De acuerdo al autor de este texto, si bien las normas siempre se han inscrito en los cuerpos, ello ha requerido hasta ahora de la mediación de instituciones y saberes, como la pedagogía o la medicina. Hoy ya no más: la tecno-industria farmacológica y quirúrgica hace ahora posible incidir directamente sobre el cuerpo y, preferentemente, sobre esa delicada área, la identidad sexual. Por sobre ella está, claro, eso que llamamos neoliberalismo, un dispositivo biopolítico que, amparado en la idea de libertad, supuestamente nos permite elegir —y vender— todo.
por Eduardo Sabrovsky I 26 Junio 2025
En años recientes, y en el mundo entero, las universidades han venido incorporado a sus estructuras oficinas de género, cuya función principal es promover la igualdad de género en todos los aspectos de las labores académicas, así como velar por el cumplimiento de normativas sobre acoso sexual y similares. Hasta aquí, todo bien.
Ahora, como es de esperar, estas oficinas publican informes periódicos sobre el cumplimiento de sus metas. Y, entre ellos, informes cuantitativos de las denuncias que reciben por incumplimiento de las mencionadas normas. Y también, como es de esperar, esta información se suele presentar tabulada según diferentes criterios, uno de los cuales suele ser la identidad sexual de los denunciantes. No obstante, aquí nos encontramos con una sorpresa: donde lo esperable sería que las categorías fuesen “Hombre” y “Mujer”, en no pocas ocasiones dichas categorías se presentan precedidas del prefijo “Cis”: “Cis-Hombre”; “Cis-Mujer”.
¿Qué significa esto y cuáles son sus alcances?
Según la Enciclopedia Británica (EB) online, cisgénero es “el término utilizado en referencia a las personas cuya identidad de género se corresponde con su sexo asignado al nacer. El prefijo cis deriva del latín y significa ‘de este lado de’ o ‘del mismo lado que’”. Y agrega la misma fuente: “El término cis contrasta con el prefijo derivado del latín trans, que significa ‘a través de’ o ‘al otro lado de’, y que se utiliza —como en transgénero o, simplemente, trans— para describir a las personas cuya identidad de género no coincide con el sexo que se les asignó al nacer”.
La cita proviene de la edición de la EB actualizada al 7 de abril de este año. Y en ella, así como en todas las demás fuentes que es posible consultar en internet, tácitamente se supone, como si se tratase de una verdad indiscutible, que la identidad sexual no sería más que una asignación: “El sexo asignado al nacer”. Ahora bien: una asignación es una convención social o cultural tras la cual no hay otro fundamento.
¿Pero es así, en el caso del sexo al nacer? No: en la sala de partos la evidencia sensorial de madre, padre y personal médico es anterior a toda asignación. Y depende no de un rasgo físico cualquiera, sino de los órganos sexuales de la/el recién nacido, tal como han podido ser quizás previsualizados mediante una ecografía, pero que solo en el momento del parto comparecen en toda su materialidad.
Por cierto, hay casos en que esa evidencia es ambigua. Pero ello es esperable, pues no estamos ante un decreto divino, sino ante el resultado de la evolución natural. En ella, por una parte, no solo hay fluidez y cambio, sino también estabilización en torno a rasgos favorables a la supervivencia y desarrollo de las especies. Y, en la casi totalidad de los seres vivos de mayor complejidad, el dimorfismo sexual es uno de tales rasgos. Pero ese dimorfismo no es ni podría ser tajante. Se trata, más bien, de un espectro de diferencias entre individuos que no se distribuyen homogéneamente, sino que tienden a acumularse en torno a los dos polos, femenino y masculino, que una larga, larga evolución, ha terminado por favorecer. Por cierto, en los bordes del espectro se pueden presentar casos excepcionales, pero nada de ello proporciona asidero al concepto de asignación, propio de la voluntad humana. Las excepciones, en cambio, son propias de la evolución, y es así como desde mediados del siglo XX en Holanda, prudente y efectivamente la medicina las empezó a tratar.
No obstante, con el aparentemente inocuo prefijo cis, la concepción según la cual el dimorfismo sexual no sería sino una anacrónica convención cultural va adquiriendo legitimidad; al anteponerlo a la identidad sexual, como los mencionados informes lo hacen, adquiere subrepticiamente un carácter normativo. Así, las identidades sexuales, no obstante provenir de la unión de gametos humanos, serían solo una entre las opciones que el libre mercado de identidades ofrece a sus consumidores. Algunos, quizás por falta de imaginación o iniciativa, se conformarían con la identidad “asignada”; otros, en cambio, quizás más innovadores y audaces, optarán por la transexualidad; de cualquier modo, se trata de opciones, y solo de ellas.
