La polarización de la mascarilla no solo se enmarca en las oposiciones entre ciencia y economía, salud pública y progreso, naturaleza y humanidad. Su rechazo en Estados Unidos viene a restituir el cuerpo soberano por excelencia –blanco, heterosexual, primigenio–, amenazado por la creciente demanda de minorías raciales, étnicas y sexuales. No es casual que palabras como Dios, patria, muerte y diablo hayan dominado el discurso conservador estadounidense en estos meses de pandemia, rebelándose al uso de la mascarilla en nombre de la libertad y la religión.
por Javier Guerrero I 15 Enero 2021
Luego de ser diagnosticado como portador del covid-19 y pasar tres noches en el Walter Reed National Military Medical Center de Washington, el lunes 5 de octubre, Donald Trump ya estaba de vuelta en la Casa Blanca. A su regreso, el derrotado presidente protagonizó una escena que, considero, marca un antes y un después en la compleja administración de la pandemia que ha tenido lugar en los Estados Unidos. Tras llegar en el helicóptero presidencial, enmascarado, subió de corrido las escaleras de la Casa Blanca y, una vez arriba, en el pórtico imperial, se despojó de su mascarilla para respirar, sin barrera alguna, mientras posaba ante las cámaras que aguardaban expectantes. La escena fue calificada de dramática, tachada de fascista y Donald Trump comparado con Mussolini. Incluso, poco después, se conoció que Trump había pensado en usar una camiseta de Superman para, una vez dado de alta, volar hasta la Casa Blanca y retomar el poder.
La escenificación presidencial debe entenderse como el espectacular desenlace de una postura que ha polarizado y partidizado el uso de la mascarilla, objeto que claramente ha dividido la respuesta mundial ante la crisis viral y ha formulado como oposiciones binarias a ciencia y economía, salud pública y progreso, naturaleza y humanidad. Esto sucede en un complejísimo momento para los Estados Unidos, cuando en plena pandemia, la ciudadanía ha protestado con ímpetu ante la violencia sistémica del poder policial y judicial –el caso de George Floyd y su estremecedora frase “No puedo respirar”–, las tangibles consecuencias del cambio climático y las políticas sobre combustibles pesados de Estados Unidos –el aumento de incendios forestales o huracanes– y la vulneración de derechos básicos, como la amenaza a la protección de enfermedades preexistentes, salvaguardada por el Afordable Care Act. No obstante, quiero proponer que esta escena, protagonizada por Trump poco antes de las elecciones presidenciales del pasado 3 de noviembre, no solo puede enmarcarse en la polarización que ha exacerbado la pandemia; en esta escenificación, yace algo más profundo que versa sobre el cuerpo soberano.
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La victoria de Donald Trump en las elecciones de 2016 consolidó la estrecha relación entre sociedad del espectáculo y Estado, que ya había rondado al Ejecutivo y al Partido Republicano desde la presidencia de Ronald Reagan o el período de Arnold Schwarzenegger como gobernador de California. Un candidato sin experiencia política alguna, producto de una maquinaria comercial que lo dio a conocer como presentador de un exitoso programa televisivo, El Aprendiz, y autor del superventas The Art of the Deal, contra todo pronóstico, logró conquistar la disputada presidencia de EE.UU. La lógica televisiva y de reality show que ha dominado su mandato –como reencuentros de familias militares en directo, entrega televisada de becas escolares o ciudadanías– se vio reforzada con el virus, calificado incluso por el propio Trump como un regalo divino. Desde el más allá hospitalario, el presidente regresó declarándose inmune y, en cierto sentido, indestructible.
Durante la administración de la pandemia, Donald Trump ha desconocido el uso de las mascarillas como signo de que todo permanece igual que antes, que hemos vuelto a la normalidad. Reabrir Estados Unidos formó parte de sus promesas de campaña por la reelección: volver a las escuelas, abarrotar los estadios, saturar bares y restaurantes, consumir… Sin embargo, durante la imposición de medidas paliativas para detener el aumento de hospitalizaciones, muertes y contagios causados por el coronavirus, los gobiernos locales, especialmente los controlados por el Partido Demócrata, celebraron consultas ciudadanas en todo el país. Sorprendió el conjunto de razones que airadamente postulaban diferentes sectores conservadores. La polarización de la mascarilla no solo se enmarca en las oposiciones entre ciencia y economía o entre demócratas y republicanos, su alcance activa un grupo de operaciones que desbordan su partidización.
