La trampa de Tucídides

Si hasta hace escaso tiempo nadie dudaba de que China y Estados Unidos avanzaban hacia la cooperación y la integración, ahora pocos cuestionan que ambas superpotencias se encuentran camino al conflicto. ¿Cuál es la raíz de este distanciamiento? Un repaso a las relaciones del último medio siglo entre ambos países refleja que no es producto de dos líderes agresivos y populistas. Como en la Guerra del Peloponeso, los problemas parten cuando una potencia atemorizada se las tiene que ver con otra que va en alza.

por Juan Ignacio Brito I 16 Septiembre 2020

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Cuando el 1 de octubre de 1949 Mao Zedong proclamó la República Popular China (RPC), el efecto en Estados Unidos fue devastador. Tras la derrota del generalísimo Chiang Kai-shek y el advenimiento de los comunistas de Mao, la pregunta comenzó a rondar en Washington: “¿Quién perdió China?”. El Departamento de Estado había publicado un informe en el que acusaba a Chiang y a su partido, el Kuomintang, por el desastre, eva­diendo toda responsabilidad propia. Sin embargo, la oposición republicana al presidente Harry S. Truman no quedó conforme. El entonces poco conocido se­nador por Wisconsin, Joseph McCarthy, aprovechó las sospechas para asegurar, en sucesivos discursos pronunciados a principios de 1950, que la debacle de los nacionalistas se debía a una traición de la diplomacia estadounidense, infiltrada por agentes comunistas. A partir de entonces y hasta su estrepitosa caída en 1954, McCarthy se convirtió en figura nacional. En la campaña presidencial de 1952, la “pérdida de China” y el avance del comunismo fueron determinantes para el avasallador triunfo del republicano Dwight Eisenhower sobre el demócrata Adlai Stevenson.

Hoy, el mundo enfrenta de nuevo un panorama geopolítico lleno de incertidumbre, y la pregunta acerca de quién perdió China vuelve a resonar en la política norteamericana. Porque si hasta hace escaso tiempo nadie dudaba de que China y Estados Unidos corrían a paso firme hacia la cooperación y la integración –al punto de que llegó a hablarse de “Chimérica”–, ahora pocos cuestionan que ambas superpotencias se en­cuentran en un curso que las conduce al conflicto. En su libro Destined for War, Graham Allison, profesor de la Universidad de Harvard, señala que ambos países avanzan hacia su propia versión de la “trampa de Tucídides”. Se refiere a aquella situación geopolítica descrita en la Historia de la Guerra del Peloponeso para explicar el origen del conflicto entre Esparta y Atenas en el siglo V a. C., en la cual una potencia emergente amenazaba con desplazar a otra hegemónica. “Los atenienses, con su engrandecimiento, inspiraron temor a los lacedemonios y les forzaron a la guerra”, escribió Tucídides, agregando luego que los espartanos decidieron ir a la guerra “por el temor de que los atenienses acentuaran aún más su poder”. Allison cree que lo ocurrido hace 2.500 años puede replicarse ahora, tal como ha sucedido al menos en otras 16 ocasiones a lo largo de los últimos cinco siglos, según afirma.

Resulta tentador, pero equivocado, suponer que la razón de este distanciamiento se encuentra en la personalidad de los líderes a cargo. Donald Trump y Xi Jinping son políticos atípicos. Cada uno a su modo es agresivo, populista y nacionalista. En el caso de Trump, su liderazgo es una respuesta a disfuncionalidades que se fueron incubando en el sistema político, social y cultural norteamericano en las últimas décadas, mientras una élite cosmopolita liberal se refocilaba en la autocomplacencia. Respecto de Xi, puede decirse que, al igual que Trump, se considera a sí mismo como el gober­nante de un país en crisis. Según el sinólogo Richard McGregor, Xi aspira a ser el “líder más rojo de su generación”. Para conse­guirlo, busca romper con las viejas maneras de hacer política y administrar el país. Eso lo ha llevado a impulsar profundos cam­bios, enviar a prisión a sus rivales políticos (Bo Xilai, exalcalde de Chongqing, y Zhou Yongkang, exjefe de seguridad interna), lanzar amplias campañas antico­rrupción y tratar de hacer a China grande de nuevo en la esfera internacional. Su objetivo es consolidar el poderío del partido a nivel doméstico y de la RPC en lo externo. Al igual que le sucede a Trump, la voluntad rupturista y el estilo agresivo de Xi provocan que haya “acumulado enemigos internos y críticos en el exterior”, escribe McGregor.

