La guerra en Ucrania muestra que Washington ya no está en condiciones de imponer su criterio. En las décadas de 1990 y 2000, Rusia era débil y EE.UU. la superpotencia única. Hoy, la situación es diferente: con China, India, Turquía o la propia Rusia, el mundo comienza a transitar hacia un orden multipolar. Es un régimen mucho más inestable, donde las potencias están vigilantes y nerviosas, y el conflicto es probable. La atención de los actores se divide entre varios, se generan y rompen alianzas con facilidad, la seguridad de todos queda amenazada y las represalias son comunes. La historia demuestra, en cambio, que las grandes épocas de paz se producen cuando el orden es unipolar o bipolar.
por Juan Ignacio Brito I 6 Julio 2022
Bombas rusas caen sobre Kiev, Járkov y Mariúpol. Entre las ruinas humeantes no solo yacen los restos de vidas, recuerdos y viviendas destrozados por la guerra, sino también los escombros del orden mundial que imperó en las últimas tres décadas. El retorno a gran escala de la guerra a Europa pone otro clavo en el ataúd del orden liberal internacional que acompañó el auge geopolítico norteamericano. Representa, asimismo, un paso hacia un futuro desconocido y peligroso, donde diversas potencias competirán por hacerse espacio en un escenario revuelto. La ofensiva lanzada por Vladimir Putin el 24 de febrero ratifica lo que ya antes de esa fecha era una tendencia irreversible: el colapso del régimen que predominó después del fin de la Guerra Fría y su progresivo reemplazo por un orden aún en ciernes.
Lejos se encuentra hoy el optimismo que generaron en su tiempo la caída del Muro de Berlín (1989) y el derrumbe de la Unión Soviética (1991), los acontecimientos que sellaron el término de la confrontación entre Estados Unidos y la URSS, conflicto que mantuvo en vilo a la humanidad durante 45 años. Como en el mito del eterno retorno, ahora Occidente se enfrenta otra vez al desafío que proviene de Moscú e incluso vuelve a hablarse en voz baja de una pesadilla que la humanidad parecía haber descartado: la amenaza nuclear. Hoy es tiempo de pesimismo.
La singularidad de la configuración geopolítica de la década de 1990 consistió en lo que el comentarista norteamericano Charles Krauthammer denominó “el momento unipolar”. Un período especial, en el que existió una sola potencia hegemónica indiscutida. Su poder era tal, que imponía sin contrapeso las reglas que ordenaban el comportamiento de todos los actores del sistema internacional. Estados Unidos era el único país con intereses globales y capacidad para desplegar su influencia y poder en todos los rincones del orbe, ya fuera la guerra por la disolución de Yugoslavia en los Balcanes, la hambruna provocada por las luchas intestinas en Somalia, la democratización de Taiwán o las reformas económicas inspiradas por el Consenso de Washington en América Latina. Todo esto apalancado por un músculo militar incontrarrestable: Washington tenía las fuerzas armadas con mayores capacidades, por lejos el gasto militar más elevado y era el principal exportador de armas. Bajo la garantía de seguridad norteamericana, el mundo vivió décadas de una estabilidad que solo se vio amenazada por algunos amagos de incendio rápidamente apagados por la “hiperpotencia” estadounidense, como la calificó el canciller francés Hubert Vedrine.
Hay una explicación estructural para la calma de la posguerra fría. En 1979, Kenneth Waltz, profesor de ciencia política en la Universidad de California-Berkeley, publicó un libro que hasta hoy genera debate en el campo de las relaciones internacionales. La idea central de Teoría de la Política Internacional era simple: partiendo de la base de que las relaciones internacionales tienen lugar en un ambiente anárquico, que se distingue por la ausencia de un poder centralizado que dicte y haga respetar normas universalmente aceptadas, y que esa falta de orden y organización impulsa a los actores a proveer su propia seguridad en un régimen de autoayuda, Waltz concluyó que el desempeño de las unidades del sistema se encuentra condicionado por la manera en que está distribuido el poder en este. O sea, por su estructura. El carácter anárquico del sistema internacional obliga a sus partes (actores) a ejercer funciones similares (todos buscan prioritariamente la seguridad propia). Por lo tanto, su diferenciación no va por el lado del rol que cumplen, sino por el de las capacidades que cada cual consigue desplegar. Así, lo que determina la conducta de las potencias es la estructura del sistema, y esta viene dada, según Waltz, “por el número de sus miembros”.
