Con la reforma universitaria de fines de los 60 —que buscaba abrir las universidades a las transformaciones sociales—, se generó una efervescencia política sin precedentes en las casas de estudios. Esa tensión fue suficiente para que los golpistas las intervinieran desde el primer día con una violencia feroz. Miles de estudiantes, docentes y funcionarios fueron detenidos, torturados, ejecutados o hechos desaparecer. El mismo 11, los militares comenzaron a llevárselos, destrozando todo lo que encontraron en su camino. Entre 1973 y 1976 fueron detenidos y desaparecidos 141 estudiantes a lo largo de Chile, y el clima que imperó en las universidades reflejaba lo que ocurría en todo el país.
por Daniela Mohor W. I 11 Septiembre 2023
Marcela Lizana se demoró años en recordar cómo se llamaba ese hombre. El 11 de septiembre de 1973 pasó horas a su lado; él le habló de su mujer, de sus hijos, de la esperanza que había traído para él la Unidad Popular. Pero de esas conversaciones, el 12 en la manana, no quedaba nada en su mente; y de la marcadora noche anterior, solo imágenes confusas que no conseguía asociar con la realidad.
Así fue durante años hasta que, poco a poco, los recuerdos afloraron: ese hombre al que había acompañado en el gimnasio de la Universidad Técnica del Estado (UTE), justo a un costado de la Escuela de Artes y Oficios (EAO) donde ella estudiaba, se llamaba Hugo Araya. Tenía 37 años, dos hijos, era reportero gráfico y trabajaba en la Secretaría de Extensión de la casa de estudios.
Pero ella lo conoció cuando ya era tarde. A pesar de sus intentos por salvarlo —usando lo que sabía de primeros auxilios, los implementos básicos que se había conseguido en la posta universitaria, y hablándole para que no perdiera el conocimiento—, la bala que había perforado su abdomen terminó matándolo. El error de Araya había sido asomarse hacia el patio, unas horas antes, para tomar fotos de la intervención de las fuerzas militares en el recinto universitario.
Marcela Lizana tenía 19 años el día del Golpe. Como la mayoría de los estudiantes de la UTE, venía de una familia de pocos recursos. Estudiaba artes plásticas y militaba en las Juventudes Comunistas. Tenía un proyecto de vida en mente, uno —pensaba— que los alejaría a ella y a sus companeros de la experiencia de adversidad y pobreza que les había tocado a sus padres, tíos y abuelos.
Por eso, apenas se enteró de que había un intento de Golpe, partió a la universidad. Quería defenderla. El recorrido que hizo a dedo para llegar desde Los Dominicos hasta Estación Central duró horas. Cuando partió, vio helicópteros sobrevolando la casa de Salvador Allende en la calle Tomás Moro, soldados con fusiles apostados en toda la ciudad, tanques y gente corriendo hasta sus casas. Pero lo que Lizana nunca imaginó era que carabineros y militares rodearían el campus de su universidad ni que, unas horas después, dispararían desde los edificios aledaños hacia el patio de su escuela. Menos que al día siguiente entrarían a bombazos y los detendrían a todos.
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Hasta el 10 de septiembre de 1973, las ocho universidades que existían en el país, con sus diversas sedes regionales, sumaban una matrícula total de 145.666 estudiantes. Eran alumnos de distintos orígenes y tendencias, que convivían en un ambiente de debate que reflejaba la polarización del país. La reforma universitaria de fines de los 60, que buscaba abrir las universidades a las transformaciones sociales, había generado una efervescencia política sin precedentes en las casas de estudios. Suficiente como para que los golpistas las intervinieran desde el primer día.
El balance fue demoledor: miles de estudiantes, docentes y funcionarios de las universidades fueron detenidos, torturados, ejecutados o hechos desaparecer. El mismo 11, los militares comenzaron a llevárselos, destrozando todo lo que encontraron en su camino. En la sede oriente de la Universidad de Chile saquearon los locales e incendiaron la biblioteca de la Escuela de Periodismo. En todas las casas de estudio del país quemaron libros y, en varios casos, arrasaron también con las residencias estudiantiles. La ferocidad del ataque a la UTE provocó dos muertes por disparo y, entre 1973 y 1976, fueron detenidos y hechos desaparecer 141 estudiantes a lo largo de Chile.
