que más bien despliegan gestos que simulan seguirla.

En fin, se encuentra el rasgo más obvio: se trata de una generación que tiene un espíritu redentor. Y de ahí entonces que asome en ella, más allá incluso del control racional, una cierta moralización de la vida, la idea de que buena parte de los males sociales son el fruto de una élite cicatera y ambiciosa y un pueblo virtuoso y abusado.

Todo lo anterior, por supuesto, no es muy distinto a la situación social de cualquier grupo político. Cada generación —es lo que insinuó Goethe e insiste Dilthey— es tallada por su tiempo. Y al reflexionar sobre él, como veremos de inmediato, configura sus ideas.

En el caso de este populismo no se trata de un punto de vista o de una estrategia irresponsable, en el sentido de que carezca de racionalidad, sino al revés. Se trata de una actitud ante la vida social y la realidad que reposa en un diagnóstico que es propio de lo que, para citar a Dilthey de nuevo, se podría llamar el carácter de la cultura espiritual de nuestro tiempo.

La dimensión ideológica

Dilthey observó que una generación es el fruto de dos factores. Uno de ellos es el patrimonio intelectual con que ella se encuentra y que fue forjado por quienes la antecedieron; el otro es el mundo circundante, las condiciones materiales existentes al momento en que esa generación se forma e intenta apropiarse reflexivamente de ese patrimonio.

¿Qué ocurrió a este respecto con la actual generación de la izquierda?

Ella inició su periodo de formación luego de lo que podríamos llamar el acontecimiento traumático de la izquierda que, como observó Nancy Fraser, dejó flotando en el aire la pregunta: ¿cuál es la agenda de la izquierda luego de la caída del Muro? ¿Cómo concibe la realidad social después del fracaso del socialismo y el sujeto, el proletariado, cuyos intereses realizaba? Y en el caso de Chile, ¿cuál es la agenda de la izquierda luego de que la modernización, si bien incompleta, estimuló el consumo y la lucha por el estatus, desplazó la reivindicación de clases por la lucha identitaria y el conflicto de ideas por una disputa por la legitimación de múltiples formas de desenvolver la vida?

La respuesta a dichas preguntas esta nueva generación la encontró en el diagnóstico de que la sociedad contemporánea no tiene centro, o mejor todavía, que la sociedad nunca lo ha tenido, que ella siempre se estructura en torno a una cierta hegemonía que simula que ese centro existe. La conclusión de ese diagnóstico (que se puede encontrar en Ernesto Laclau) es que el sujeto histórico no antecede a la política, sino que la tarea de esta última es constituirlo. La realidad (para usar un término de Althusser) estaría “sobredeterminada”, no sería el resultado de una variable dominante o de una causa, sino de varias que la disparan en direcciones distintas, de manera que lo social carecería de consistencia. Lo social solo admitiría lo que Benjamin llama una “lectura distraída”. La tarea de la política y el secreto de su éxito sería su capacidad de articular en una cadena de equivalencias un conjunto heterogéneo de demandas. Al hacer eso con cierto éxito, la política lograría producir un “efecto de sentido” (o lo que Lacan llamaba el “punto de capitoné”), constituyendo de esa forma lo social.

La derecha suele acusar a la izquierda —a esta izquierda— de populista. Y tiene razón si por populismo se entiende la disposición deliberada a promover demandas de diversa índole, que brotan en sujetos a veces inconmensurables entre sí. Solo que en el caso de este populismo no se trata de un punto de vista o de una estrategia irresponsable, en el sentido de que carezca de racionalidad, sino al revés. Se trata de una actitud ante la vida social y la realidad que reposa en un diagnóstico que es propio de lo que, para citar a Dilthey de nuevo, se podría llamar el carácter de la cultura espiritual de nuestro tiempo.

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