La historia de Aladino Pereira (o cómo se recicla la violencia)

A los 15 años heredó un revólver de su abuelo y ese objeto determinó su vida. En la década del 80 fue armero de la CNI; en 2008 fabricó el cañón de la pistola con la que el sicario de María del Pilar Pérez asesinó a dos personas, y en 2017 fue acusado de fabricar una subametralladora, un caso por el que estuvo tres años en la cárcel. La trayectoria de quien fuera considerado el mejor armero de Chile permite narrar la violencia desde una perspectiva tanto pública como privada.

por Jorge Rojas I 11 Febrero 2025

Compartir:

Hay que humedecer el oxígeno, no puede entrar seco.

Aladino Pereira mira el flujómetro que está adosado a la parte superior del tubo. Respira agitado, con jadeos cortos, mientras se acomoda la cánula nasal en la nariz.

Respiré mucho vapor de soda cáustica, los nitratos para ennegrecer los metales. Esa fue la causa del problema respiratorio que tengo. Me descuidé —dice, con la voz rasposa, sin despegar la mirada de las burbujas dentro del frasco humidificador.

Sobre el velador hay una taza vacía, una bolsa con manzanilla y tres inhaladores. Pereira está sentado sobre su cama. Tiene 68 años, viste un pijama y lleva la barba crecida, como una mota de canas que le cubre desde el cuello hasta su pecho. El pelo de su cabeza también es largo y gris, enredado como un nido. Los 1.168 días que pasó en la prisión de Santiago 1, antes de que lo mandaran con arresto domiciliario cuando empezó la pandemia, lo envejecieron.

Llegó allí el 7 enero de 2017, cuando detectives de la Policía de Investigaciones (PDI) lo sacaron esposado de esta misma casa, ubicada en la población La Bandera, en la comuna de San Ramón. Lo acusaban de haber fabricado de manera artesanal una subametralladora similar al modelo MAC-10, luego de que agarraran al supuesto comprador saliendo de su casa-taller con el arma adentro de un bolso.

Al día siguiente, mientras aguardaba en un calabozo para ser formalizado, en la Brigada del Crimen Organizado, los detectives pusieron lo requisado sobre unas mesas. Era todo lo que había en su taller: revólveres, pistolas, fusiles, cañones de distintos tamaños, más de dos mil balas de variado calibre, partes de armas y decenas de libros y revistas especializadas. Para anunciar su detención se reunió el subsecretario del Interior, Mahmud Aleuy; el fiscal regional Metropolitano Sur, Raúl Guzmán, y el entonces director de la PDI, Sergio Muñoz. La puesta en escena daba cuenta de que Pereira, al menos como lo presentaron ante los medios, era un capo. La investigación llevaba su nombre: “Operación Aladino”.

Cuando lo llevaron ante el juez, se dijo que se dedicaba a la fabricación, modificación, distribución y al tráfico de armas. Como contexto, dijeron que había sido agente y armero de la Central Nacional de Informaciones (CNI), durante la dictadura de Pinochet, y que había sido la persona que había facilitado el silenciador con el que José Ruz, el sicario de María del Pilar Pérez, “La Quintrala de Seminario”, mató a su exmarido y a su pareja, antes de asesinar al joven Diego Schmidt-Hebbel, en noviembre de 2008.

Aladino Pereira, además, había sido condenado dos veces por porte ilegal de armas, pero hasta ese día nunca había estado en una cárcel. Tenía 62 años y 47 de ellos los había pasado manipulando pistolas.

A los 15 años, Aladino Pereira tomó por primera vez un arma.
—Yo heredé un antiguo revólver de origen inglés que perteneció a mi abuelo materno, que me lo entregó mi abuelita. Venía con balas.
Aunque era un extraño legado para un adolescente, la pistola despertó su curiosidad, pero antes que disparar, le llamó la atención desarmarla. Por eso jugaba con los fragmentos del arma como si fuesen bloques de un Lego, porque quería entender el mecanismo, ‘la inventiva del que lo fabricó’.

La iniciación

A los 15 años, Aladino Pereira tomó por primera vez un arma.

Yo heredé un antiguo revólver de origen inglés que perteneció a mi abuelo materno, que me lo entregó mi abuelita. Venía con balas.

Aunque era un extraño legado para un adolescente, la pistola despertó su curiosidad, pero antes que disparar, le llamó la atención desarmarla. Por eso jugaba con los fragmentos del arma como si fuesen bloques de un Lego, porque quería entender el mecanismo, “la inventiva del que lo fabricó”.

Me fui aprendiendo las piezas de memoria —recuerda.

Fue la época en que había iniciado sus estudios en la Escuela Experimental Artística, ubicada en La Reina, donde llegó gracias a un profesor que le consiguió una beca.