Sin embargo, sería simplista reducir la animosidad actual entre Beijing y Washington al capricho de líderes ególatras. Aunque indudablemente las personalidades cuentan, solo tienen capacidad de generar impacto duradero si encarnan pulsiones profundas. En este caso, lo que se puede advertir es que los intereses de ambas potencias avanzan en direcciones encontradas que las alejan de la cooperación y las encaminan a la colisión.

Deng quería que su país siguiera la ruta que ya recorrían Japón y los cuatro pequeños dragones asiáticos (Taiwán, Singapur, Hong Kong y Corea del Sur): respetabilidad por medio del progreso material. Pero el desarrollo económico era un medio, no un fin.

Si se piensa bien, esto fue así desde un principio, solo que el optimismo liberal (y la necesidad de en­contrar un aliado contra la URSS en plena Guerra Fría) impidió que Estados Unidos se diera cuenta. Desde el comienzo de las reformas, las autoridades comunistas tuvieron un enfoque neomercantilista. Su objetivo al abrazarlas nunca fue el crecimiento económico per se, sino fortalecer el Estado para permitir que China volviera a ser una potencia respetada después de 150 años de vejaciones por parte de Occidente. En eso no se diferencian de sus antecesoras nacionalistas, republicanas e imperiales.

En diciembre de 1978, Deng Xiaoping pronunció su famoso discurso ante el Tercer Pleno del XI Congreso del PCCh, a través del cual consolidó definitivamente su posición como Líder Supremo de la RPC y su pro­grama reformista. Ahí llamó a “avanzar con valentía para cambiar la condición de retraso de nuestro país y convertirlo en un Estado socialista moderno y poderoso”. Deng quería que su país siguiera la ruta que ya recorrían Japón y los cuatro pequeños dra­gones asiáticos (Taiwán, Singapur, Hong Kong y Corea del Sur): respeta­bilidad por medio del progreso material. Pero el desarrollo económico era un medio, no un fin. La reforma china tomó forma liberal y econó­mica, pero en realidad su contenido último era nacionalista y político. El énfasis inicial en la apertura económica era solo una etapa de un proceso mayor que hoy está arribando a una nueva fase.

Hoy, cuando Xi Jinping habla del “sueño chino”, se refiere a un país “rejuvenecido” y poderoso, que actúa con autonomía, despierta respeto –incluso miedo– en la escena internacional, y es capaz de doblegar a sus rivales, sean estos los manifestantes prodemocracia en Hong Kong, los países ribereños del Mar del Sur de China, el gobierno independentista de Taiwán o quienes acusan a Beijing de mala fe en el manejo del brote de coronavirus. China hoy ya no se conforma con ser un hermano menor dentro de un orden que no controla, sino que aspira a influir decisivamente en él, sin dejarse amedrentar por las presiones de otros.

El problema para Estados Unidos es que recién ahora parece darse cuenta de lo que ha sucedido. Por décadas, en Washington creyeron que China quería parecerse a ellos. Cegados por el utopismo y la ambición, el gobierno y las grandes corporaciones de Estados Unidos solo vieron en ella un lugar donde exportar su modelo político y conseguir ganancias económicas. Estaban seguros de que China era igual a México: un mercado para vender sus productos y producir a costos reducidos, contribuyendo de paso a la liberalización política. En 2005, el economista Ted Fishman señalaba que “la máquina manufacturera a bajo costo de China, unida al creciente apetito de sus más de mil millones de consumidores, han con­vertido al pueblo de China en lo que probablemente sea el mayor recurso natural del planeta”. China era considerado en Estados Unidos como un recurso dispuesto a ser explotado.