Las universidades se precian de someter todo, incluido su propio quehacer, al escrutinio racional. Sin embargo, parece no importarles dejar cuestiones como estas a merced de decisiones meramente administrativas, burocráticas. Y una vez sentado este precedente, ¿por qué detenerse allí? ¿Por qué no legitimar el dominio de la voluntad —la facultad de optar, sin más— hacia los demás aspectos de la naturaleza humana? Curiosamente, la noción según la cual todo en la naturaleza humana sería maleable, dócil ante la voluntad (“my body, my choice”) pasa hoy como de izquierdas; es “progresista”. No obstante, hubo un tiempo en que era considerada, ni más ni menos, como rasgo definitorio del capitalismo, en cuanto en él, la fuerza de trabajo se vuelve cuantificable. Y no solo en términos del salario que paga dicha fuerza, sino en términos de producción de mercancías a las que se les asigna un valor.
Pero Marx, pues de él se trata, solo pudo observar los inicios de este proceso que, en el presente, parece estar llegando a su culminación. Y si bien la fase neoliberal del capitalismo tiene mucho que ver con esto, no se trata en absoluto de un fenómeno circunscrito a la economía. Abarca potencialmente, cada uno de los aspectos de nuestra forma de vida contemporánea. En otras palabras, lo que llamamos neoliberalismo es más bien un dispositivo biopolítico que ha pasado a constituir la base de nuestras prácticas cotidianas y de nuestro sentido común. Más concretamente, en esta fase extrema, la abstracción se dirige ya no únicamente a la naturaleza externa y a la humana fuerza de trabajo, sino a todos los demás rasgos esenciales de nuestra especie. Y ello se expresa en fenómenos como la “economía de la atención”, en virtud del cual nuestra capacidad de estar presentes, y la misma temporalidad de nuestras vidas, se transforman en mercancía. O como la IA generativa, que parte con la apropiación de la totalidad del patrimonio de textos e imágenes de la humanidad, para luego pasar a constituirse en algo más que una prótesis: el rasero según la cual la capacidad creativa humana habría de ser evaluada.
La sexualidad es la más directa conexión de la especie humana con la naturaleza; esa conexión ha tornado siempre problemática e inquietante la cuestión del cuerpo humano. Por ello, ha sido históricamente el punto de ataque sobre el cual los más diversos regímenes de poder han operado de modo de disciplinar a las poblaciones que rigen. En el presente, la disciplina en cuestión es, precisamente, la que hace de los humanos consumidores enfrentados, una y otra vez, a opciones entre las cuales han de elegir sin otro fundamento que la propia libertad de elección. Y, una vez más, la sexualidad es el terreno en el cual, más allá de toda ideología —estas vienen después— se juega la posibilidad de pasar del terreno de los hechos a la legitimidad normativa: si la identidad sexual se puede elegir, entonces todo ha de serlo.
Si bien las normas siempre se han inscrito en los cuerpos, ello ha requerido hasta ahora de la mediación de instituciones y saberes, como la pedagogía o la medicina. Hoy ya no más: la tecno-industria farmacológica y quirúrgica hace ahora posible incidir directamente sobre el cuerpo y, preferentemente, sobre esa delicada área, la identidad sexual. Paradójicamente entonces, mientras se aspira a proteger a la naturaleza externa de los excesos de la tecno-industria, la naturaleza propia del ser humano, declarada inexistente, se convierte en territorio abierto a la explotación.
A diferencia de lo que sostienen los críticos conservadores del fenómeno, no estamos aquí ante culture wars, disputas confinadas al ámbito de la cultura y provocadas por las teorías de izquierda. Pues no se trata solo de cultura, sino de pura y dura evolución de la sociedad tecno-industrial moderna, hasta llegar a la fase actual, regida por el imperativo “¡has de elegir!”. Y este se deja caer, con toda su silenciosa fuerza, sobre la generación a la cual le ha tocado vivir el tiempo en el cual la profecía de Marx y Engels en el Manifiesto comunista —“todo lo sólido se desvanece en el aire”— ha pasado a ser realidad cotidiana. A falta de puntos de referencia, esta generación vive intensas crisis de identidad, cuyo punto focal es la sexualidad. Y es, por tanto, permeable a la oferta de parches tecno-médicos que van desde fármacos hasta tratamientos hormonales y mutilaciones quirúrgicas. De esta manera se impide a los jóvenes elaborar, en su interioridad abierta al mundo exterior, las dificultades propias de esa etapa de la vida. Faltos de esa imprescindible elaboración, difícilmente podrán llegar a ser adultos autónomos, capaces de sublimar el imperativo de elegir en un mundo que, crecientemente, se presenta como un inmenso supermercado tanto de objetos como de estilos de vida, hechos posibles por la tecno-industria (incluyo aquí a la industria cultural, por cierto).