El Golpe torció las biografías de la mayor parte de la sociedad, pero en el caso de los universitarios, tuvo un agravante: le quitó a gran parte de una generación la posibilidad de formarse y alcanzar su mayor potencial. Miles de los que sobrevivieron tuvieron que soportar el ambiente de delación y la permanente represión dentro de los recintos educativos; o debieron reinventarse, porque al querer retomar sus estudios se encontraron con un espacio en el que no tenían cabida o se limitaban a instruirlos.
El quiebre del 11 lo vivieron también miles de docentes que fueron exonerados, cuyas disciplinas fueron eliminadas y escuelas cerradas. Y lo vivió la educación misma, cuando de un sablazo las nuevas líneas establecidas por el régimen militar destruyeron lo que la define: la oportunidad de expandir el conocimiento, de desarrollar un espíritu crítico, de debatir y reflexionar en libertad. En los primeros tiempos de la intervención militar, entre 22 mil y 25 mil estudiantes fueron expulsados de sus escuelas; alrededor del 30 a 35% de la planta docente fue eliminada, y 15% del personal no académico fue marginado. Tras su llegada al poder, la Junta Militar cerró al menos 25 escuelas, facultades, unidades o centros de estudios. En el mejor de los casos, los estudiantes perdieron uno o varios semestres de los estudios que habían completado. En otros, la totalidad.
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No todas las universidades vivieron el mismo nivel de represión. Este dependió, en gran medida, de la tendencia de las autoridades y del nivel de vinculación política con partidos y movimientos de izquierda de cada casa de estudios. La UTE, símbolo de la UP, era uno de los primeros focos a atacar para los golpistas.
Osiel Núñez, presidente de la Federación de Estudiantes de la UTE (FEUT), estaba ahí cuando los militares entraron a bombazos a la Escuela de Artes y Oficios, el 12 en la manana. El 11 le habían avisado temprano que habían atacado la antena y las instalaciones de la radio con metralletas y artefactos explosivos. Salió rápidamente hacia allá para ver cómo responder a la situación.
Cuando llegó, las Fuerzas Armadas ya rodeaban la universidad. Entró de inmediato a la Casa Central a hablar con el rector. Afuera, los estudiantes iban llegando desde distintas partes de la ciudad con la intención de defender el recinto. El ambiente era tenso y la preocupación fue creciendo. Por eso, unas horas después, la directora de Extensión mandó a todos quienes no tenían puestos de liderazgo —unas 600 personas— a la Escuela de Artes y Oficios. Era una construcción antigua, de muros gruesos, que podía resultar más segura a la hora de protegerse.
La mayor parte del día transcurrió tranquilamente. Las cosas se complicaron poco antes de las 18:00 horas, cuando una patrulla de militares acompanados de un oficial de Carabineros llegó hasta al frontis de la Casa Central. El mayor al mando, Donato López, pidió hablar con el dirigente estudiantil y Núñez se acercó. López quería desalojar la Escuela de Artes y Oficios, pero como había toque de queda, Núñez logró convencerlo de que esperaran al día siguiente. El compromiso era que quienes estaban en el campus saldrían a primera hora y que los militares pondrían buses a disposición para dejarlos en puntos neurálgicos de la ciudad. Pero el oficial del Ejército tenía otras intenciones y apenas cayó la noche, francotiradores apostados en edificios cercanos comenzaron a disparar. Al amanecer llegaron dos unidades con ametralladoras y cañones.
Las aproximadamente 100 personas que habían permanecido en la Casa Central quedaron detenidas, con las manos en la nuca y la cara contra los adoquines del patio. Marcelo Moren Brito, segundo comandante del Regimiento de Infantería N° 21 Arica, y pronto uno de los agentes más crueles de la Dirección de Inteligencia Nacional (Dina), estaba a cargo ese día. Fue enviado a Santiago para apoyar el Golpe.
Le ordenó a Núñez levantarse, lo llevó hasta una muralla del patio de rosas de la universidad y mandó a llamar a un tirador escogido.
—Cuando yo le diga, dispárele en las rodillas, luego al estómago y después en la cabeza —le dijo Moren Brito.
