Este ensayo de la escritora Diamela Eltit forma parte del libro Chile actual: crisis y debate desde las izquierdas, que acaba de editar Lom y que contiene textos de Nelly Richard, Carlos Ruiz y Gabriel Boric, entre otros. Además de realizar un crítico diagnóstico de la evolución del capitalismo en función de la dignidad humana, Eltit apuesta aquí por una emancipación que “mueva los límites de lo posible y de lo pensable” y advierte que hay que deconstruir a la “seudo” izquierda que hasta ahora ha formado parte de los gobiernos (Concertación o Nueva Mayoría), con la sola intención de alcanzar “la mera acumulación de poder”.
por Diamela Eltit I 8 Junio 2017
Ya se naturalizó el sentimiento de resignación ante la certeza de vivir en medio de una realidad lineal, fundada en la riqueza concentrada, que genera una desigualdad explosiva, una desigualdad que se hace visible en la construcción cada vez más intensa y desbocada de una biopolítica social que va dejando su estela ineludible. Solo por citar un hecho ya muy censado: la riqueza otorga más vida porque la vida, en parte, se “compra” en el interior de la escala de recursos a los que accede cada sujeto. No es solo que los ciudadanos vivan más –lo que, de hecho, ocurre–, sino hay que considerar en ese “más” los índices de riqueza, los capitales invertidos en mantenerse vivos, el costo de vivir. Y, desde luego, existe una desigualdad en la extensión de la vida de acuerdo a los ingresos. Así se genera una inequidad orgánica, una injusticia. Vidas de primera necesidad y de segunda. Pero esto es apenas un signo, una huella.
Lo que intento señalar en este texto es que este capitalismo salvaje tiene a los ciudadanos chilenos al borde del colapso. Nada ni nadie parece capaz de detener el frenesí del abismo que separa a unos pocos (el 1%) de la totalidad.
Si en los 90 se desató la farra consumista: la apariencia de la democratización a través del consumo, la última moda como fetiche de pertenencia, ahora, casi 20 años después, se ha levantado un mural de opacidad, una forma extendida de apatía, una aguda crisis silenciosa, la marca ineludible de una abstención multitudinaria.
Quizás lo más insensato de esta situación es que las élites siguen su trama imperturbable, profundizando la desigualdad, pues la verdad es que pueden prescindir del 64% de la ciudadanía que prefirió marginarse de un proyecto que no los contenía. Porque el mapa de la desigualdad también operó en la práctica más importante de la democracia: la reciente elección de representantes municipales. Más allá de los resultados, en realidad la gran triunfadora fue la abstención. Esta disidencia demuestra una grieta de tal magnitud que desestabiliza (de manera pacífica) la legitimidad de una democracia que se cursa frívolamente en las cúpulas, sin considerar que ya perdió su carácter de representación popular.
Pero las élites “despolitizadas” no necesitan de ese 64% de la población que se resta: solo precisan obviarlos, expulsarlos de su mapa y borrar la ausencia como un dato inoficioso o evocarla con un superficial lamento retórico. No precisan más que los votantes que tienen –un 36%– para así mantener sus pugnas, su adhesión a los empresarios, la convivencia tóxica en la que están sumergidos, una racionalidad primaria condicionada al punto de vista del gran capital. En suma, esta resta ciudadana permite pensar que existen mundos diferentes, aislados, no convergentes.
La reciente elección de Trump alerta, por parte de los comentaristas políticos, sobre los riesgos de un populismo que “levante a las masas” (y ponga fin a la abstención). Habrá que ver.
Parece necesario recordar que en Chile ya contamos con nuestro propio multi-multimillonario, el ex presidente Sebastián Piñera, atravesado por conflictos de intereses, por escándalos financieros de su bloque, por las coimas ya muy comprobadas de las autoridades que formaron su gobierno y, sin embargo, su presencia en las encuestas que miden su futuro todavía lo sostienen. Esas encuestas (más allá de la manipulación) indican que en un universo de aproximadamente 30% de votantes se podría asumir gobierno y negocios, vacíos políticos, zonas de elitismo.
En esta trama depresiva se van cursando las vidas multitudinarias de gran parte de la población chilena, sin una narrativa propia que las sustente, solo la invisible lucha individual, verdaderamente épica, por un futuro que está confiscado debido a una pésima estructura social ya muy legitimada.