 

 

Dadas esas condiciones, era obvio lo que había que hacer: promover la plena globalización de China para que el país avanzara hacia la modernidad capi­talista y democrática. En esos momentos, nadie veía peligro alguno para los intereses norteamericanos. Todo lo contrario, lo único que parecía posible era que la integración rindiera frutos positivos para la diplomacia y las empresas estadounidenses. En 1994, cuando el secretario de Estado Warren Christopher negociaba con el primer ministro Li Peng acerca de la mantención del estatuto de Nación Más Favorecida, este último le advirtió que Goldman Sachs y otras grandes firmas norteamericanas estaban de su lado y hacían lobby para que el presidente Bill Clinton otorgara el beneficio sin más, cosa que finalmente hizo. Seis años más tarde, cuando el Congreso debía votar la ley que permitiría el ingreso de China a la Organización Mundial de Comercio, las grandes em­presas de EE.UU. invirtieron 100 millones de dólares en gestiones de lobby para lograr que la legislación fuera aprobada, tal como terminó ocurriendo.

Clinton fue leal con una noción muy arraigada en esa época: en la medida en que la población china gozara de los beneficios de la globalización y el cre­cimiento económico, se expandirían en esa sociedad las clases medias urbanas. Estas irían creando redes sociales y económicas alejadas del control del Estado, adquirirían mejor educación, formarían nuevos gru­pos y se harían conscientes de sus derechos, lo cual conduciría a sus miembros a exigir mayor autonomía social, económica y política. El reclamo en favor de la adopción de un sistema democrático debería ser una consecuencia natural de este proceso, de acuerdo con lo que planteaban teóricos de la modernización como Seymour Martin Lipset, Samuel Huntington o Barrington Moore Jr., quien postuló la fórmula “si no hay burguesía, no hay democracia”. A China, en suma, no había que confrontarla, sino atraerla hacia el proyecto liberal a través de la apertura de su eco­nomía. Esta, a su vez, ofrecería un mercado enorme a las empresas norteamericanas, que aprovecharon los bajos costos de producción y la gigantesca masa consumidora china para instalar plantas en ese país. Era una situación en la que todos ganaban.

La perspectiva no varió de manera significativa du­rante la administración de George W. Bush (2001–2009). En sus memorias, apunta que creía que el comercio con China era un medio para promover su Agenda de la Libertad, el ambicioso proyecto neoconservador de expansión democrática en que embarcó a Estados Unidos durante su segundo mandato. “Estimaba que, con el tiempo, la libertad inherente al mercado llevaría a la gente a demandar libertad en la plaza pública”, escribió Bush. Cuando la inserción global de China tuvo un deslumbrante apogeo con los Juegos Olímpicos de 2008, Bush asistió con toda su familia (padres, hijos, hermanos y cuñados), y el presidente Hu Jintao agasajó a todo el clan con una cena privada en el complejo Zhongnanhai, donde se ubica la sede central del PC y del gobierno.

El optimismo –o la ingenuidad– de esa época evitó que se plantearan reparos que hoy parecen ineludibles. Aunque la relación con China nunca estuvo libre de roces y resquemores, las diferencias graves solo co­menzaron a asomar después de la gran crisis económica de 2008, durante la administración de Barack Obama. Se acrecentarían luego, con la llegada al poder de Xi Jinping en 2013, y terminarían por consolidarse tras el arribo a la Casa Blanca de Donald Trump en 2017. Hoy incluso los opositores demócratas reconocen que, si llegan a la Casa Blanca en 2021, los lazos con China serán difíciles.

Trump se dio cuenta de algo que la élite globalizada liberal había pasado por alto: el win–win había dejado de funcionar, si es que alguna vez lo hizo. Existían sectores importantes de la sociedad norteamericana que resultaron perjudicados por la globalización y estaban sufriendo sus consecuencias en el más brutal abandono. Rápidamente, identificó a China como el principal beneficiario de la munificencia norteame­ricana, y la prueba más evidente que esgrimió fue el gigantesco superávit comercial de la nación asiática en su intercambio con EE.UU. La ganancia de China no era la de Estados Unidos. Trump tenía claro que las cosas debían cambiar.