A pesar de lo que muchos pensaban, los estudiantes de la UTE no tenían armas dentro del recinto, pero el futuro coronel estaba obsesionado con dar con ellas. Núñez tenía solo 22 años, un soldado apuntándole y estaba siendo brutalmente interrogado. Pero se mantuvo entero. El oficial se indignó.
—¡Dispare! —gritó.
El tiro llegó a 10 centímetros del hombro derecho de Núñez. El interrogatorio siguió, sin que el estudiante cambiara de respuesta.
—¿Y tú no tienes miedo a morir? —le lanzó Moren Brito.
—Yo quiero vivir, pero no hay armas —insistió Núñez.
Hubo un disparo fallido más. Faltaban fracciones de segundo para el tercero, esta vez dirigido al abdomen, cuando un grupo de soldados llegó corriendo a buscar a su superior. Moren Brito partió raudo con ellos, y Núñez detrás.
En la Casa Central, las negociaciones con los militares seguirían. Moren Brito quería entrar disparando a la Escuela de Artes y Oficios; Núñez buscaba disuadirlo. Y finalmente, lo consiguió. En una ironía de la historia, ante sus oficiales, el futuro coronel alabaría la valentía de quien había “salvado la vida de los estudiantes”, un hombre al que había querido matar poco antes.
El allanamiento de la UTE fue brutal; en su edición del 18 de septiembre, El Mercurio indicaba: “Prácticamente la totalidad del edificio que da a la calle Ecuador, una construcción cuyo frontis es de estructura metálica, se encuentra destruida por efecto de proyectiles de diversos calibres disparados por efectivos militares contra los extremistas que el martes ofrecieron resistencia”.
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En la Pontificia Universidad Católica de Santiago (UC), donde en esos años el movimiento gremialista había tomado fuerza en torno a la figura de Jaime Guzmán, el día 11 transcurrió de manera muy distinta. No hubo mayor agitación. Pese a ser afín al gobierno de Salvador Allende, el rector democratacristiano Fernando Castillo Velasco había logrado mantener cierta neutralidad en la institución.
En los días que siguieron se sintió un ambiente de celebración. Los partidarios de la UP eran minoría y según recuerda el exministro socialista Osvaldo Andrade, quien estudiaba Derecho en esa fecha, “no había espacio para un mínimo de conducta de oposición o de reproche”.
La represión existió de todos modos. Los militares se tomaron las dependencias de Canal 13; en los meses siguientes, 95 profesores fueron exonerados, y en los años de dictadura, más de 20 estudiantes y académicos de las distintas sedes de la UC en Chile fueron detenidos y desaparecidos.
Según el sociólogo Manuel Antonio Garretón, director y decano del Centro de Estudios de la Realidad Nacional (Ceren) de la UC al momento del Golpe, llegar hasta los simpatizantes de la UP no fue tarea difícil. Desde antes del 11, la Federación de Estudiantes estaba vinculada con la Marina, a quien informaba de lo que pasaba en la universidad.
—La colaboración por parte de la Universidad Católica con el Golpe y con la dictadura militar es indiscutible —dice—. Los marinos sabían absolutamente todo y eso es claramente por soplonería de estudiantes, profesores o algún personal administrativo.
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El trato especial que recibió la UC el día 11 muestra que los cabecillas del régimen de Augusto Pinochet sabían dónde atacar. Por lo mismo, en la Universidad de Concepción fueron brutales. En esa fecha, esta era la tercera universidad del país y un actor político importante por su rol durante el movimiento estudiantil de los 60. Contaba entre sus alumnos a los principales líderes del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR); hasta 1972, su rector había sido Edgardo Enríquez F., exministro de Educación de Allende y padre del líder del MIR Miguel Enríquez.
El 11, las Fuerzas Armadas se instalaron desde temprano alrededor de la universidad. Camiones y jeeps militares se estacionaron cerca del arco central que llevaba hacia la biblioteca y decenas de soldados se bajaron y sacaron ametralladoras a la calle.
Dentro del recinto, los estudiantes estaban reunidos en el patio central. Algunos escuchaban las últimas noticias por la radio, otros pocos llamaban a defender la universidad. Nada cambiaría en las horas que siguieron. El casino, como cualquier día, se llenó de estudiantes a la espera del almuerzo.