Hay que considerar también los efectos de las migraciones, que desde el complejo acontecer europeo y la campaña alevosa de Trump, rebotan miméticamente y con suma ferocidad en la derecha chilena, que inoculan y usan las fobias con fines electorales y, a la vez, generan una creciente alarma frente a los migrantes que escogen este país como sede. De esa manera se presagia la construcción y reconstrucción incesante del migrante como enemigo, como portador de un virus social, como excedente, como paria.
En este sentido se puede presagiar un complejo, extenso doble racismo: el racismo que rodea a los pueblos originarios, a los pobres hasta tocar a un sector de las clases medias, y a eso hay que agregar el nuevo y particular racismo contra los migrantes (configurados a lo Trump como delincuentes) obviando, desde luego, sus aportes culturales y su (barata) fuerza de trabajo.
Sin duda el campo de los especialistas disidentes al modelo puede dar cuenta, con sólidos argumentos, acerca de los mecanismos que motivan y sostienen la crisis política que experimentamos.
Sin embargo, desde mi percepción, y de acuerdo a las estéticas y políticas que me movilizan, lo más importante me parece que radica en escuchar el silencio electoral, pensar ese silencio, analizarlo hasta encontrarse en su interior con la diversidad de voces que este silencio porta. Leer el relato múltiple que está contenido en una ausencia, pensar vidas que no tienen acceso a otra biografía como no sea la ilegibilidad del trabajoso esfuerzo de los cuerpos.
Sería acaso necesario examinar la delincuencia y el terror ante la delincuencia –particularmente al robo– en un contexto más amplio. Pensar cómo “la tolerancia cero” no es suficiente freno. Habría que entender el delito contra la propiedad privada como un doblez o un pliegue frente el delito a la propiedad pública (“de cuello y corbata”) que día a día crece bajo distintas formas. Resulta imperativo igualar ambos delitos. Solo así es posible formular la dimensión de la actualidad que se estructura, en parte, con las dos caras de una misma idéntica moneda. Y es notoria la ausencia de una analítica social que ponga en correlación el recurrente y explosivo tema delictual desde “arriba” con el que se produce desde “abajo” para entender que existe un conjunto de irregularidades que provienen de distintos mapas sociales y culturales.
Nada parece quedar fuera de una idéntica atmósfera. Más aún, las fuerzas armadas están atravesadas por saqueos radicados en coimas por compras de equipamiento y armas. Y lo más insólito, hasta ahora, es cómo el ejército hizo y deshizo con las platas provenientes del cobre. Solo conocemos confusos episodios que parecen actos centrales de una pieza teatral fundada en el absurdo y que permanecen hasta hoy en la más interesada penumbra y que, no obstante, presagian un terrible despojo en la literalidad de la ley “reservada” del cobre. Una “reserva” que atañe a las fuerzas armadas, que están para defender los límites y, en cambio, los derriban hasta producir un ataque fiscal interno de proporciones.
Así, una forma de rapiña multifocal se apodera, de manera sincrónica, de este presente, poniendo a prueba el mundo jurídico que está allí para demostrar –una y otra vez– que los chilenos no somos iguales ante la ley, pues hay delitos que gozan de impunidad o de penalidades ultraleves que afectan, en general, a las fuerzas armadas, a pactos parlamentarios con las empresas desde el interior de las cámaras de representantes, a zonas de privilegios que tocan impuestos y dineros estatales que deberían estar disponibles para cubrir necesidades sociales.
Pero no se trata de negar que la abierta corrupción y los delitos tributarios atraviesan y corroen diversos escenarios internacionales. La corrupción se extiende porque es un lastre que porta el intensificado modelo neoliberal. Un modelo que libera a sus sujetos poderosos de la angustia y de la melancolía mediante la inoculación de un híper activismo voraz por acumular riqueza para ejercer dominaciones, pero también como una forma de juego adictivo.
En este contexto, lo que entendíamos por izquierda institucional ya demostró sus debilidades, su deficiente capacidad de énfasis en sus negociaciones para frenar la expansión de la desigualdad, un pragmatismo sin rumbo y, desde el punto de vista simbólico, la falta de comprensión de lo que significa un sujeto público y cómo se destruye la credibilidad política por las irregularidades en que se ven envueltos sus próximos. El “caso Dávalos”, la insólita jubilación de la ex esposa de Osvaldo Andrade, Soquimich y su estela perturbadora de relaciones con familiares de víctimas de derechos humanos, entre otras sensibles irregularidades, han sido claves para detonar una estruendosa caída en la confianza de líderes y representantes que son percibidos como receptores o como posibilitadores de zonas de privilegios.