La caída de niños y jóvenes en las redes de la transexualización suele iniciarse con un diagnóstico psiquiátrico: disforia sexual. Disforia es un término forjado a mediados del siglo XIX como antónimo de euforia, pero que no hace más que designar, en jerga científica, aquello que comúnmente entendemos como malestar, es decir, esa condición que Freud calificó de inherente al estar humano en el mundo. Pero la invención de un término técnico, a todas luces innecesario, cumple una función, pues legitima la medicalización del malestar, así como su adopción por parte de una sociedad poseída por el ansia de ser diagnosticada.
En su sitio internet, la American Psyquiatric Association enuncia ocho criterios, de los cuales seis de ellos, observados por al menos seis meses, serían suficientes para el diagnóstico de disforia sexual en niños. No obstante, tres de ellos describen comportamientos que, en tiempos en que la estricta separación de roles entre hombres y mujeres ha dejado de estar vigente, son considerados normales, a saber: 1. Fuerte preferencia por los juguetes, juegos o actividades estereotípicamente utilizados o practicados por el otro sexo. 2. Fuerte preferencia por compañeros de juego del otro sexo. 3. En los niños (sexo asignado), fuerte rechazo de los juguetes, juegos y actividades típicamente masculinos y fuerte evitación de los juegos bruscos; o en las niñas (sexo asignado), fuerte rechazo de los juguetes, juegos y actividades típicamente femeninos.
Entonces, un niño al que le gusta cocinar acompañado de niñas, en vez de participar en riñas callejeras, o una niña que, en vez de jugar con muñecas, prefiere practicar artes marciales en grupos que incluyen niños, cumplen con tres de los seis criterios. En otras palabras, están a medio camino de ser diagnosticados como sexualmente disfóricos. Pero hay algo peor: se está confundiendo aquí identidad sexual con rol sexual: las niñas a la cocina, los niños a la guerra.
Mediante esa falacia, niñas y niños son diagnosticados y entregados en bandeja a la industria farmo-tecno-médica y sus manipulaciones del cuerpo humano. Manipulaciones que, si se realizasen en animales, provocarían furibundas protestas. En cambio, en defensa de los derechos de los seres humanos objeto de la industria de la transexualidad, casi nadie levanta la voz.
A estas alturas, espero que los lectores se hayan percatado de que mi crítica, dirigida a cuestiones como la “asignación”, el imperativo a elegir y la tecno-industria fármaco-médica, nada tiene que ver con la antigua y venerable tendencia de seres humanos y ciertos animales a preferir objetos sexuales del mismo sexo: la homosexualidad femenina y masculina; la bisexualidad. Por el contrario, los blancos de mi crítica parecen más bien orientados a hacer desaparecer esta tendencia. Es decir, si a usted le atraen personas del mismo sexo, le ofrecemos un tratamiento que pondrá orden en esta cuestión. Así, por la razón (evolutiva) o la fuerza de la tecno-industria, al fin habremos logrado que la humanidad se componga solo de hombres y mujeres heterosexuales. Por cierto, ciertos transexuales son a la vez homo o bisexuales. ¿Pero no será que, más bien, querrían detransicionar? También para eso se ofrecen tratamientos.
Vuelvo a las universidades. La doctora Carole Hooven fue profesora de biología evolutiva en Harvard durante años. En una entrevista televisiva transmitida el 2021, afirmó que aunque las diversas identidades de género han de ser respetadas, solo existen dos sexos biológicos, masculino y femenino, que “se designan por los tipos de gametos que producimos”. Tamaña herejía fue suficiente para que fuera vapuleada en redes sociales y, ante la falta de apoyo de su institución, tuvo que renunciar a ella.
En momentos en que Harvard está en la mira del gobierno de Trump y es blanco de ataques que, dado su prestigio, constituyen una amenaza contra la totalidad de las instituciones universitarias de los EE.UU., el episodio de la profesora Hooven cobra actualidad, pues constituye un ejemplo de cómo las verdades alternativas, el do your own research, fenómenos característicos del populismo de estas décadas recientes, han penetrado en esas mismas instituciones que, por otro lado, basan su legitimidad en la producción de verdades. Verdades que, especialmente en el caso de las ciencias como la biología evolutiva, hunden sus raíces en los más profundos fundamentos del mundo moderno, y que por ello habrían de estar por sobre cuestionamientos populistas.
De este modo, las universidades erosionan su propia legitimidad y abren un flanco que, como lo vemos hoy en EE.UU., propicia la consumación de una ofensiva cuyo objetivo es, nada más, nada menos, la intervención de las universidades, o al menos de las más importantes entre ellas, por parte de un poder que ya presenta varios elementos propios de los fascismos.