De esta forma, el carácter unipolar del orden mundial luego de concluida la Guerra Fría sería lo que explica su estabilidad. Al haber un solo centro de poder relevante, la estabilidad resultaba garantizada, porque nadie poseía las capacidades suficientes para plantearse como amenaza real frente a Estados Unidos.
Sin embargo, no fue la lectura propuesta por Waltz la que se impuso una vez terminada la Guerra Fría. Por el contrario, Estados Unidos se convenció a sí mismo de que había derrotado a la URSS y sus satélites no por un cambio en la estructura del sistema internacional (que pasó de bipolar a unipolar), sino por la superioridad de su modelo político, económico y social. La tesis que terminó por convencer a Washington tiene más que ver con la noción del fin de la Historia, postulada por Francis Fukuyama, que con las propuestas neorrealistas de Waltz. “Si el mundo de la posguerra fría tuvo un padrino, ese fue Fukuyama”, sugirió Andrew Bacevich, profesor de la Universidad de Boston, en su libro The Age of Illusions (2020). Bacevich añade que la narrativa sugerida por Fukuyama resultaba muy cómoda para la élite de la política exterior norteamericana: entregaba un argumento perfecto para mantener el curso ya establecido en la Guerra Fría de promover el proyecto del orden liberal internacional, aunque ahora extrapolándolo hasta una dimensión planetaria. La victoria de la democracia sobre el totalitarismo soviético y los autoritarismos de derecha, unida al triunfo del mecanismo de mercado por sobre las recetas estatistas, ayudó a generar la certeza de que el mundo sería un lugar mejor si se parecía a Estados Unidos.
Hacia fines de los 90, la secretaria de Estado Madeleine Albright señalaba que Estados Unidos era “la nación indispensable”: no solo tenía un poder inigualado, sino que también encarnaba el modelo ideal. Bajo el alero norteamericano, el mundo avanzaba de manera inexorable en dirección del progreso y la libertad a través de la democracia y el capitalismo globales. Los hechos parecían confirmarlo: la democracia y el capitalismo ganaban adeptos de forma incontrarrestable. “Mirando al mundo a finales del siglo XX, uno podía ser excusado por creer que la historia se estaba moviendo en la dirección del progresismo y del liberalismo internacionalista”, escribió en 2018 G. John Ikenberry, profesor de la Universidad de Princeton. Como ha sostenido el politólogo Robert Kagan, el planeta atravesaba por la “era de la convergencia”.
Probablemente, fueron el sentido de misión y el espíritu de cruzada de Estados Unidos los que hicieron que Washington actuara como si las cosas apuntaran indefinidamente en el sentido del proyecto liberal que impulsaba. La pregunta clave, como afirmó Michael Mandelbaum en su libro Mission Failure (2016), era si Estados Unidos actuó como lo hizo durante la posguerra fría porque sus ideas eran superiores e irresistibles para el resto o, simplemente, porque pudo hacerlo gracias a su condición de superpotencia única. Pocos se cuestionaron si la razón verdadera para la estabilidad de la posguerra obedeció más a una favorable distribución estructural de capacidades que a un programa ideológico, como el del orden liberal internacional. En The Hell of Good Intentions (2018), el académico de la U. de Harvard Stephen M. Walt afirmó que Estados Unidos persiguió durante la posguerra fría una política exterior de “hegemonía liberal” basada en dos premisas copulativas: “1) Estados Unidos debe ser mucho más poderoso que cualquier otro país, y 2) debería usar su posición de primacía para defender, ampliar y profundizar los valores liberales alrededor del mundo”.