La suma de distintos elementos negativos produjo el derrumbe de “esa” izquierda difusa que no pudo o no supo cómo modificar el campo político, qué frenar, qué impulsar o cómo separarse de su gemelar derecha, ni menos se abocó a entender la dificultad de las vidas y de las aspiraciones de sus representados, porque se limitaron al ejercicio cupular de la política, desconociendo el relato vital y el legítimo resentimiento de la población.
Entonces hay un espacio vacío, el necesario espacio para generar una emancipación que transcurra en esas zonas opacas en las que se cursa el sistema social, una emancipación que siguiendo el pensamiento de Jacques Rancière mueva los límites de lo posible y de lo pensable. Ese espacio vacío, por ahora, se resuelve en un conjunto multifocal de demandas y de protestas.
El “No + AFP” es central como síntoma, porque es un nudo (ciego) donde convergen capital, vida y ciudadanía. Precisamente en el “ahorro” obligatorio de la población trabajadora chilena se puede ver hasta qué punto se produce un constante y abierto desfalco de los fondos que capturan las empresas. Su cara más visible son las jubilaciones irrisorias que marcan el presente y lo que será todo el frágil futuro de los ahorrantes. Pero esa es apenas una parte, porque los fondos a los que acceden estas empresas se mueven cada día generando ganancias inconmensurables para sus dueños y directivos.
Cómo se sustenta este acuerdo devastador, quiénes lo sostienen, por qué lo sostienen, para quiénes lo sostienen. Por supuesto ya se saben todas y cada una de las respuestas; sin embargo es un territorio que permanece intocado y, aun más, parece inamovible y es inamovible porque la cúpula política lo mantiene.
Y dentro de “esa” izquierda hay que considerar al Partido Comunista, que hasta el año 2014 permaneció (obligatoriamente) afuera, y desde ese afuera sostuvo, en parte, las legítimas resistencias al modelo. Su ingreso al gobierno ha sido más bien mediocre o, por qué no decirlo, directamente mediocre, pues, en rigor, no consiguió ser un aporte para la opresión que experimentan mucho más de la mitad de los ciudadanos, sino más bien opera como una pieza que, bajo la premisa de apoyar a los débiles, termina inevitablemente sosteniendo a los fuertes, y a la vez le otorga al gobierno la necesaria máscara de “esa” izquierda (por cierto satanizada) que necesita como contrapeso de sí misma.
Pero en el interior de este escenario, habría que destacar al alcalde de Recoleta, Daniel Jadue, militante comunista, como una “excepción” en la medida que con la creación de la farmacia popular en su municipio produjo un hecho ejemplar, al poner a disposición de los habitantes de su comuna un precio justo o más justo para los medicamentos que consumen. Esta farmacia popular se transformó en el gran signo que rompió supuestos y alteró de manera positiva el mapa social por su proliferación a nivel nacional. Daniel Jadue “hizo política”, pues produjo una modificación que trajo un doble alivio para atender solidariamente malestares simbólicos y físicos.
Pero, junto con el reconocimiento a los méritos del alcalde de Recoleta, que pertenece al conglomerado, hay que enfrentar el ocaso del que parecía ser el último o, quizás, el único proyecto político transformador de sí mismo: “la Nueva Mayoría”, encabezado por Michelle Bachelet. Esta estructura se hundió porque puso en evidencia, de manera demasiado violenta, los nudos que atan lo público y lo privado. Mostró cómo y hasta dónde lo privado se nutre de lo público. En definitiva, habría que entender que “ese” centro y “esa” izquierda han estado capturadas en el cepo de la derecha política, cultural y empresarial porque en parte ya le pertenecen, son lo mismo por la fusión y confusión que experimentan. Michelle Bachelet, como líder de “ese” cambio, con una propuesta, a mi juicio, importante, fue arrollada por su familia, específicamente, su hijo. Su propia coalición le pasó la “retroexcavadora”. Guardó un silencio fatal ante irregularidades que la debilitaban, como la intempestiva visita del ex presidente Lagos a La Moneda, invitado por el ineficaz y ambiguo Jorge Burgos, ex ministro del Interior (que debería haber sido despedido en ese mismo instante). La inclusión de “lobbystas” en altos cargos públicos y en su gabinete. La presencia preferencial en educación de un frente político que estaba fuera, como es Revolución Democrática, que después se iba a “lavar las manos” como Poncio Pilatos. La dilación excesiva e incomprensible del proyecto de aborto bajo tres causales y para qué seguir.
