¿Falsa plurinacionalidad?

Recurriendo a la filosofía y a la historia, el autor de este texto plantea que en el debate actual circulan premisas erróneas que no harían más que diluir la mixtura que distingue a nuestra nación y a los países latinoamericanos en general, como que nuestro Estado-nación sería un concepto eurocéntrico, artificial y racista, y que, por lo tanto, la única manera de coexistir pacíficamente es un tipo determinado de plurinacionalidad. “La verdad es que difícilmente encontraremos en el mundo un Estado que pueda catalogarse de nacionalmente puro. (…) En Latinoamérica, la regularización del plurinacionalismo podría no ser otra cosa que la antesala del mononacionalismo”. Es distinto —advierte Joaquín Trujillo— el reconocimiento de un conflicto y esperar que la política pueda conseguir un derecho acorde a esa realidad, que utilizar marcos conceptuales que, en vez de deconstruir el conflicto mismo, contribuyen a su construcción, a su escalada.

por Joaquín Trujillo Silva I 27 Septiembre 2022

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Quizás el terrible verdor de la “macrozona sur” enceguece a muchos analistas (y ojo, que lo dice el semi-ciego que soy yo). Es como si se hubiesen tragado el mito de la “excepcionalidad chilena”. Tal vez el caso del conflicto mapuche se enmarca en un problema que se pierde en la noche de los tiempos, en general, y en uno que se relaciona con los diseños de la Modernidad, en particular, esos que intentan congeniar al Estado y la nación (o las naciones). Por lo tanto, me permito ofrecer un punto de vista que no tiene tiempo ni lugar, porque mezcla tiempos y lugares, uno abstracto- histórico porque es lógico-filosófico.

Ningún asunto en el proyecto de nueva Constitución es tan delicado como el de la plurinacionalidad. El Estado-nación en América Latina no es lo mismo que en Europa. En el Viejo Continente ha sido una unidad más excluyente y menos porosa. Con pocas excepciones, la tendencia de cada nación europea a enlazarse con un idioma determinado fue consustancial a esa exclusividad. Eso, especialmente desde que las monarquías cayeron para dar paso al factor nacional- popular como estatuto de legitimidad, cuando las aristocracias transnacionales fueron progresivamente arrinconadas por los movimientos nacionalistas. Si a mediados del siglo XVIII, una alemana que no hablaba ruso —Catalina “La Grande”— pudo convertirse en la zarina de todas las Rusias, en ese mismo siglo, décadas más tarde, María Antonieta, la reina consorte de Francia, educada en el idioma francés, iba a ser apodada “la austriaca” antes de verse guillotinada por franceses. En América Latina, en cambio, la lengua predominante, desde México hasta la Patagonia, ha sido el idioma español. De ahí que, al menos, un componente tan grave y sensible como lo es la lengua no haya sido el elemento aglutinador distintivo de cada uno de los Estados-nacionales. De ahí, también, que debamos revisar la historia comparada, asumiendo sus dificultades, para saber de qué estamos hablando cuando hablamos de plurinacionalidad, libres de malas digestiones semánticas.

El flujo histórico del Estado-nación en América Latina indica lo siguiente: primero, en los siglos XV-XVI observamos el predominio de una serie de naciones, algunas provistas de un tipo de organización compleja que bien pudiera llamarse “Estado” (imperios azteca e inca), pero otras no (pueblos mapuche, aymara, guaraní y muchos otros, todos con un idioma propio que continúa muy vivo). Esto no significa que no pueda, en este segundo caso, hablarse de naciones (la organización, por ejemplo, de los hebreos en torno de sus caudillos conocidos como “jueces”, antes del establecimiento de una monarquía, no descalifica su calidad de nación por entonces). En un segundo momento, con la conquista europea, tenemos a esas muchas naciones bajo un único gobernante, el Imperio español (siglos XVI-XVIII). En un tercer periodo, y correlativo a la división administrativa de ese Estado imperial, surgen nuevos Estados, esta vez independientes, que de alguna manera siguieron el patrón legado por aquella división administrativa, a la vez que intentan definirse según criterios propios del Estado europeo moderno (siglos XIX-XXI).

Las viejas naciones preexistentes al Imperio español, en este escenario, continuarán asociadas al Estado ahora independiente, muchas veces no a uno solo, sino que a vecinos. Paralelamente, el contacto entre la cultura que ya estaba y la que llegó dio lugar a nuevas identidades nacionales, las que serán mayoritarias y quedarán vinculadas a cada nuevo Estado. Solamente en ese sentido podemos decir que en América Latina haya algo así como Estado-nación. Repito: sin la particularidad del idioma como factor exclusivo y excluyente, más bien como aparato de comunicación. Las guerras “internacionales”, o sea, de los Estados-nación heredados de la división administrativa, han redefinido el mapa (siglo XIX en general).

