Todas las instituciones con capacidad de sostener nuestras normas, de dirigir nuestras emociones, se han visto considerablemente desprestigiadas en la última década. Los partidos políticos, las Iglesias, los medios de comunicación y, por cierto, Carabineros, han contribuido a generar un sentimiento anti-élite que es bastante más nuevo que la desigualdad económica y que, de pronto, ayuda a comprender la crisis por la que atraviesa el país desde el viernes 18 de octubre. No es casualidad que todavía no hayan aparecido liderazgos en el Gobierno ni en la oposición ni entre los manifestantes.
por Loreto Cox I 15 Enero 2020
“Toda violencia alberga dentro de sí un elemento de arbitrariedad; en ningún lugar la Fortuna, la buena o la mala suerte, desempeña un papel tan importante dentro de los asuntos humanos como en el campo de batalla”.
Hannah Arendt, Sobre la violencia
1- Fuego en una estación de metro, fuego en otra estación de metro, fuego en otra y otra y otra. La violencia manifestada en estos incendios es destrucción pura. No es, como en un robo, o en un saqueo, una transferencia de recursos; es solo pérdida. Los incendios del metro tampoco son, como en el saqueo, una muestra del comportamiento oportunista que aflora en ausencia de orden o normas, es decir, una muestra de la debilidad humana; los incendios a bienes públicos conllevan el deseo de producir daño: a quienes los usan, a quienes los pagan, con la posibilidad también de herir a quien pudiera estar pasando por ahí. La violencia tiene, en mayor o menor grado, un resultado incierto: alguien puede morir, aunque no fuera parte del plan; un inocente. En esa incertidumbre radica, justamente, parte de su problema.
¿Por qué alguien quiere destruir lo que es de todos? ¿Por qué alguien está dispuesto a hacerlo, incluso a riesgo de herir personas? Son preguntas que pasaron por mi cabeza la noche del 18 de octubre, y que, probablemente, pasaron también por las cabezas de muchos. ¿Descontento? ¿Marginalidad extrema? ¿Organización de alguien (¿de quién?)? ¿Alienación? ¿Anomia?
Es probable que las imágenes del metro en llamas y las preguntas a partir de ellas hayan provocado una especie de trauma para muchos. La posterior explosión de los espíritus animales en el saqueo, la sensación de descontrol de las autoridades ante estos eventos y el establecimiento (probablemente necesario) del toque de queda, algo impensable la misma mañana de ese viernes negro, no hicieron sino agravar la herida. No pensábamos que nuestro orden social fuera tan frágil.
2- Nuestra sociedad está plagada de injusticias. Desde que recobramos la democracia, la reducción de la pobreza ha sido notable (de 39% en 1990 a 9% en 2017) y ahora, según la encuesta CEP 2014, la mitad de la gente afirma tener una mejor posición social que la que tenían sus padres a su edad (solo 12% dice estar peor). Pero al mismo tiempo, la mitad de los trabajadores tienen un salario que de acuerdo con el PNUD es bajo y más de un tercio de la población afirma tener dificultades para llegar a fin de mes. Para muchos, entonces, los meses de 31 días son considerablemente más pesados que los de 30. Pero la vulnerabilidad es un fenómeno que va mucho más allá de los estratos más bajos de la sociedad: a más del 80% de la población le preocupan las posibilidades de enfrentar alguna enfermedad grave y no ser capaz de pagar los costos o de tener una pensión insuficiente en la vejez (CEP 2015).
Por su parte, la desigualdad en Chile en las últimas décadas ha caído según indicadores como el Gini, Palma y Q5/Q1. Pero sigue siendo alta, de hecho, la más alta de la OCDE, nuestro grupo de referencia desde hace ya casi 10 años. Lo interesante es que, si comparamos lo que la OCDE llama el índice de Gini “antes de la redistribución”, es decir, que considera los ingresos sin descontar impuestos ni sumar transferencias, somos bastante parecidos al resto, e incluso aparecemos como menos desiguales que Irlanda, Alemania o hasta Finlandia. Nuestro problema principal, entonces, es que nuestro Estado redistribuye poco, demasiado poco.