Hoy, cuando Xi Jinping habla del ‘sueño chino’, se refiere a un país ‘rejuvenecido’ y poderoso, que actúa con autonomía, despierta respeto –incluso miedo– en la escena internacional, y es capaz de doblegar a sus rivales, sean estos los manifestantes prodemocracia en Hong Kong, los países ribereños del Mar del Sur de China, el gobierno independentista de Taiwán o quienes acusan a Beijing de mala fe en el manejo del brote de coronavirus.

No era él la única persona en notarlo. Como expli­can Bob Davis y Lingling Wei en su libro Superpower Showdown, numerosas empresas norteamericanas comenzaron a pensar lo mismo. A principios de los 2000, muchas compañías que manufacturaban pro­ductos de baja tecnología, como muebles o bicicletas, se dieron cuenta de que sus otrora abastecedores chinos se habían transformado ahora en sus competidores, al iniciar la producción de los mismos bienes que ellos fabricaban. Más tarde, después de que China impulsó paquetes de estímulo para sobrellevar la crisis de 2008, su mercado se inundó de neumáticos, acero y plástico, los que fueron exportados a bajísimo costo a Estados Unidos, haciendo quebrar sectores industria­les completos en el Medio Oeste de ese país. Fueron los votantes de esa zona los que le dieron el triunfo a Trump en 2016. China exigía a los inversionistas extranjeros compartir secretos tecnológicos con sus socios locales (empresas en las que, como con todo en ese país, el PCCh tenía control) como condición para hacer negocios allí, al tiempo que entregaba generosos subsidios y préstamos bancarios a sus compañías y dedicaba grandes recursos al espionaje industrial. Era evidente que no quería ser como México, donde los inversionistas norteamericanos instalaban plantas maquiladoras y aprovechaban el bajo costo de la mano de obra. En cambio, Beijing diseñó un plan que se denomina “Made in China 2025”. El objetivo es alterar la división internacional del trabajo en su favor. “Quizás los días del llamado dinero fácil en China se acabaron para siempre”, ha dicho Cui Tiankai, el embajador chino en Washington.

Esta realidad ya provocó un cambio en la actitud de una parte importante del sector privado estadou­nidense. Hoy, actores empresariales como la Cámara de Comercio, la Business Roundtable y la Asociación de Manufactureros, que en el pasado favorecieron sin cortapisas el ingreso de China a la OMC, piden a la Casa Blanca que presione a Beijing en materia comercial.

Los norteamericanos parecen haber tomado con­ciencia de que China no quiere pertenecer al orden liberal. Las autoridades chinas no pretenden adherir al modelo occidental, algo que debería haber quedado meridianamente claro para todos en la noche del 4 al 5 de junio de 1989, cuando enviaron tanques a aplastar la rebelión prodemocracia en la plaza Tiananmen. El liderazgo aspira a mantener el modelo autoritario de leninismo sin marxismo, donde “el partido es como Dios”, según expone Richard McGregor en su libro The Party: está en todas partes, aunque no se le vea. La RPC ya no quiere ser comparsa, sino protagonista, un papel que hasta hace poco Estados Unidos ejercía en solitario.

El desarrollo económico es una herramienta para para consolidar el monopolio en el poder del PCCh y reubicar a China como una gran potencia. A diferencia de lo que ocurrió en las décadas de los 90 y 2000, ahora Washington ha tomado nota y está reaccionando, lo cual pone a las dos superpotencias en curso de colisión. Tal como en 1949, Estados Unidos ha vuelto a perder a China y ahora ambos países se encaminan a alguna forma de conflicto. La relación ha pasado del “todos ganan” liberal al juego de suma cero realista, donde el beneficio de uno necesariamente se convierte en el perjuicio del otro.

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