En ambas premisas descritas por Walt, la condición necesaria es ser superpotencia única, al punto que John Mearsheimer indicó derechamente en The Great Delusion (2018) que una política exterior basada en la hegemonía liberal, como la promovida por Washington en la posguerra fría, solo puede darse bajo una distribución de poder unipolar. En esta, “la gran potencia única no tiene que preocuparse de ser atacada por otra potencia, ya que no hay ninguna”. Para Mearsheimer, la política exterior liberal es por definición mesiánica, activista y militarista, lo cual genera frustración (sus objetivos no son alcanzables en la práctica), conflictos (afecta los intereses de actores que se sienten amenazados por la hiperactividad y el intervencionismo que la acompaña) y elevados costos humanos y materiales. En definitiva, la aplicación del programa liberal internacional siempre termina afectando y arriesgando la perdurabilidad de los valores liberales: el orden liberal internacional contiene la semilla de su propia destrucción y depende para su aplicación de una estructura favorable en el sistema internacional.
En consecuencia, cuando dicha estructura comenzó a verse alterada por el debilitamiento del poder norteamericano en el siglo XXI, también se hizo inviable el proyecto global del orden liberal internacional cuyo avance y sostenibilidad dependía de aquella. Los ataques del 11 de septiembre de 2001, las largas guerras en Afganistán e Irak, la crisis financiera de 2008 y la renovada asertividad de potencias como China, Rusia, Turquía o India, asestaron un golpe mortal a la hegemonía norteamericana. La estructura que dio soporte al proyecto liberal sufrió transformaciones progresivas al empezar a transitar desde una configuración unipolar, que suponía altos niveles sistémicos de estabilidad, a una situación embrionaria que parece conducir hacia la multipolaridad. Como manifestó Waltz, una transición de esta naturaleza “cambia las expectativas acerca de cómo se van a comportar las unidades del sistema y sobre los resultados de sus interacciones”.
Entre todas las posibles configuraciones de poder, la unipolaridad es la que ofrece mayor estabilidad, seguida por la bipolaridad, en la cual dos rivales se enfrentan y dedican todos sus recursos y atención a la competencia mutua, lo cual permite que se establezcan canales de comunicación e incluso acuerdos entre ambos para administrar el sistema. Esto es justamente lo que ocurrió durante la Guerra Fría entre Washington y Moscú. Un período tenso, pero esencialmente estable (en especial, si se le compara con la primera mitad del siglo XX), que el historiador norteamericano John Lewis Gaddis ha caracterizado como “la paz larga”. Por el contrario, la multipolaridad es sin duda la más inestable y peligrosa; en ella, las potencias caminan sobre el filo de la navaja y el conflicto siempre es posible, porque la atención de los actores-países se divide entre varios, quienes pueden generar y romper alianzas con facilidad, amenazando la seguridad del resto y provocando represalias y contramedidas. En una estructura multipolar, las unidades cambian su conducta: están siempre vigilantes y nerviosas, porque temen una vida corta, brutal y desagradable. Para neutralizar el peligro, pueden recurrir al balance de poder (en el cual las fuerzas se contraponen y equilibran, neutralizándose) y a una diplomacia lo suficientemente hábil y experta para navegar en aguas siempre procelosas.
Este parece ser el mundo al que estamos ingresando. La guerra en Ucrania muestra que, pese a las sanciones y su poderío militar, Washington ya no está en condiciones de imponer su criterio. En la década de 1990 y del 2000, Rusia era débil y Estados Unidos la superpotencia única. Moscú se vio obligado a aceptar la expansión de la OTAN y la pérdida de su esfera de influencia en un ambiente unipolar que condicionaba su comportamiento y el de Estados Unidos, promotor del proyecto liberal. Hoy, la situación ya no es la misma. La unipolaridad no existe y Rusia se siente con la fuerza para invadir a su vecino, con el propósito de impedir a toda costa que adhiera al bloque militar atlántico. Estados Unidos, cuya sola estatura geopolítica hubiera disuadido hace unas décadas una acción como la emprendida hoy por Putin en Ucrania, ahora debe conformarse con poner sus esperanzas en las sanciones económicas. La distribución del poder en el sistema ha cambiado y Estados Unidos ya no puede operar como lo hacía antaño: la nueva realidad geopolítica condiciona su comportamiento, como el de todos los demás actores del sistema.
Imagen de portada: Expirado, de Martín Eluchans.