Pasado el mediodía, sin embargo, la tensión aumentó cuando llegó la noticia de la muerte de Allende. Gonzalo Ampuero, quien era jefe del Departamento de Arqueología en el Instituto de Antropología, había llegado temprano ese día y se dedicó a quemar documentos comprometedores. La presencia de los militares alrededor del campus y la muerte de Allende lo tenían muy intranquilo. Su mujer embarazada y su hija estaban en Santiago. No sabía qué hacer. Lo único que se le ocurrió fue cruzar la calle y refugiarse en el Museo de Historia Natural de Concepción, cuyo conservador era amigo suyo. Se llamaba Ramón Barrientos y era un conocido miembro del Partido Comunista. Desde ahí, vieron incrédulos nuevos camiones con soldados bloquear los principales accesos al campus, militares bajarse y abalanzarse sobre alumnos y profesores. Detenían a los más inquietos o a quienes parecían haber preseleccionado y se los llevaban manos en la nuca.
—Parecía que todo el proceso hubiera sido previamente ensayado —recuerda Ampuero en un texto que escribió hace unos años.
Dentro del campus no sintieron disparos, pero sí en las calles colindantes. Los heridos eran lanzados como fardos a los camiones.
En la radio, la seguidilla de bandos militares enumeraba nombres; las líneas telefónicas estaban cortadas. Entonces, Barrientos se largó a llorar. Luego se dirigió hacia la sala de exposiciones donde había una muestra sobre vitivinicultura regional, sacó una botella y la descorchó.
—Total, a lo mejor mañana estaremos detenidos o sin pega —dijo.
Y así siguieron ambos abriendo botellas durante varias horas.
La del 11 no fue la única redada en la Universidad de Concepción; al día siguiente, cuando varios estudiantes fueron a sacar sus cosas de los dormitorios universitarios destrozados, los militares llegaron de nuevo. Empezaría ahí, como en todas las universidades, un proceso de “depuración”.
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La actividad universitaria se paralizó el mismo 11 de septiembre. Las Fuerzas Armadas suspendieron de inmediato las clases para evitar que los alumnos se concentraran, marcando así el inicio de una contrarreforma radical. El 2 de octubre, el nuevo régimen publicó el Decreto Ley 50, que ponía fin al mandato de todos los rectores y le daba a la Junta Militar la facultad de nombrar a rectores delegados, varios de ellos militares. En los meses siguientes, una serie de decretos adicionales terminó de entregarles a esas nuevas autoridades la totalidad del poder para eliminar personal, cerrar unidades académicas, controlar las organizaciones estudiantiles, modificar los programas de estudios y establecer mecanismos de vigilancia política.
“(E)n las ocho universidades hay organismos de vigilancia y represión. Servicios militares y grupos paramilitares, entre los que se destacan las brigadas de seguridad de ‘Patria y Libertad’”, dice un documento de la Vicaría de la Solidaridad presentado en la conferencia episcopal, en 1975. “El sistema vigente en la universidad inhibe toda reivindicación de derechos, y ha creado un clima que tiende a asfixiar el pensamiento crítico y creativo”, sigue.
Las delaciones fueron prácticamente inmediatas. En octubre, cuando el Instituto de Antropología reabrió, Ampuero partió a la universidad. En la entrada, los militares esperaban con listas de alumnos.
—Había una lista blanca y una negra —dice hoy.
Los profesores, a su vez, fueron emboscados. Menos de un mes después del 11, se los citó a cobrar sus sueldos a través de una ordenanza en el “Diario Color”. Esta indicaba que los académicos que no fueran serían considerados renunciados. Al llegar, algunos recibían el cheque y se iban. A otros, en cambio, los esperaba la Policía de Investigaciones. Los destinos para ellos eran la isla Quiriquina, algún centro de detención en Santiago o, en el mejor de los casos, el Estadio Regional de Concepción. A Ampuero lo acusaron de ser tirador experto y pasó una semana en el recinto deportivo penquista.