Las universidades suelen dotarse de estructuras de gobierno que, si bien responden a las necesidades propias de organizaciones complejas, cumplen también la función de protegerlas de intentos de captura por parte de grupos ideológicos y de interés. Por eso, a la manera de las democracias liberales, las universidades se dotan de dispositivos de administración profesionalizados, en el entendido de que su dependencia vertical de la autoridad universitaria y su misma experticia constituiría una barrera contra tales intentos.
Tal estrategia bien puede cumplir con dichos objetivos en el corto y mediano plazo. Más allá, sin embargo, la bien conocida lógica según la cual las burocracias desarrollan sus propios intereses —los de permanecer y aumentar su poder e influencia— termina por imponerse. En general, esto sucede silenciosamente, sin otra ideología que aquella impresa ya en el sentido común: los expertos saben lo que hacen, y lo saben mejor que los académicos.
Estas burocracias no suelen interactuar directamente con profesores y estudiantes. Lo hacen mediante presupuestos, planes, reglamentos, sistemas de administración de la docencia, etc., cuya aprobación formal por parte de instancias académicas, si es requerida, se reduce a un mero formalismo. Pues poco y nada tienen que decir ante la indiscutible aura de profesionalismo que legitima las propuestas en cuestión.
De esta prescindencia, las oficinas de género constituyen una excepción. Su misión principal consiste en promover, al interior de las comunidades académicas, la igualdad de género, especialmente en términos de poner fin a la postergación que, históricamente, han experimentado las mujeres en la academia. Y consiste también en asegurar la protección de todos los integrantes de dichas comunidades contra los abusos sexuales. Hasta ahí, todo bien. Pero hay algo más, que tanto el uso del prefijo “cis” en los ya mencionados informes, como el caso de la profesora Hooven, ponen en evidencia.
El feminismo es un campo en disputa; una disputa que, en tiempos recientes, ha sido resuelta en favor de una tendencia que, más que luchar en favor de la igualdad de las mujeres en todos los ámbitos, favorece la muy ideologizada y tardo-capitalista cuestión de las identidades sexuales como opción entre alternativas. Y si el feminismo de los orígenes parecía regirse por el lema de las vanguardias artísticas épater le bourgeois, en los tiempos actuales el lema parece ser más bien épater le peuple: escandalizar a las gentes simples que viven al día y para quienes todo esto parece suceder en una estratósfera de privilegio. Y ahí es donde aparecen Trump y sus émulos en su populista confrontación con las élites.
Una precisión es necesaria. Si se trata de populismo, la ideología “cis” también lo es. ¿Cómo se explica entonces la aversión de Trump y sus compinches por ella, y por el fenómeno del wokismo en general? Se explica así: los populo-facistas actuales advierten que la pretensión de las universidades y las élites que albergan, de producir verdades que se podrían oponer al desnudo ejercicio del poder al que aspiran, está atravesada por una fractura. Así, ofrece un flanco débil; un dejo de inconsecuencia capaz de inflamar la hoguera del resentimiento.
Este flanco consiste, ejemplarmente, en la incapacidad de tan emblemáticas y poderosas universidades de salir en defensa de ese compromiso con la razón y la verdad, como sucedió con la profesora Hooven. Más ampliamente, consiste en la creciente incapacidad de las universidades, no solo en el Hemisferio Norte, de reafirmar esos criterios de racionalidad que reivindican como propios, cuando se trata de enfrentar campañas de concientización populista que emanan de su propia burocracia administrativa y que, poco a poco, van reconfigurando la cotidianeidad de las aulas, de la investigación y de la reflexión.
La performance que Trump ha montado nada tiene que ver entonces con una toma de partido por uno de los lados de esta disputa; más bien, su partido es el de la disputa. Y así logra poner en escena y hacer visible el flanco débil: la inconsecuencia de las élites respecto del saber y de las instituciones que las albergan.
Dicha inconsecuencia se manifiesta de muy variadas maneras. No obstante, como lo he advertido más arriba, la sexualidad es la via regia que va desde los hechos hasta la legitimidad normativa. Así sucede con esas aparentemente insignificantes tres letras, C-I-S, que bien podrían ser la metonimia —la parte por el todo— de un proceso que termina por imprimir en las subjetividades en formación la convicción de que todo estaría bajo el imperativo de la elección individual. Eso es lo que subyace a estas tres letras: no se trata de la vida concreta de individuos que toman la difícil decisión de transitar, y que por ello merecen comprensión y respeto, sino por el contrario, de su utilización en favor de la cruzada del populismo neoliberal.
Las universidades son las instituciones en las cuales las jóvenes generaciones se forman, y a las cuales corresponde entonces la difícil tarea de poner freno a dicha cruzada. De no hacerlo, quedarán expuestas a ser escenario de performances como la de Donald Trump vs. Harvard. Sus émulos en el mundo entero están ya tomando nota. Y más nos valdría a nosotros, “amigos del saber”, si aún cabe así llamarnos, hacerlo también.