No obstante, nada de esto es nuevo. Estos antecedentes son parte del debate desde hace muchos años. No olvidemos que la desigualdad ya aparecía como un tema importante en las protestas de 2011. No en vano se ha dicho que no son 30 pesos, son 30 años.
¿Es que la rabia por las injusticias se acumuló hasta explotar, sin siquiera importar mucho el detonante –la vieja teoría de la olla a presión? ¿Es que la violencia –vuelvo a Hannah Arendt– sirve para dramatizar los malestares y traerlos a la atención pública? Son posibilidades. Algo de ello debe haber, sin duda, como ha sido patente en las enormes manifestaciones que han formado parte de esta crisis.
3- Pero hay un elemento al que, creo, debe ponérsele mayor hincapié: la crisis de la política. Los escándalos de financiamiento de la política, sumados a una población más informada y exigente, aumentaron duramente la percepción de corrupción. Según datos de las encuestas CEP, entre 2006 y 2016 el porcentaje que cree que casi todos los políticos están involucrados en corrupción pasó de 14 a 50%. La confianza de los chilenos en el Congreso es de 5% y en los partidos políticos llega a 6%. La identificación con algún partido político, que venía cayendo sostenidamente desde el retorno a la democracia, pasó de cerca de 80% a principios de los 90, a apenas un 19% hoy, y pese a haber mayor oferta.
Al mismo tiempo, la política nacional es compleja y en ella no es fácil avanzar. Esto frustra. Aunque se diga que la política de los acuerdos está pasada de moda, la ciudadanía prefiere fuertemente que los políticos privilegien los acuerdos antes que sus propias posiciones (58 vs. 25%). Por una parte, nuestro presidencialismo exacerbado ha funcionado como una suerte de bloqueo para llevar a cabo programas políticos. De hecho, desde 1990 solo Bachelet II ha contado con mayoría en ambas cámaras. Por otra parte, sabemos que la política en democracia es intrínsecamente lenta. Esto siempre ha sido así en algún grado, pero ante una ciudadanía que demanda cada vez más y que carece de paciencia, se vuelve más problemático.
El caso de las pensiones es ilustrativo. Mientras estas han sido prioritarias para la gente desde tiempos lejanos, y por motivos urgentes, ni este gobierno ni el anterior lograron avanzar con sus reformas. Una de las trabas, antes de la crisis, se encontraba en la naturaleza del “ente” que administraría la cotización adicional. A los ojos del ciudadano medio, abrumado por la proximidad de su vejez, o derechamente por la necesidad, este debate político es sencillamente incomprensible.
Pero la crisis va mucho más allá de la política, es de las instituciones: la confianza se ha desplomado. De las 18 instituciones que el CEP mide periódicamente, nueve experimentaron caídas significativas en su nivel de confianza en el breve lapso entre 2014 y 2017; ninguna mejoró. La confianza en las Iglesias pasó de ser mayoritaria en 1998, a un 35% en 2008 y a solo 13% en 2018. Carabineros pasó de 54% de confianza en 2016 a 40% el año siguiente (ciertamente, de esto nos hemos acordado por estos días). Los medios de comunicación –radios, diarios y televisión– hicieron lo suyo, bajando todos sus niveles de confianza en torno a 20 puntos entre 2009 y 2017.
En suma, la crisis de confianza es generalizada. Todos los referentes, las instituciones con capacidad de sostener nuestras normas, de dirigir nuestras emociones, se han visto desprestigiadas: no queda títere con cabeza. Y esto, a diferencia de las injusticias, es un fenómeno reciente.
La crisis de confianza en las instituciones ha venido de la mano de un fuerte sentimiento anti-élite, el que, por cierto, se aviene muy bien con nuestra desigualdad endémica y con la falta de permeabilidad de los grupos dominantes. La élite, que ya era cerrada y desconectada, es ahora, también, considerada corrupta.