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El ambiente de delación era ubicuo. Óscar Liendo, un estudiante de geografía de la Universidad de Chile, discreto y sin afiliación política, estuvo entre los 42 alumnos de su escuela que figuraban en la lista de los militares —habían bastado cuatro personas para denunciarlos. Liendo descubrió recién en 2016 que estaba en la lista y se sorprendió, porque no lo expulsaron ni lo fueron a buscar. Al igual que otros estudiantes del Pedagógico en esa época, cree que había cierta arbitrariedad en las acusaciones y que en muchos casos se entremezclaban asuntos personales.
—Uno de los acusadores, por ejemplo, estaba enamorado de una niña que se puso a pololear con un amigo mío —recuerda—. Con él, se ensañaron.
Aunque los jardines y aulas del Pedagógico fueran considerados un epicentro del debate sobre el devenir del país, el 11 no se registraron incidentes en ese campus de la avenida Macul. Ahí, estudiantes de sociología, pedagogía o de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso), entre otros, habían pasado varios años compartiendo un nuevo entusiasmo por la política, pero esa mañana fueron pocos. Cuando Liendo llegó, a las 8:45 horas, no vio soldados fuera o dentro del recinto. En las salas, algunos alumnos asistían a sus clases, sin saber del levantamiento militar. Liendo fue uno de los que entró a avisar.
La reacción ante la noticia del Golpe fue de desconcierto. Nadie sabía qué hacer. Los estudiantes salían de las salas mientras los profesores subían y bajaban las escaleras, sin dar instrucciones claras. En algún momento, alguien dijo que vendrían alumnos de la UTE a apoyar o que Alejandro Rojas, presidente de la FECh, iba en camino, pero nunca llegaron.
—Todo era un mirarse, caminar para allá y para acá. Un profesor nos decía: “Así como los momios se tomaron Providencia, nosotros ¡salgamos a Macul a tomarnos la calle!”. No se medía la magnitud —recuerda Liendo.
Poco a poco, la gente se empezó a ir. A diferencia de la sede oriente de la universidad, donde miembros del Ejército entraron y detuvieron a cientos de estudiantes y profesores, el día terminó sin disturbios.
Al otro lado de Santiago, en la Escuela de Economía —sede norte— de la misma universidad, el decano Roberto Pizarro, militante socialista, partió automáticamente a la escuela al enterarse de la situación. Dirigentes y alumnos se reunirían en una asamblea para definir las acciones a seguir.
El edificio de la escuela, que se convertiría después en un cuartel de la Dina, estaba ubicado en República 517, muy cerca de la Octava Comisaría de Carabineros. Para alcanzarla bastaba con salir por una puerta trasera y cruzar la calle Toesca. En un momento, los estudiantes le pidieron a Pizarro que fuera a hablar con los oficiales para ver si podían ayudar a detener el Golpe. Y él, con ingenuidad, partió. Pero cuando se aprontaba a atravesar la calle Toesca, un cabo de guardia, un militar y un carabinero de más alto rango se le acercaron.
—¡Ni un paso más! —le dijeron— Nosotros los conocemos muy bien a usted y a sus estudiantes; son extremistas de izquierda. Dígales que tienen que retirarse inmediatamente o vamos a entrar a la escuela e iniciar los disparos.
Pizarro obedeció las órdenes.
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La mayoría de las universidades volvió a abrir entre octubre y noviembre de 1973. Pero la realidad con la que se encontraron universitarios y profesores fue muy distinta a la que conocían. Liendo solo perdió un semestre de sus estudios. Pero como el 80% de los profesores del Departamento de Geografía fue exonerado, tuvo que tomar ramos en otras facultades. Cuando finalmente pudo regresar a su carrera, lo hicieron firmar un papel que dejaba grabado el cambio drástico que implicaba la intervención militar de las universidades.
—Decía que no íbamos a hacer política, que teníamos que entrar y caminar sin conversar desde la entrada a la sala de clase; que no se podía fumar y que en el casino no nos podíamos sentar achoclonados —recuerda.
A eso se sumó la presencia de agentes de Inteligencia, vestidos de civil, que se paseaban por el Pedagógico, vigilando.
En ese contexto, ir a la universidad era de alto riesgo para los alumnos vinculados con la izquierda. Lo entendieron apenas se les notificó de su suspensión o expulsión.
