El historiador italiano Enzo Traverso se hizo esta pregunta y el resultado es su libro The New Faces of Fascism, dedicado a analizar el surgimiento de una nueva derecha en casi todos los países de la Unión Europea. El fenómeno actual, sin embargo, está lejos de pretender ser una “religión laica” a la manera del fascismo histórico, pues se limita a ofrecer recetas políticamente reaccionarias y socialmente regresivas, invocando el restablecimiento de la soberanía nacional, la adopción de cierto proteccionismo económico y la defensa de identidades nacionales en apariencia amenazadas.
por Marcelo Somarriva I 31 Octubre 2020
Hacia fines de la década pasada, la elección de Donald Trump, el triunfo del Brexit y el surgimiento de diversas opciones políticas autoritarias en el mundo parecieron conformar lo que algunos analistas consideraron como una especie de familia política cuyo denominador común era una inclinación al populismo nacionalista. Ya que este controvertido binomio se considera como un paso decisivo en el camino hacia el fascismo, desde entonces se han hecho habituales los debates sobre la posibilidad del regreso de una de las más horribles pesadillas de la historia. Una polémica que se ha acentuado con el recrudecimiento reciente de algunas expresiones racistas.
Hablar de fascismo es difícil, porque el concepto tiene límites difusos, incluso en su sentido histórico, aplicado a los regímenes que le dieron su forma original en las décadas de 1920 y 1930, y es fácil de manipular conforme a los intereses políticos de quien lo use. El concepto ha viajado a través del tiempo, sirviendo para distintas situaciones y escenarios. En 1944, el escritor británico George Orwell advertía que en su país la palabra se aplicaba a tal variedad de instituciones, personas e incluso cosas –desde los rotarios hasta los perros– que había perdido completamente su significado. Más de 70 años más tarde, en Chile sucede algo similar y la palabra “facho” ha terminado convertida en un insulto frecuente. La palabra se usa con liviandad, tanto a nivel coloquial como en un pretendido debate académico que se cancela prematuramente cada vez que alguien acusa a su contendor de “fascista”, con voz engolada y rotunda, sin dar mayores explicaciones.
¿Qué sentido tiene hablar de fascismo en el siglo XXI?
Enzo Traverso se hizo esta pregunta y el resultado es su libro The New Faces of Fascism, traducido con demasiada libertad por la editorial Siglo XXI como Las nuevas caras de la derecha. Traverso es un connotado especialista en la historia del siglo XX, experto en revisionismos y en el uso político y ritual que se hace de la memoria histórica. Es también una especie de autoridad en los espectros de las revoluciones derrotadas. En su libro Melancolía de la izquierda plantea que este fracaso ha paralizado el surgimiento de utopías como opciones plausibles de futuro, como un horizonte de posibilidades abiertas y no solo una eterna repetición del presente. Un fenómeno que entre sus muchas consecuencias contradictorias en parte puede explicar el escenario político reciente.
El nuevo trabajo está dedicado a analizar el surgimiento de una nueva derecha en casi todos los países de la Unión Europea, para contrastarlo con el fascismo histórico. Según Traverso, estaríamos frente a un dilema peculiar, ya que para comprender esta nueva realidad política el fascismo histórico sería inadecuado e indispensable a la vez.
La nueva derecha global, según Traverso, es un fenómeno heterogéneo, con algunas coincidencias, como su tendencia general a desafiar los poderes establecidos y la globalización, pero con muchas diferencias. Más que fascismo, según él correspondería hablar de posfascismo, concepto que enfatiza sus diferencias con su precedente histórico, al cual en cierta forma prolongan, pero transformándolo. Distinto sería el caso del “neofascismo”, que directamente buscaría continuar con el fascismo histórico, proyectándolo en el futuro.
Uno de los problemas que supone el concepto de fascismo como herramienta de análisis es la extraordinaria ductilidad que adquirió tras la posguerra, sirviendo para definir las dictaduras militares de Latinoamérica y caracterizar algunos síntomas del capitalismo liberal. Es conocida en este sentido la opinión del cineasta y escritor Pier Paolo Pasolini, para quien “el verdadero fascismo” era “la sociedad de consumo”. Definición que no ayuda mucho: no deja a nadie a salvo y acentúa el carácter “transhistórico” del concepto, sugiriendo que para existir no necesita de botas ni de un brazo levantado en actitud marcial.
