Para David Graeber y David Wengrow, gran parte de lo que creemos saber sobre el “amanecer” de la humanidad es un mito; en esencia, es una historia del surgimiento del Estado. Este relato tiene un poder enorme y se basa en una suposición: a medida que las sociedades se vuelven más grandes, más complejas, ricas y “civilizadas”, inevitablemente se vuelven menos equitativas. Esta idea ha sido persistentemente atractiva porque puede ser utilizada tanto por radicales como por liberales.
por David Priestland I 24 Junio 2024
La historia importa. Mientras debatimos sobre las estatuas y la esclavitud y discutimos el papel del imperio, nos hemos acostumbrado a las constantes disputas sobre el pasado. Pero hay una rama de la historia que, hasta ahora, se ha mantenido por encima de la refriega: la historia de nuestro pasado más temprano, el “amanecer” de la humanidad. Para el antropólogo David Graeber y el arqueólogo David Wengrow, este consenso es un problema. Como argumentan en este libro iconoclasta e irreverente, gran parte de lo que creemos que sabemos de esta era lejana es en realidad un mito; de hecho, es nuestro mito de origen, un equivalente moderno de Adán y Eva y el Jardín del Edén. En esencia, es una historia del surgimiento de la civilización y, con ella, el surgimiento del Estado. Como todos los mitos de origen, esta narrativa tiene un poder enorme, y su alcance y resistencia nos impiden pensar con claridad sobre nuestras crisis actuales.
Este mito, argumentan, se puede encontrar en los estantes de todas las librerías de las avenidas y los aeropuertos, en libros superventas como Sapiens: de animales a dioses, de Yuval Noah Harari; El mundo hasta ayer, de Jared Diamond; y Los orígenes del orden político, de Francis Fukuyama. Todos estos libros comparten una suposición común: a medida que las sociedades se vuelven más grandes, más complejas, ricas y “civilizadas”, inevitablemente se vuelven menos equitativas. Se dice que los primeros humanos vivían como los recolectores del desierto de Kalahari, en pequeñas bandas móviles que eran casualmente igualitarias y democráticas. Pero este idilio primitivo o infierno hobbesiano (las opiniones difieren) desapareció con los asentamientos y la agricultura, que requerían la gestión del trabajo y la tierra. El surgimiento de las primeras ciudades y, en última instancia, de los Estados, exigió jerarquías aún más pronunciadas y, con ellas, todo el paquete civilizatorio —líderes, administradores, la división del trabajo y las clases sociales. La lección, entonces, es clara: la igualdad humana y la libertad han de ser trocadas por el progreso.
Graeber y Wengrow ven los orígenes de esta narrativa de “etapas” en el pensamiento de la Ilustración y muestran que ha sido persistentemente atractiva porque puede ser utilizada tanto por radicales como por liberales. Para los primeros liberales como Adam Smith, era una historia positiva que podía utilizarse para justificar el aumento de la desigualdad provocado por el comercio y la estructura del Estado moderno. Pero una variación de la historia, presentada por el filósofo Jean-Jacques Rousseau, resultó igualmente útil para la izquierda: en el “estado de naturaleza”, el hombre era originalmente libre, pero con la llegada de la agricultura, la propiedad, etc., terminó encadenado. Y Friedrich Engels fusionó la fábula del “buen salvaje” de Rousseau con ideas evolutivas darwinistas, para producir una narrativa marxista más optimista del progreso histórico: el comunismo primitivo es reemplazado por la propiedad privada y los Estados, y luego por un comunismo moderno y proletario.
Es este relato —tanto en sus formas liberal como en la más radical— el que Graeber y Wengrow buscan desmantelar utilizando investigaciones antropológicas y arqueológicas recientes. Las excavaciones en Luisiana, por ejemplo, muestran que alrededor del año 1.600 a. C., los nativos americanos erigieron gigantescos movimientos de tierras para reuniones masivas, que atrajeron a personas de cientos de millas a la redonda —evidencia que destruye la noción de que todos los recolectores vivían vidas simples y aisladas.