En Florida, Michigan, California, ciudadanos afectos al aún presidente se enfrentaron a sus gobiernos locales para denunciar que la mascarilla constituía una amenaza para el cuerpo ciudadano. Por ejemplo, la dueña de una tienda de armamentos explicó que sería absurdo que una persona enmascarada entrara a su negocio y ella estuviera obligada a venderle un arma de fuego sin poder ver su rostro. Una ciudadana del distrito californiano de Ventura afirmó ser una norteamericana saludable, que solía ser libre antes del virus y, bajo ningún pretexto, usaría una mascarilla, porque no era terrorista ni esclava sexual, no practicaba el sadomasoquismo ni tampoco era ladrona. En Palm Beach, en el estado de Florida, una joven amenazó con implementar arrestos ciudadanos a todo funcionario que interfiriera en su derecho a decidir usar o no la mascarilla, y aseguró que en el futuro quienes dispongan esas medidas serían arrestados, por obedecer las leyes del diablo y perpetrar crímenes de lesa humanidad. Otra persona hizo referencia a que los funcionarios no eran Dios y, por lo tanto, violaban sus derechos constitucionales con mandatos característicos de dictaduras comunistas. Un hombre del distrito sureño de St. Lucie insultó a los funcionarios y afirmó que ser obligado a ponerse una mascarilla era semejante a ser tratado como un animal. Desafiante, una mujer comentó que ella no usaba mascarilla por la misma razón que no portaba ropa interior: su cuerpo debía respirar. Un elector del distrito de Ventura señaló que se trataba de una medida ignorante y la comparó con un hipotético mandato de usar condones de trapo contra algún virus de transmisión sexual.
Palabras como Dios, patria, libertad, muerte y diablo dominaron el impresionante repertorio conservador. Sin embargo, un último grupo de comentarios develaría los alcances del mensaje. Una mujer confesó que era descendiente de alemanes e insistía en que si las autoridades forzaban a la ciudadanía a usar mascarillas, la ciudadanía contraatacaría, obligando a los funcionarios a portar una estrella, en clara referencia al Holocausto. Pero fue una señora de avanzada edad, de aliento entrecortado, quien logró concretar el mensaje que estas agrupaciones buscaban transmitir: ella afirmó que las autoridades pretendían acabar con el maravilloso sistema respiratorio con el que Dios había dotado a la humanidad, dándole, entonces, la espalda al Señor.
Resulta revelador que estos grupos ultraconservadores reciclen conceptos y consignas propios de movimientos feministas y progresistas, como “My body, my choice” o “No Masks, I can’t breath”, que incluso hacen referencia a la trágica muerte de George Floyd, asfixiado por un policía durante ocho minutos y 46 segundos en Minneapolis. Pero sorprende, aún más, que la reticencia a usar mascarilla convoque el “aliento de vida” que el libro del Génesis instala a propósito de la creación del hombre: “Entonces Yahveh Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida, y resultó el hombre un ser viviente”.
El repudio de la mascarilla viene a restituir el cuerpo soberano por excelencia –blanco, heterosexual, primigenio–, amenazado por la creciente demanda de minorías raciales, étnicas, sexuales, desprotegidas o violentadas por el Estado y la ley, que han inundado las calles del mundo, sea el movimiento Black Lives Matter en Estados Unidos, el colectivo Las Tesis en Chile, las mareas feministas argentinas de Ni Una Menos o las caravanas migrantes centroamericanas. Esto no resulta nada nuevo, ya que, por ejemplo, el rechazo del condón por parte de los hombres, como ya ha propuesto Paul B. Preciado, y la implementación de preservativos químicos, como la píldora anticonceptiva, ha producido un efecto liberatorio y naturalizador del cuerpo masculino como único soberano. El aliento divino inscribe, sin embargo, una figura adicional: la naturalización del soplo de vida como portador de un arma destructiva. Trump, positivo al covid-19, sin barrera alguna, insufló con su aliento viral la restituida soberanía y, desde el epicentro del poder, inundó de proteínas y ácidos nucleicos contaminantes el espacio público. Al desprenderse de la mascarilla, el presidente se legitimaba como portador original del aliento de vida y, ahora, de muerte. Y no es casual que el grado cero del contagio presidencial se haya gestado en la presentación de la candidata a la Corte Suprema de Justicia, quien victoriosa viene a asegurar el fin del libre acceso al aborto, la legislación del Estado sobre el cuerpo de la mujer y, quizá, el cese del matrimonio igualitario y la protección de las condiciones preexistentes ante los seguros de salud.
El dramático momento en el que Donald Trump se quitó la mascarilla constituye una simbólica liberación del cuerpo soberano y su aliento divino se instala como nueva arma de muerte. Recordemos que, desde su cuenta de Twitter, llamó a liberar a los estados secuestrados por la polémica prótesis profiláctica. Al subir las escaleras de la Casa Blanca, Trump cerró un ciclo ya iniciado con su descenso de las escaleras mecánicas en Nueva York, cuando anunció su candidatura a la presidencia. Su cuerpo como soberano original ha sido dotado de un arma de destrucción masiva. Pese a su derrota electoral, Trump ha insuflado de vida y de muerte a millones de sus seguidores, ha equipado a la soberanía amenazada de una nueva arma de guerra. Porque la pandemia se puede sintetizar, ya lo he dicho antes, en el sistema respiratorio. Él constituye la figura esencial de nuestros irrespirables tiempos.