Se explica que cierta historiografía haya insistido —la chilena, una de ellas— en que fueron estas guerras entre repúblicas herederas del ex Imperio español, casi siempre acabadas sin statu quo ante bellum, las que consolidaron su calidad de naciones emergentes: vgr. Guerra del Brasil (1825-1828), Disolución de la Gran Colombia (1829-1831), Guerra del Cauca (1832), Guerra contra la Confederación Perú-Boliviana (1836-1839), Guerra nacional Centroamericana (1855-1857), Guerra de la Triple Alianza (1864-1870), Conquista del Chaco argentino (1870-1917), Guerra del Pacífico (1879-1884) y Guerra del Acre (1899-1903), por mencionar solo algunas de las que no fueron entre civiles (la mayoría).

La verdad es que difícilmente encontraremos en el mundo un Estado que pueda catalogarse de nacionalmente puro. (…) Toda nación está preñada de alguna otra nación. Mejor, porta dentro de sí otra más pequeña, una minoría, otra y otra dentro de la otra… tenga o no un Estado. En principio, las naciones son siempre matrushkas, nunca son absolutas y son siempre relativas.

¿Qué es un estado plurinacional?

Es una entidad que reúne a varias naciones, las que, si no fuera por ese Estado plural, necesariamente harían vida cada una por su lado, porque es esa su tendencia. El Imperio austrohúngaro, que existió hasta hace un siglo en Europa (o hasta la década de los 90 del s. XX, si seguimos la tesis según la cual Yugoslavia heredó algunas de sus naciones), es un caso muy interesante. Ha sido una especie de fetiche para el actual constitucionalismo autonómico español, de cuyas bibliografías se han alimentado no pocos académicos chilenos. Dicho imperio extinto era un Estado plurinacional porque reunía a 17 naciones, cada una con su idioma (tenía 11 lenguas oficiales). Para no rivalizar, la documentación pública se redactaba en latín todavía en el siglo XX (la partida de nacimiento de Kafka, por ejemplo). Los nacionalistas alegaban que dicho Estado era “la cárcel de las naciones”, por lo que se las arreglaron para matar al heredero de la familia imperial y finalmente desmembrar el Estado plurinacional en varios Estado-nación, los cuales existen hoy día, cada uno con su lengua. El escritor Joseph Roth dedicó buena parte de su obra a condenarlos como instigadores de catástrofes que él no alcanzó a dimensionar: “Ese imbécil de Darwin, que dice que el hombre desciende del mono, parece tener razón. ¡Al hombre ya no le basta con estar dividido en pueblos, no! Quiere pertenecer a determinadas naciones. (…) A una idea como esa no llegan los monos. La teoría de Darwin me parece incompleta. Quizá el mono descienda de los nacionalistas, pues el mono significa un progreso”, alega el conde Morstin en la nouvelle El busto del emperador. El libro de Allan Janik y Stephen Toulmin, La Viena de Wittgenstein, retrata lo que vino a significar la rebelión del grupo germanoparlante contra el empleo del latín, porque no había una gracia especial en esa lengua muerta que no fuera otra que poder intermediar entre tantas vivas, pero por fuerza minoritarias.

Por lo tanto, en nuestra discusión chilena recibimos una serie de premisas mal justificadas, a saber:
a) Que en América Latina tenemos Estado-nación equivalente al caso del auge patológico del nacionalismo europeo, con sus magnicidios y genocidios recientes. Y que además esa forma de Estado tan ajeno es impuesta. Entonces su naturaleza es nociva, por un lado, y artificial, por el otro. No. El Estado-nación en América Latina es poco más que administrativo (podemos ir de aquí para allá sin tener que aprender otros idiomas, nada más que modismos).
b) Que las naciones surgidas del Imperio español y, luego, la independencia de los Estados sean racistas y carguen con todas las falencias que llevaron a los Estados-nación europeos a una guerra de destrucción total en el siglo recién pasado (la Alemania del Tercer Reich fue el caso paradigmático de esa estupidez). Ningún lugar del mundo tan mezclado, tan impuro, “racialmente” hablando, como América Latina (por suerte). A pesar de conflictos étnicos importantes (Campaña del Desierto [1878-1885], Ocupación de La Araucanía [¿1861-1883?], Guerra de Castas [1847-1901]), en ella el ideal (anti)racial ha sido el del mestizo o el criollo, autofiguraciones híbridas deferentes por las naciones o territorios de la preexistencia.
c) Que la única manera de coexistir pacíficamente es la plurinacionalidad. Ella no haría otra cosa que plasmar una realidad invisibilizada contra la cual chocaría, una y otra vez, el artificio eurocéntrico del Estado-nación. Este es el punto más complejo, máxime porque indudablemente hay lenguas vivas minoritarias (con todo lo que eso denota) en los amplios intersticios de las modalidades locales del llamado español de América.

Pues bien, la misma deconstrucción que el plurinacionalismo hace del mononacionalismo debe, para no quedar trunca, extenderse a la plurinacionalidad.

La verdad es que difícilmente encontraremos en el mundo un Estado que pueda catalogarse de nacionalmente puro. Incluso, un Estado tan homogéneo como Finlandia tiene a su diestra una nación minoritaria (la minoría saami o lapona). Toda nación está preñada de alguna otra nación. Mejor, porta dentro de sí otra más pequeña, una minoría, otra y otra dentro de la otra… tenga o no un Estado. En principio, las naciones son siempre matrushkas, nunca son absolutas y son siempre relativas. Cuando se jure que no es así, seguramente estaremos más cerca de asistir a episodios de —o una tendencia a la— limpieza étnica. Toda nación, y todo Estado-nación, es de por sí plurinacional desregulado.

Lo que no quiere decir que sea innecesario regularizar dicha plurinacionalidad, más si se observa una tendencia al hostigamiento o acaso omisión represiva hacia minorías.

Es verdad que el reconocimiento de un conflicto, o sea, de sus partes entre sí, sincera una realidad, y que la política podría conseguir un derecho acorde a esa realidad. Sin embargo, esa práctica solo es deseable en tanto deconstruye el conflicto mismo, y no si contribuye a su construcción, a su escalada.

En Latinoamérica, la regularización del plurinacionalismo podría no ser otra cosa que la antesala del mononacionalismo.

¿Por qué?

Porque con naciones trans-estatales y “plurinacionalidad” regulada, lo que tenemos no es Estado- nación ni Estado inclusivo. Lo que tenemos es algo que podría llamarse Estado-mecano. ¿Mecano en qué sentido? En que se hace factible para dos viejas operaciones de la historia de la estatalidad. Puede ser, por un lado, desmontado (que no es lo mismo que desmantelado) y, por el otro, lo que no es necesariamente excluyente, hacerlo factible de ensamblaje con otros Estados que se hallen en una condición propicia semejante. Lo anterior, que es en algún sentido la condición de posibilidad de un federalismo más que chileno, latinoamericano, no es algo necesariamente malo. Sí suscita preocupación en sectores conservadores y del mononacionalismo mayoritario. Estas conjeturas, que podrían motejarse de paranoides, hallan precedentes en la historia de la frustrada organización internacional latinoamericana. En 1816, Manuel Belgrano propuso al Congreso de Tucumán “El plan del Inca”, el cual pretendía restaurar el Imperio Inca coordinando y coronando a Juan Bautista Tupac Amaru como emperador. El proyecto, que requería los apoyos de Perú y Ecuador, no concitó pocos, y se vio como coherente con el contexto de la Santa Alianza en la Europa de posguerra napoleónica.

El punto es que un Estado-nación americano, ya plurinacional desregulado, solo podría desensamblarse para ensamblarse en Estados-nacionales, esta vez sí nacional —y supuestamente— puros. Ya sin siquiera mito de la mixtura mestiza en la que afirmar su plurinacionalidad tradicional.

Hemos llegado. La historia del mundo está plagada de luchas entre naciones. Unas se han matado, otras han sabido convivir. Como dijo George Steiner: “Cuando me presentan a un duque inglés, me digo en silencio: ‘La mayor nobleza es la de haber pertenecido a un pueblo que nunca ha humillado a otro’”. Por regularizar el plurinacionalismo que ya existe de facto, seguramente se intensificará la lucha de las naciones. La nitidez del derecho, mientras más acotada a cada hecho y no a conjuntos difusos, mejor. Por eso la regularización de la plurinacionalidad es preferible, más efectiva, cuando ataca focos específicos de mononacionalismo y no cuando propicia su propia vulneración. El pluralismo que antagoniza a las partes es falso, es el preámbulo de su atomización y de la lucha entre ellas. Típico de Estados-nacionales europeos, sin lengua en común con otros, siquiera una muerta.

La proliferación de los marcos conceptuales de Carl Schmitt (el archiautor del actual proceso constituyente chileno) redefine y, supuestamente, aclara los términos del debate. Pero no es así. Es verdad que el reconocimiento de un conflicto, o sea, de sus partes entre sí, sincera una realidad, y que la política podría conseguir un derecho acorde a esa realidad. Sin embargo, esa práctica solo es deseable en tanto deconstruye el conflicto mismo, y no si contribuye a su construcción, a su escalada. Ese posiblemente sea el problema del concepto de plurinacionalidad ante el cual estamos, uno que opera con los marcos conceptuales de la conflagración europea, no consistente con los del carácter profundamente difuso del conjunto latinoamericano.

Es una hipótesis que vale considerar.

Austria-Hungría a duras penas se afirmaba en una lengua muerta común, el latín, por una parte; Hungría insistía en su autonomía mononacional, por la otra (el húngaro Lakatos es el Mefistófeles de muchos relatos de Roth). Y siempre, pero siempre, las razones para enfrentarse son poderosísimas, las narrativas paralelas de los martirologios mononacionales son infinitas y sugieren siempre lo mismo: somos las víctimas, por lo tanto, se nos debe una restitución. ¿Cómo compatibilizar las relativamente legítimas reivindicaciones de todos los colectivos víctimas-victimarios del mundo, todas las naciones que han defendido y detentado un territorio sobre la faz de la Tierra a despecho de otras? La respuesta no tiene moldes. Como dice Hannah Arendt en La condición humana, solo la acción es libre, no la reacción. Predicar el diálogo mientras se adhiere a viejas figuras mentales que justifican circularmente la violencia, no hace más que encubrirla.

 

Imagen de portada: América Latina invertida (2017), de Martín Eluchans.

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