En algún sentido, este fenómeno no es exclusivo de Chile. El sentimiento anti-establishment ha prendido con fuerza en países como Italia, Brasil y, especialmente, en Estados Unidos, donde Trump hizo campaña prometiendo “secar el pantano”, en referencia a los políticos que viven en Washington DC.
Es llamativo que cuando se les pregunta a los chilenos cuán enojados se sienten cuando piensan en personas que ganan mucho, mucho más que el promedio, como hizo la última encuesta CEP, quien más les enoja es “un ministro”, mucho más que “un gerente de una gran empresa” o que “una persona que proviene de una familia rica”. Esta pregunta es reveladora, porque “una persona que inventó algo muy valorado por la gente” casi no produce enojo y, aunque un poco más, “el mejor futbolista del momento” tampoco. Esto quiere decir que lo que enoja no es la desigualdad per se, sino la desigualdad en conjunto con una teoría de su origen, probablemente asociada a la idea de mérito. Y en este contexto, repito, para la gente el político merece menos que el heredero.
4- La desconfianza con la política y, más en general, con las instituciones como fuente de la crisis actual, nos pone en un terreno aún más complejo. No es casualidad que todavía no hayan aparecido liderazgos en el Gobierno ni en la oposición ni entre los manifestantes.
Si el problema fuese exclusivamente el de las injusticias y la desigualdad, sería quizás más fácil. Sin lugar a duda, la salida de la crisis deberá pasar por aumentar la redistribución, y quizás nunca había habido tanto consenso al respecto. Hay quienes creen que la solución requiere, también, de cambios estructurales a nuestro modelo económico y social. Me parece menos claro que ello sea una demanda mayoritaria. El segundo gobierno de Michelle Bachelet avanzó en esa dirección y la ciudadanía al poco andar le quitó el apoyo. Tanto así que en 2017, y aunque había en la papeleta más de una opción que ofrecía cambios estructurales, por segunda vez resultó electo Sebastián Piñera, hombre que probablemente encarnaba como nadie el modelo actual de desarrollo. Dirán, algunos, que se debe al voto voluntario, pero no es claro que existan diferencias relevantes en preferencias políticas entre votantes y no votantes (González y Herrera 2017). Y lo cierto es que cuando algo suficientemente grande está en juego, la gente acude a las urnas, como fue en 1989 (nada de esto implica, por cierto, que no debamos volver al voto obligatorio). Pero incluso si el deseo de cambiar el modelo fuese profundo y mayoritario, cosa que solo podrá resolverse definitivamente mediante elecciones, ello puede ser menos desafiante que salir de la crisis de las instituciones.
La solución a esta crisis no puede sino venir del mundo político. Porque de lo contrario, ¿de quiénes podrá venir y bajo qué reglas? El mundo fuera de las instituciones, como es la calle, es un mundo donde gana el que grita más fuerte. Por supuesto, pueden (y deben) implementarse mecanismos amplios de participación ciudadana. Pero las decisiones solo pueden ser democráticas si se toman en un contexto institucionalmente normado. El desafío, entonces, es cómo la política, que es parte esencial del problema, se convierte ahora en su propia solución.
5- Aún no sabemos el origen del fuego, aún no conocemos sus razones. No sabemos, siquiera, si quienes lo encendieron creían saber lo que hacían. ¿En qué medida lo que vino después ha sido una respuesta al fuego y a su subsecuente caos, una reacción visceral desde el trauma, ante la revelación de la fragilidad de nuestro ordenamiento social? ¿Fue la herida del fuego la que nos hizo mirar nuestras otras heridas, la que nos hizo mirar las heridas ajenas, o fueron las heridas previas las que hicieron brotar el fuego? ¿Habría sucedido todo esto, si en nuestro mundo hubiera, todavía, confianza? ¿Son nuestras viejas injusticias las que condujeron al desprestigio de quienes nos gobiernan o es la desconfianza en nuestras élites la que terminó por deslegitimar las desigualdades sociales?
Me pregunto, ¿es posible que todo –el fuego y la calle; la injusticia y la desconfianza– provengan de una misma fuente?