Mientras tanto, la llamada “revolución agrícola” —el pacto fáustico del Neolítico cuando la humanidad cambió la simplicidad igualitaria por la riqueza, el estatus y la jerarquía— simplemente no sucedió. El giro desde la recolección de alimentos a la agricultura fue lento y desigual; gran parte de lo que se ha considerado agricultura era en realidad horticultura a pequeña escala y perfectamente compatible con estructuras sociales planas. De manera similar, el surgimiento de las ciudades no necesitó reyes, sacerdotes y burócratas. Los asentamientos del valle del Indo como Harappa (c. 2600 A. C.) no muestran signos de palacios o templos y, en cambio, sugieren un poder disperso, no concentrado. Si bien Graeber y Wengrow son abiertos respecto de la evidencia muy limitada y las disputas sobre su interpretación, construyen un caso convincente.
Sin embargo, ellos reservan un desprecio especial para otro mito: la suposición de que el “salvaje” era estúpido además de noble. En una era que adora a los dioses tecnológicos de Silicon Valley, es tentador creer que somos más sapiens que nuestros antepasados lejanos. Pero los misioneros jesuitas del siglo XVII se exasperaron al descubrir la agilidad intelectual del pueblo nativo americano wyandot para resistirse a la conversión; de hecho, se mostraron más elocuentes que los “más astutos de entre los ciudadanos y mercaderes de Francia”. Esta sofisticación se atribuyó a los consejos democráticos de los wyandot, que “que se celebran casi todos los días en las aldeas, y sobre casi todos los temas” y “mejoran su capacidad para la oratoria”. Estas habilidades y hábitos, sugieren Graeber y Wengrow, en realidad hicieron que los llamados pueblos primitivos fueran más “animales políticos” de lo que somos ahora, comprometidos ellos en el asunto diario de organizar sus comunidades en lugar de twittear ineficazmente al respecto.
Graeber fue, hasta su muerte en el año 2020, a la edad de 59 años, uno de los anarquistas más famosos del mundo y un líder intelectual del movimiento Occupy Wall Street. El amanecer de todo ciertamente sigue una larga tradición de antropología antiestatista. Un ejemplo temprano fue El apoyo mutuo (1902) del geógrafo anarquista y príncipe Piotr Kropotkin, que proporcionó una alternativa a las historias evolutivas de moda de su época y defendió a los pueblos “salvajes” contra los duros juicios tanto de los imperialistas como de los marxistas. Y en su ensayo de 1972 “La sociedad opulenta primitiva” (recogido en su libro Economía de la Edad de Piedra, 1974), el antropólogo estadounidense Marshall Sahlins se preguntaba si los recolectores del Kalahari, con su jornada laboral de dos a cuatro horas, estaban realmente mucho peor que el trabajador de oficina o de fábrica que trabajaba de nueve a cinco.
Es importante destacar que Graeber y Wengrow no idealizan una “edad de oro” en particular; no se nos insta a adoptar un estilo de vida paleolítico. Destacan la gran variedad y la hibridez de las sociedades humanas primitivas —jerárquicas y no jerárquicas, iguales en algunos aspectos y no en otros. De hecho, pueblos como los Cherokee o los Inuit incluso alternaban entre el autoritarismo y la democracia según la temporada. No obstante, los autores dejan en claro sus simpatías: admiran la experimentación, la imaginación y la alegría, así como el dominio del arte de no ser gobernados, para usar el término del historiador James C Scott.
El amanecer de todo es una lectura estimulante, pero no está tan claro cuán efectivamente logra un argumento a favor del anarquismo. Los lectores escépticos se verán impulsados a preguntarse: si los Estados en su forma actual son realmente tan innecesarios, ¿por qué se han vuelto tan dominantes en todo el mundo? Para abordar esto, Graeber y Wengrow habrían tenido que ofrecer una descripción mucho más completa de por qué surgieron los Estados modernos, cómo podrían haberse evitado y cómo podríamos vivir sin ellos. Esto es lo que Kropotkin intentó hacer, y tales preguntas parecen particularmente apremiantes cuando la gran complejidad y la interconexión de los desafíos globales actuales llevan a muchos a concluir que necesitamos más capacidad estatal, no menos.
Aun así, la destrucción de mitos es una tarea crucial en sí misma. A medida que buscamos formas nuevas y sostenibles de organizar nuestro mundo, necesitamos comprender el repertorio completo de las maneras en que nuestros antepasados pensaron y vivieron. Y ciertamente debemos cuestionar las versiones convencionales de nuestra historia que hemos aceptado, sin examinar, durante demasiado tiempo.
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Artículo aparecido en The Guardian. Se traduce con autorización de su autor. Traducción de Patricio Tapia.
El amanecer de todo, David Graeber y David Wengrow, traducción de J. Andreano, Ariel, 2022, 842 páginas, $30.900.