En el período de entreguerras el fascismo propuso una alternativa total, una especie de tercera vía entre lo que parecía un orden liberal decadente y el comunismo, planteando un nuevo proyecto de sociedad o una nueva civilización. Para analizar el concepto histórico del fascismo Traverso revisa las interpretaciones de tres autores que considera claves: George L. Mosse, Zeeve Sternhell y Emilio Gentile, advirtiendo que cada uno tiene sus sesgos, algo inevitable en un concepto que nunca es neutral. Para los tres el fascismo era simultáneamente una revolución de derecha, una ideología, una manera de ver la vida y también una cultura que pretendía modificar la imaginación colectiva y construir un hombre nuevo. Los tres consideran que el fascismo era más que un acopio de negaciones; se trata de una ideología cohesionada cuya suma total era, sin embargo, una unión de elementos heterogéneos muchas veces contradictorios. Su delirio mítico y su culto por la sinrazón convivían con un frenesí tecnocrático y modernista. El fascismo era arcaizante y reaccionario, y al mismo tiempo enaltecía a la juventud y el futuro.
Según Traverso estos autores difieren al momento de incluir o descartar movimientos dentro de esta etiqueta, excluyendo o incluyendo a la Alemania nazi, al franquismo, a la Francia de Vichy o al salazarismo de Portugal, y ponen distinto énfasis en su naturaleza ideológica o cultural. Los tres, sin embargo a su juicio cometieron el error de subestimar el papel que el anticomunismo ocupó en su génesis y su recurso general por la violencia. El anticomunismo fue tan importante para el fascismo como lo sería luego el antifascismo en la masificación del comunismo durante la Segunda Guerra Mundial y el período posterior.
El posfascismo actual no tiene los valores concretos del fascismo histórico, ni sus aspiraciones intelectuales. Solo ofrecería recetas políticamente reaccionarias y socialmente regresivas, invocando el restablecimiento de la soberanía nacional, la adopción de formas de proteccionismo económico y la defensa de identidades nacionales supuestamente amenazadas. Para Traverso, Trump sería un líder posfascista sin fascismo, y su comportamiento sería involuntario e inconsciente. Esto último puede ser discutible, pero el hombre de pelo naranja parece no haber abrazado un ideario fascista de manera completa.
Un asunto difícil de resolver es hasta qué punto la extrema derecha comparte o no con el fascismo histórico la tendencia de ponerse a sí mismo en oposición a alguna clase de “otro”, ya que esta retórica no parece haber desaparecido del todo, como lo prueban en algunos casos el recurso a la homofobia, el antifeminismo y la descarga de xenofobia que suele dirigirse sobre inmigrantes y minorías étnicas. Es probable que el antisemitismo ya no ocupe el papel que desempeñó en el fascismo histórico, pero su veneno sigue dirigiéndose contra musulmanes, negros y latinos.
Traverso discrepa de la corriente general que considera a la nueva derecha como una “familia” unida por el populismo nacionalista, principalmente porque el concepto de populismo se ha manoseado tanto, que se ha vuelto inasible o por último un eslogan. El populismo sería un estilo de hacer política al que pueden recurrir tanto la izquierda como la derecha, para exaltar las virtudes “naturales” de un pueblo y oponerlas contra una élite. El principal problema que Traverso detecta en el uso de esta fórmula es la implícita concesión que hace al “orden neoliberal”, al volverlo una norma, de la que cualquier desviación es populismo.
Sin embargo, tanto el populismo como el fascismo encarnan una tendencia “anti–política”, donde la autoridad se define ante todo como un buen administrador, pragmático y enemigo de una élite política e ideológica. Pero Traverso advierte que si la política ha dejado de representar valores para convertirse en mera gobernanza o una agencia para distribuir el poder y administrar grandes recursos, vaciándose así de todo contenido y dejando el campo abierto a la anti–política, lo importante no es poner el grito en el cielo, sino indagar cuáles serían las causas de esto. Y para él, los críticos de la anti–política populista son muchas veces sus mismos causantes, a quienes llama “pirómanos disfrazados de bomberos”, frase que se parece harto a la que usara Orwell para condenar el pensamiento de la izquierda de su tiempo, “una especie de juego con fuego por personas que ni siquiera saben que el fuego quema”. Antes de su muerte Tony Judt, que había escrito sobre la irresponsabilidad de los intelectuales que contribuyeron con el totalitarismo del siglo XX, escribió sobre la irresponsabilidad de sus pares del siglo XXI que rechazaban las ideas, aplanando toda discusión, invalidando la política y normalizando la desigualdad. No deja de ser una paradoja que la ausencia de propuestas de la izquierda haya permitido que la derecha radical se convierta en la fuerza más influyente en contra del llamado “sistema”.
Recuperar el sentido del fascismo es indispensable para que vuelva a ser una herramienta útil de análisis ideológico y deje de ser un arma arrojadiza que distintos rivales, muchas veces sospechosos, se lanzan mutuamente por la cabeza. Traverso discute la etiqueta del islamo–fascismo, usada en ocasiones para desacreditar al mundo árabe completo, pero no se refiere a la Rusia de Putin ni al papel que esta ocupa en el surgimiento de una nueva derecha.
En relación con esto último, el historiador Timothy Snyder diagnostica el surgimiento de lo que llama “esquizo–fascismo”, donde fascistas acusan de fascistas a sus rivales, sean o no fascistas. En su libro El camino hacia la no libertad, Snyder observa el panorama político de Rusia y Estados Unidos desde una perspectiva similar a la de Traverso, una planicie donde el futuro aparece clausurado en un eterno presente. Snyder caracteriza lo que llama “las políticas de lo inevitable”, donde el futuro aparece como una mera repetición de un presente donde se asegura que todo está bien y no hay alternativas posibles, y “las políticas de la eternidad”, donde el tiempo ya no sería una línea hacia el futuro, sino un círculo que vuelve siempre sobre las mismas amenazas del pasado. En las “políticas de la eternidad” no hay responsables políticos porque la amenaza del enemigo externo seguirá siempre afuera, sin importar lo que hagamos puertas adentro. Procedimiento que para este historiador ha sido una tradicional estrategia fascista, y que hoy vemos en las ficciones políticas que se difunden mediante la tecnología.
De acuerdo con el análisis de Snyder, el fascismo ruso sí tendría aspiraciones ideológicas, por disparatadas que parezcan. El régimen de Putin, en su empeño por eternizarse en el poder, recuperó la figura olvidada del nazista Ivan Ylyín y habría patrocinado la actuación de una estrambótica pandilla de líderes de opinión encabezada, entre otros, por Alexander Dugin (quien alguna vez expresó su admiración por el nazi chileno Miguel Serrano). Dugin y otros han contribuido a formar el “esquizofascismo” en una nación que aparece como dirigida por Putin para liberarse de un maligno Occidente y del capitalismo global mediante la abolición de la modernidad. Rusia, siempre una víctima, nunca podrá ser fascista porque eso es cosa de sus enemigos.
La ambigüedad conceptual del fascismo y su capacidad de viajar por el tiempo tienen su correlato contemporáneo en un antifascismo cuyos contornos son igualmente difíciles de definir, y cuya manifestación más activa sería el movimiento global Antifa. Un movimiento global, horizontal y sin líderes, que en Estados Unidos ha emprendido una violenta cruzada anti–racista y anti–supremacista, especialmente tras la llegada de Trump a la presidencia, oponiéndose a que sus seguidores más radicales difundan sus ideas públicamente. El principal argumento para esto es que en Estados Unidos la difusión de discursos de odio no se encuentra penada por la ley.
Según el Manual de antifascismo del historiador Mark Bray, las raíces de Antifa estarían en los movimientos antifascistas europeos de los años 1920 y 1930, que se opusieron a palos a la emergencia de grupos armados. No obstante, la fuente más directa de los procedimientos actuales de Antifa sería la escena punk de fines de los 70, donde neonazis y skinheads fueron repelidos violentamente por sus adversarios de izquierda.
Antifa parece ser muchas cosas… y su adversario también. Según el mencionado manual, sería una suerte de ideología, una identidad, una tendencia, un medio de autodefensa. El fascismo, más allá del racismo y la defensa de las minorías, es un concepto que puede expandirse hasta incluir al capitalismo y la democracia liberal. Con conceptos tan elásticos de antifascismo y fascismo, hay un riesgo probable de que los extremos se topen y el debate político termine convertido en una continua pelea callejera, pelea que invariablemente adquiere los contornos de un círculo vicioso de destrucción y represión violenta que puede perpetuarse para desgracia de todos.
The New Faces of Fascism, Enzo Traverso, Verso Books, 2019, 208 páginas, $19.000.