Por otra parte, fuera de zona de silencio y, más bien, en una modulación continua, está el pueblo mapuche y sus demandas; la militarización de la zona, el incumplimiento de los acuerdos, la pobreza que los rodea. Pero también hay que leer allí prácticas focales de insurrección que provienen de resistencias ancestrales que resultan imposibles de controlar, y que si bien auguran la intensificación de medidas represivas, esas mismas medidas van a resultar insuficientes, porque ya son siglos de resistencia, y allí hay un saber político y poético que resulta ininteligible para las autoridades de todos los tiempos.
Y desde otro lugar, la situación de la mujer continúa rodeada por un cúmulo de discriminaciones en todos los órdenes de su vida. En ese sentido resulta inaceptable que la presidenta de la República, Michelle Bachelet, que encabezó ONU mujeres, no haya formado un gabinete paritario. Más allá del machismo de los partidos políticos chilenos y sus exigencias ministeriales, ella pudo, como un gesto simbólico y emancipador, trazar un mapa público otro, más liberador y propositivo y, a la vez, inscribir su impronta en la historia. Cuando quiso “invertir” los lugares y poner a su hijo como “primer damo” (algo parecido a una caricatura o un chiste) se precipitó la catástrofe. Se trataba, en realidad, de combatir esos lugares subsidiarios asociados al matrimonio y no de confirmarlos en el interior de la familia.
Ya lo he dicho antes, que no me interesa un “mujerismo” de tipo esencialista. Me parece indispensable visibilizar y democratizar en todas las esferas, incluida la pública, a las mujeres para, desde ese lugar paritario, observar, combatir, tomar decisiones y optar. Nada garantiza a una mujer, eso lo sabemos, pero tampoco a un hombre. Porque esa invisibilidad, esa falta de democracia en los cuerpos ciudadanos, permite, por una parte, la idealización acrítica de la mujer por parte de las mismas mujeres, la irregularidad mayúscula en los salarios, en las jubilaciones, en el maltrato y los crímenes.
El Sename desde siempre ha sido una zona de expiación, sufrimiento, abusos físicos, abusos sexuales y hasta muerte de niños y adolescentes; una microzona de horror para parte de la infancia, mientras en las operaciones financieras privadas que sostienen a esta institución circulan lobbystas y altos ex funcionarios que después actúan como proveedores de servicios, inmersos en notables conflictos de intereses que ameritan toda clase de investigaciones. Hoy habría que destacar de manera especial al diputado Saffirio que se atrevió a denunciar la actualidad de esta institución y abrió un debate, por decir lo menos, tétrico. Por otra parte, la pregunta más crítica, mucho más oscura, es por qué hay tantos niños en esa institución, una pregunta que permite imaginar la complejidad y la gravedad de los desastres e irregularidades indescriptibles que asolan las subjetividades de las familias pobres, hasta el punto en que son declaradas incompetentes para mantener en su interior a sus hijos y parientes. Preguntarse también, con otra tonalidad y con una ética real, hasta qué punto el Estado chileno colabora activamente en el fomento de la delincuencia infantil y juvenil en la medida que no protege a los niños que debería cautelar. Y no cautela por su insensibilidad ante la vida concreta de las personas y por las deliberadas redes de oportunismo económico en que se tejen sus instituciones.
Cómo enfrentar estos dilemas desde una izquierda parece ser una de las preguntas más candentes. Desde luego habría una serie no menor de respuestas. En mi caso, pienso que hay que moverse y desmarcarse de la institucionalidad actual para mirar desde fuera con una posición móvil, ligarse a las iniciativas que realmente apunten a emancipar el campo político y deconstruir la “seudo” izquierda, que, en realidad, está allí solo para la construcción de cúpulas y conseguir la mera acumulación de poder.
De acuerdo: es necesario el poder, de hecho el poder está en todas partes y circula por todo el ámbito social. Sin embargo, cuando los movimientos y los incipientes partidos lo reclaman es necesario examinar sus resultados. Durante la última elección municipal, el slogan del PRO fue: “Yo Marco por el cambio”, un lema de terror que recuerda las peores prácticas del culto a la personalidad, pero que, en este caso, más allá de su anacronismo, condujo a un descalabro. Sí, el poder es indispensable, pero para detener el desenfreno, para mirar a las otras y a los otros, para permitir que sus voces lleguen al espacio público y hablen sus historias, sus deseos, sus luchas y sus sufrimientos. Apostar a otra narrativa social, una poética comunitaria que le dé sentido a la vida, al acto de vivir. Esa narrativa que todavía no se consolida, pero que sin duda está allí, agazapada, en movimiento, esperando su momento y su tiempo más justo.