María Angélica Muñoz trabajaba como secretaria del Instituto Técnico Pedagógico de la UTE al momento del Golpe. Era miembro de las Juventudes Comunistas, pero transversalmente querida, incluso por su jefa, una mujer de derecha, que se preocupó de protegerla. Cuando reabrieron la universidad, le asignó una tarea difícil: estaría a cargo de la unidad de coordinación de matrícula. La primera labor de Muñoz consistió en sentarse en una mesa en el estacionamiento de la Casa Central, flanqueada de dos militares, con largas listas de alumnos delante suyo.
—Había una fila de chiquillos y yo a cada uno tenía que buscarlo en una lista y decirle: estás suspendido, estás expulsado —recuerda Muñoz.
Para tratar de que los reintegraran, mandaba a los sancionados donde un amigo psicólogo, quien certificaba que el alumno pasaba por un momento de inestabilidad cuando había participado en política.
—Los que más me complicaban eran los expulsados, porque significaba que tenían un historial —dice Muñoz—. A esos se lo decía bien bajito, para que no me escucharan los militares al lado mío, pero fue terrible. Cuando terminaba, salía y me encerraba en el baño a llorar.
Los académicos que se oponían al régimen también pusieron en marcha estrategias para ayudar. Una de ellas consistía en una colaboración entre profesores activos y otros exonerados, para reubicar a los alumnos de los centros de estudio que habían sido cerrados.
—Entre los que nos fuimos y los que quedaron adentro, buscamos formas extraoficiales de que la formación no fuera solo según los estándares impuestos por la universidad intervenida —explica Manuel Antonio Garretón.
Pizarro participó de una iniciativa similar. Ya lo habían expulsado de la Escuela de Economía cuando, a fines de 1973, lo llamaron desde el Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (Clacso) en Buenos Aires, para invitarlo a estructurar una red de ayuda a los estudiantes y profesores eliminados de las universidades. Eso implicaba localizar, movilizar e instalar a alumnos y docentes en distintos centros educativos del mundo. Tuvieron éxito: lograron mandar entre tres y cuatro mil personas a casas de estudios de distintos países.
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Tras la muerte del fotógrafo Hugo Araya, Marcela Lizana volvió a la universidad a pesar del trauma. Retomó las clases, pero la fueron a buscar varias veces a las aulas y abrieron un sumario en su contra por robo. El hostigamiento fue tal, que no pudo seguir. Durante años trabajó como dibujante para instalaciones eléctricas y se dedicó a criar a sus hijos. Recién en los 80 volvió a estudiar, esta vez en la Universidad de Tarapacá y luego la Universidad Católica, donde se formó como profesora diferencial.
Esa noche en que vio a Araya morir estaba refugiada en los talleres de mecánica cuando fueron a pedirle asistencia por sus conocimientos en primeros auxilios. Para llegar al gimnasio donde estaba él, tuvo que salir reptando para evitar los balazos. Ahí lo vio en el piso; estaba consciente y hablaba mucho. Las cosas cambiaron poco antes del amanecer. Comenzó entonces a transpirar abundantemente. Lizana, desesperada por que llegara una ambulancia que algunos companeros llamaron horas antes, lo limpiaba y le decía que no le pasaría nada, que ya se lo llevarían al hospital.
—Estamos aquí contigo —lo reconfortó.
Pero de repente, él dijo que no sentía las manos. Lizana se las refregó, pero no hubo caso. Luego fueron los pies, las rodillas, las piernas… Hasta que llegó un momento en que se quedó tranquilo.
—Me di cuenta de que había muerto —dice—. Después de eso, me borré completamente.
Sentada en una mesa, a 50 años de los hechos, Lizana tiene el pelo cano y corto y luce unos aros con plumas largas. Habla con la voz pausada, sin rastros de rencor.
—De repente se truncó todo y parecía que el dolor fuera lo más presente —dice—. Pero a estas alturas ya no quiero que eso sea lo más latente.
Imagen de portada: La Universidad Técnica del Estado filmada por Juan Ángel Torti los días 13 y 14 de septiembre de 1973. Cortesía del Fondo Torti Alcayaga del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos.