Historia de dos capitalismos

¿Sobrevivirá el capitalismo a los actuales niveles de desigualdad? Y de ser así, ¿qué capitalismo será? Son las preguntas que se ha planteado el economista Branko Milanovic desde sus libros sobre la desigualdad en el mundo, hasta el más reciente sobre el capitalismo. Lo comenta Arthur Goldhammer, escritor afiliado al Centro de Estudios Europeos de Harvard y traductor, entre otros, de Thomas Piketty.

por Arthur Goldhammer I 21 Diciembre 2021

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En ciertas zonas de los Estados Unidos hoy en día se da por sentado que el capitalismo ha fracasado o, al menos, ha caído en una crisis desesperada, que pronto desembocará en su reemplazo por el “socialismo democrático”. Branko Milanovic, quien creció bajo la variante de Tito del socialismo en Yugoslavia, es impermeable a tales fantasías románticas. Para él, el capitalismo es, sin lugar a dudas, “el sistema que gobierna el mundo”. Con esto quiere decir simplemente “que todo el planeta opera actualmente según los mismos principios económicos: producción organizada con vistas a la obtención de beneficios utilizando mano de obra asalariada libre desde el punto de vista jurídico y en su mayoría capital privado, con coordinación descentralizada”. Estos criterios se cumplen no solo por lo que solían llamarse las “economías industriales avanzadas” de Occidente (más Japón), sino también por China, India, Rusia, Brasil, Vietnam y muchos otros países que, en conjunto, dan cuenta de la mayor parte de la producción mundial. Esto, dice Milanovic, un economista que ocupa la Cátedra Maddison en la Universidad de Groningen en Holanda, además de ser becario sénior en el Luxembourg Income Study (LIS) y exjefe de investigación del Banco Mundial, es una situación que “carece por completo de pre­cedentes históricos”.

No habría sido posible hacer esta afirmación an­tes de 1989 y el colapso del comunismo, que se pre­sentó como una alternativa viable a la organización capitalista de la producción. Pero si el sistema eco­nómico que ha surgido desde 1989 en gran parte del mundo no occidental puede describirse como capi­talista, no es capitalista de la misma manera que en Occidente. Para Milanovic, el hecho cardinal sobre el capitalismo actual que todo lo conquista es que se presenta en dos formas distintas: el “liberal merito­crático”, desarrollado en Occidente, principalmente en los Estados Unidos, y el “político o autoritario dirigi­do por el Estado”, desarrollado en Asia, principalmen­te en China. Ambos son “capitalistas” en el espíritu de la definición antes expuesta, pero en otros aspectos difieren marcadamente. Y, de manera crucial, ambos se diferencian del capitalismo que prevaleció en Oc­cidente desde el final de la II Guerra Mundial hasta la caída del comunismo, que el autor llama “capitalis­mo socialdemócrata”. Utiliza el concepto en términos amplios, para incluir no solo las auténticas socialde­mocracias de Europa, sino también los Estados Uni­dos del New Deal y la “Gran Sociedad”, que de mane­ra similar expandieron la clase media y redujeron la desigualdad. Pero el capitalismo socialdemócrata ha estado en retroceso en todas partes durante varias décadas, con consecuencias para la distribución de la riqueza y los ingresos, así como para la democracia misma, que no pueden ignorarse.

Milanovic es mejor conocido por su trabajo sobre la desigualdad, con un enfoque particular en la des­igualdad global, es decir, la desigualdad entre países y no solo dentro de los países. Desigualdad mundial es, de hecho, el título de uno de sus primeros libros, así como de su blog, que invita a la reflexión y es de lectura compulsiva. Su trabajo pionero sobre la dis­tribución global del ingreso se resume en lo que se conoce como la “curva del elefante”: si se grafica el au­mento del ingreso real en las últimas décadas versus el percentil en la distribución mundial del ingreso, se termina con una curva que se asemeja a un elefante con la trompa levantada.

Lo que el gráfico muestra es que el ingreso real aumentó significativamente para todos los grupos hasta, aproximadamente, el percentil 70, así como para aquellos en la parte superior de la distribución, especialmente el 1% superior. Los ganadores fueron, por tanto, los ultra ricos de Occidente y las nuevas cla­ses medias de países como China, India y Brasil. Pero los ingresos en realidad disminuyeron para aque­llos que se ubicaron entre el percentil 75 y 85 en todo el mundo, lo que, cuando se traduce en términos sociológicos en lugar de económicos, corresponde a las clases trabajadoras y medias de los países in­dustriales avanzados.

Las preguntas que plantea Milanovic son buenas, y si el recurso a tipos ideales estrechamente modelados sobre los Estados Unidos y China es una simplificación rígida, es, con todo, justificable y quizá necesaria para extraer un indicador útil desde el ruido ambiente.

La curva del elefan­te ilustra así la creciente brecha de ingresos en los países ricos entre las cla­ses trabajadoras y medias, por un lado, y los que es­tán en la parte superior de la distribución del ingreso, por el otro, la misma bre­cha que destacan otros investigadores, como Emmanuel Saez y Thomas Pi­ketty. Pero también muestra algo más alentador: que muchas personas que viven en el mundo menos de­sarrollado han comenzado a mejorar de manera dra­mática. En esta trascendental convergencia de ricos y pobres, China, por supuesto, lideró el camino con su prodigioso crecimiento entre 1980 y la actualidad, pero otros países antes pobres, como Vietnam, India y Brasil, también han ascendido en la clasificación mundial. Desde 1980, el coeficiente de Gini global disminuyó de un máximo histórico de casi 0,75 a 0,65 (un Gini más alto indica una mayor desigualdad). La revolución económica de China inició esta dismi­nución de la desigualdad, y el rápido crecimiento en otras economías asiáticas continúa reduciendo la bre­cha Este-Oeste. Si bien la desigualdad dentro de cada uno de los países afectados aumentó, la desigualdad global disminuyó porque las economías anteriormen­te subdesarrolladas han superado a Occidente en cre­cimiento durante varias décadas. Miles de millones de personas ya no viven en la pobreza extrema, incluso si la renta per cápita en Asia sigue siendo muy inferior a la de Occidente.

Estos dramáticos cambios político-económicos forman el telón de fondo de Capitalismo, nada más. El libro se propone responder a las siguientes preguntas: ¿Por qué ha aumentado tanto la desigualdad dentro de los países?, ¿qué permitió que las economías asiáticas crecieran tan rápidamente como para que la desigual­dad global haya disminuido? ¿Y cuán estable es un orden capitalista global que comprende dos formas distintas de capitalismo que compiten no solo por los mercados y los recursos, sino también por la preeminencia ideológica? La Guerra Fría entre el comunismo y el capitalismo termi­nó, pero un nuevo con­flicto entre el capitalis­mo meritocrático liberal y el capitalismo político dirigido por el Estado puede estar a punto de tomar su lugar.

Para responder estas preguntas, Milanovic se pone su sombrero de teórico social. Estas pá­ginas están llenas de ci­tas de Adam Smith, Karl Marx y Max Weber. Las propias categorías den­tro de las cuales se en­marca el argumento se proponen como “tipos ideales” weberianos. De hecho, el “capitalismo meritocrático liberal”, tal como se trata en este libro, es una abstracción que refleja exacta­mente las condiciones actuales en los Estados Unidos, mientras que el “capitalismo político” dirigido por el Estado está enteramente modelado sobre la base de China. El autor no está demasiado preocupado por la validez de estas abstracciones, y un crítico bien po­dría preguntarse cuánto tiene en común la sociedad capitalista del Estado de China con Brasil o Indonesia o incluso Vietnam, o si Estados Unidos es realmente el “tipo ideal” del capitalismo occidental. La produc­ción total de la Unión Europea es mayor que la de los Estados Unidos, después de todo, y las “variedades del capitalismo” que contribuyen a la producción de Europa han sido muy estudiadas desde el trabajo pio­nero de Peter Hall, David Soskice y sus colaboradores, publicado hace unas dos décadas, pero no menciona­do aquí. En otras palabras, los tipos ideales de Mila­novic enmascaran una multitud de diferencias.

Estas son, sin embargo, sutilezas. Las preguntas que plantea Milanovic son buenas, y si el recurso a tipos ideales estrechamente modelados sobre los Es­tados Unidos y China es una simplificación rígida, es, con todo, justificable y quizá necesaria para extraer un indicador útil desde el ruido ambiente. ¿Qué vemos cuando miramos el capitalismo meritocrático liberal a través del lente de Milanovic? Primero, una sociedad en la que la participación del capital en la renta na­cional aumenta en comparación con la participación del trabajo. Milanovic está de acuerdo con el economista premio Nobel Robert Solow, en que esto se debe en gran parte a “un cambio en el poder de negociación relativo de los trabajadores y del capital”. En se­gundo lugar, mientras que la propiedad del capital sigue estando altamente concentra­da, como lo ha estado a lo largo de la histo­ria del capitalismo, es probable que quienes disfrutan de altos ingresos a partir del capital también dis­fruten hoy de altos ingresos a partir de su trabajo, un cambio marcado con respecto al pasado del capita­lismo, en el que los ricos no trabajaban. Parte de la razón de este cambio es que la riqueza permite el acceso a una educación más cara y “mejor”, y las credenciales educativas de éli­te permiten acceder a trabajos más remunerativos. Los individuos buscan cada vez más parejas con logros educativos similares, lo que los economistas llaman de forma poco romántica “emparejamiento selectivo”, y esta unión entre personas de altos ingresos con otras de altos ingresos aumenta aún más la desigualdad en­tre las familias.

Los ricos también tienden a obtener mayores ga­nancias con sus activos que los menos ricos y transmi­ten a su descendencia más de lo que acumulan durante sus vidas. El resultado de todo esto es que la desigual­dad dentro de la sociedad meritocrática liberal aumen­ta, la movilidad social disminuye y los ricos ejercen cada vez más control sobre el Estado. Aquellos que poseen la mayor parte del capital, asisten a las “mejo­res” escuelas y ganan más en sus trabajos, comienzan a pensar en sí mismos como merecedores de su buena fortuna en virtud de sus superiores talentos e ideas. Lo que una vez fue una democracia se parece cada vez más a una oligarquía, lo cual justifica su estructura de clases mediante la ideología de la meritocracia, es decir, la creencia de que los ricos son ricos porque también son los mejores, los más brillantes y los más trabajado­res. Sin embargo, la verdadera fuente de la influencia política de los ricos no es que tengan mejores ideas sobre cómo organizar la sociedad, sino, simplemen­te, que tienen más para gastar en adquirir poder: “¿De dónde viene enton­ces la influencia de los ricos?”, pregunta Mila­novic. “La respuesta está bastante clara: de la fi­nanciación de los parti­dos políticos y las cam­pañas electorales… De hecho, la distribución de las contribuciones con fines políticos está in­cluso más concentrada que la distribución de la riqueza”.

 

Trabajadores en la línea de ensamblaje de la fábrica de motocicletas Honda.

Todo esto es razo­nablemente conocido a partir de una serie de je­remiadas recientes, que lamentan la desigualdad rampante y la aparente incapacidad de la demo­cracia para domar lo que solía llamarse “el poder del dinero”. Paradójica­mente, en este relato, se puede decir que el capitalismo ha logrado el objetivo del comunismo de instigar a la extinción del Estado, que se ha reducido, en la visión de Milanovic, a “el Consejo de Administración que rige los intereses colectivos de la clase burguesa” (para tomar prestada una frase de Marx y Engels).

Por el contrario, en el “capitalismo político o au­toritario dirigido por el Estado”, el otro “tipo ideal” del autor, el papel del Estado es primordial. Su propósito (haciéndose eco de Weber) es “el uso del poder político para obtener beneficios económicos”, como ha hecho el Estado chino con un éxito tan espectacular desde 1980. Su característica principal es la “burocracia muy efi­ciente y tecnocráticamente experta” que dirige el siste­ma. Los tecnócratas son libres de interferir con el fun­cionamiento del mercado en razón del interés nacional.

La burocracia también “a todas luces” es “la be­neficiaria primordial” del sistema. Es legítima solo si logra producir crecimiento económico, por lo que sus reclutas deben ser competentes. En ausencia de una norma jurídica vinculante, disfrutan de una conside­rable discreción, como deben hacerlo al actuar con de­cisión cuando sea necesario para cumplir la promesa de un crecimiento ininterrumpido. Las “zonas de ile­galidad” son, por lo tanto, una parte integral del siste­ma, a pesar de que la esencia de la burocracia consiste en vincular el comportamiento individual mediante reglas. Por tanto, “la corrupción es endémica en el capitalismo político”. Debe, sin embargo, mantener­se bajo control, para que no socave la legitimidad del sistema. Esto explica las espectaculares y periódicas represiones contra los funcionarios corruptos.

Esta descripción del capitalismo político, sin em­bargo, no explica su éxito. ¿Qué lo hace? El lector es­pera un recuento de las decisiones clave tomadas por la burocracia altamente eficiente pero endémicamente corrupta, no obstante, solo aprende que “las ventajas intrínsecas del capitalismo político incluyen la auto­nomía de los dirigentes, la capacidad de acortar los procedimientos burocráticos y acelerar el crecimiento económico… Pero lo más importante, y de lo que de­pende, el atractivo del capitalismo político es el éxito económico”. El argumento es extrañamente similar a la queja neoliberal de que la regulación impide el crecimiento, al atar las manos a los tomadores de de­cisiones con un papeleo interminable. ¿Por qué la au­tonomía burocrática y la corrupción controlada son funcionales en China, pero disfuncionales en otros lugares? Otros países —Francia, por ejemplo— tie­nen burocracias dotadas de funcionarios altamente capacitados y de mentalidad pública, que gozan de considerable autonomía para dirigir las decisiones económicas, pero que han sido conspicuamente ca­rentes de éxito en estimular el crecimiento. Otros países —Italia, por ejemplo— tienen “una corrupción generalizada que se extiende por todos los estratos de la sociedad”, como señala el propio Milanovic, pero que no han logrado capitalizar la autonomía que se les otorga para maniobrar en medio de las restrictivas constricciones legales.

Milanovic es lúcido sobre los desafíos que el capitalismo político ya está enfrentando en China, donde los capitalistas privados han comenzado a resentir la autonomía del Estado, como lo hicieron sus contrapartes en Occidente antes que ellos. Y él también tiene claro que el modelo chino puede ser difícil de exportar, porque su éxito depende en parte de las condiciones y tradiciones únicas de China.

En lugar de una descripción de los mecanismos funcionales de la burocracia china, Milanovic nos ofrece un contraste metahistórico entre “la vía oc­cidental hacia el desarrollo” y la china. Siguiendo al economista Giovanni Arrighi, sostiene que el capita­lismo occidental, antes de volverse liberal y merito­crático, prosperaba “en todas las situaciones, ya fueran de conquista, de esclavitud o de colonialismo”, lo que “hacía que el modelo europeo fuera agresivo y beli­coso”. Los capitalistas europeos lo necesitaban “para la proyección del poder en el exterior, y, por consi­guiente, tenían que ‘conquistar’ al Estado”. A fines del siglo XX, esta vía de desarrollo ya no estaba al alcance de los países del mundo en desarrollo, que durante mucho tiempo fueron dominados y explotados por Occidente, cuya superioridad militar no toleraba nin­gún desafío. Mientras tanto, se desarrolló un Estado “autoritario” en China, un Estado que “dejaba en paz a los mercaderes ricos siempre que no supusieran una amenaza para él”. El comunismo, en esta perspecti­va, jugó el papel histórico de barrer con los arcaicos fundamentos económicos, mientras dejaba intacto al Estado autoritario y en posición de ser el partero en el nacimiento de una nueva forma de economía capita­lista. El Estado chino logró esto precisamente al vin­cular la incipiente empresa capitalista con las econo­mías capitalistas avanzadas de Occidente, desafiando a los teóricos de la dependencia de los años 60 y 70, quienes habían sostenido que el mundo en desarrollo seguiría dependiendo de las economías avanzadas, a menos que cortara sus vínculos para fomentar el desarrollo doméstico.

El dramático éxito del capitalismo político en Asia desde 1980 podría sugerir que Milanovic cree que el capitalismo administrado por el Estado es más eficiente para lograr el crecimiento y es potencial­mente un modelo más atractivo que la meritocracia liberal, especialmente en vista del rechazo del “neo­liberalismo” por muchos en Occidente. Pero él es lúcido sobre los desafíos que el capitalismo político ya está enfrentando en China, donde los capitalistas privados han comenzado a resentir la autonomía del Estado, como lo hicieron sus contrapartes en Occi­dente antes que ellos. Y él también tiene claro que el modelo chino puede ser difícil de exportar, porque su éxito depende en parte de las condiciones y tradicio­nes únicas de China.

Tal es la tesis de Capitalismo, nada más: el sistema capitalista se ha vuelto casi universal. Sin embar­go, no ha satisfecho las necesidades humanas tanto como alterarlas para adaptarse a las necesidades del capitalismo. El retrato de Milanovic de la humani­dad bajo el capitalismo es despiadadamente desola­dor. La jerarquía de valores se “basa simplemente en el éxito monetario”. La codicia, dice, citando a Marx, es “un elemento concomitante del incremento de la mercantilización de la vida”. La sociedad se ha vuelto amoral, porque la riqueza es la única “gloria” y los me­dios utilizados para adquirirla “son en buena medida irrelevantes (siempre que no lo pillen a uno haciendo algo ilegal)”. Las personas han dejado de ser anima­les políticos y ya no “consideran la participación en los asuntos cívicos un principio elemental”. En nues­tro mundo frenético, “los ciudadanos no tienen ni el tiempo ni los conocimientos ni el deseo necesarios para participar en las cuestiones públicas, a menos que los afecten directamente”. Pero no les importa, mientras se satisfagan sus necesidades materiales.

No estoy seguro de que esto sea correcto. El nivel de vida en Vietnam es mucho más bajo que en Fran­cia, pero el 91% de los vietnamitas apoya la globaliza­ción, que ha mejorado su vida diaria, en comparación con solo el 37% de los franceses, cuyos recelos sobre la dirección en la que se está moviendo su sociedad han alentado los movimientos de protesta que exigen una mayor voz ciudadana. Las personas se preocupan lo suficiente por los estragos que el productivismo ha causado en el medio ambiente como para acudir en grandes cantidades a las marchas de protesta. Sin embargo, es cierto que son reacias a renunciar a cual­quiera de las comodidades y facilidades que les ha proporcionado el productivismo. Lo que falta no es el deseo de participar en la vida cívica, sino claridad sobre cómo reconciliar la implacable presión del capi­talismo por el cambio —“todo lo sólido se desvanece en el aire”, como lo expresó Marx— con la necesidad humana de un mínimo de estabilidad y tranquilidad. Capitalismo, nada más nos dice mucho sobre lo prime­ro, pero sobre lo segundo su único consejo —aparte de unas pocas modestas recomendaciones de política pública, como cobrar impuestos a los ricos, financiar generosamente las escuelas públicas y prohibir todo menos un limitado financiamiento gubernamental de las campañas políticas— es la desesperación.

 

 

Artículo aparecido en la revista Democracy. Se tra­duce con autorización de su autor y de la revista. Traducción: Patricio Tapia.

 

Capitalismo, nada más, Branko Milanovic, Editorial Taurus, 2021, 368 páginas, $16.000.

Desigualdad mundial, Branko Milanovic, Editorial FCE, 2017, 305 páginas, $12.900.

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