Tengo esa sensibilidad muy propia de los artistas, pensando por supuesto que ese iba a ser mi horizonte. Me gustaba el dibujo y la música, pero poco a poco fui descubriendo que tenía otras habilidades manuales, como la forja metálica.

A sus cuatro hijos, a William sobre todo, el segundo, a quien Pereira traspasaría todos sus conocimientos y lo formaría como armero, le contaría anécdotas de aquellos años.

Decía que en su grado de tercero había hecho una armadura medieval forjada, con réplicas de escudos y sables —recuerda William, sentado en una mesa del Club de Tiro José Miguel Carrera, donde es instructor—. Sé que estando en el “experimental” fabricó su primera arma. No como las conocemos ahora, no una pistola, sino que el principio básico de un arma de fuego: el mecanismo que permite que un elemento salga disparado.

La elección de ese camino fue reforzada por un tío que lo crio, también llamado Aladino, también armero, con quien compartía frecuentemente en su taller. En aquellos años, Pereira se perfeccionaba con libros, manuales y revistas especializadas. Desde entonces, las armas se convirtieron en su principal interés. No fue extraño que se enrolara en el Ejército. Primero como conscripto en el Servicio Militar y luego como civil en la CNI.

Llegué ahí por compañeros del Servicio Militar. Me dijeron que era un grupo de élite y que los sueldos eran bastante buenos. Me fui a ojos cerrados.

Estuvo un tiempo a prueba, hasta que en 1980 lo contrataron. Al principio, se desempeñó como una suerte de auxiliar al que le encargaban diversos trabajos de reparaciones en distintas unidades —soldar, pintar fachadas, arreglar autos—, pero al poco tiempo, lo destinaron como radioperador a uno de los cuarteles de la dictadura.

Yo te hablo del cuartel Borgoño. Tenía una oficina llena de equipos de radio. Partía poniendo al día unos enormes mapas de Santiago, donde tenía que ubicar los vehículos que eran de la CNI. Si alguna autoridad del alto mando preguntaba por el estado de la situación, yo tenía que saber dónde estaban los equipos investigativos.

De a poco fue adquiriendo más responsabilidades, como la de “hacer aseo” una vez al mes al armamento del cuartel, entre otras, a las pistolas oficiales y también a aquellas que se incautaban en los operativos. Recuerda con especial detalle las 80 toneladas de armas que, en agosto de 1986, fueron encontradas en Carrizal Bajo, en una operación fallida realizada por el Frente Patriótico Manuel Rodríguez, donde él, asegura, tuvo una participación como “aparato técnico”.

Tuve que hacer una demostración ante la prensa sobre el funcionamiento de estas armas.

Pereira se refiere a un simulacro que el Ejército realizó para demostrar el poder de fuego de los fusiles y del cual hay registros en videos y fotografías. Asegura ser uno de los agentes que, en aquella ocasión, vestidos con overoles azules y capuchas blancas, simularon ser una guerrilla. Salvo su palabra, no hay forma de comprobarlo.

Tampoco se puede decir con certeza la fecha en que abandonó la CNI. Sin embargo, asegura que hay un hecho específico que detonó su salida. Habría ocurrido pocas semanas después de la “demostración”, a comienzos de septiembre de ese año, luego del asesinato del editor de la revista Análisis, José Carrasco Tapia, quien murió junto a otros tres opositores, en venganza por el atentado contra Pinochet en el Cajón del Maipo. A la tarde siguiente, dice Pereira, un agente llegó a su casa con un bolso con armas para que él las “limpiara”.

Me cayó la teja de inmediato. Eran las armas que habían usado esa noche. Me dije: “Si no arranco de aquí, me van a involucrar”.

Ya fuera de la CNI, se instaló con un taller de reparación de armas, en la calle Vicuña Mackenna 1887. Según la escritura notarial, había otros tres socios en el negocio y uno de ellos, amigo del armero, era Roberto Fuentes Morrison, “el Wally”, torturador del Comando Conjunto. La sociedad se terminó en junio de 1989, cuando Fuentes Morrison fue asesinado de 18 tiros por el Frente Patriótico Manuel Rodríguez-Autónomo, en una emboscada.

Una década después, Aladino Pereira decidió contar buena parte de los secretos que guardaba.

Interior del taller de Aladino Pereira.

El armero de la CNI

Me dijo: “Estas armas fueron pajeadas”.

Nelson Caucoto, abogado especialista en causas de derechos humanos, no entendió el concepto.

¿Qué significa “pajeadas”? —preguntó.

Aquella conversación debe haber ocurrido a fines de la década del 90. Caucoto recuerda que el ex radioperador y armero de la CNI se presentó en su oficina, diciéndole que tenía información sobre el crimen de José Carrasco, una causa donde él representaba a la familia del periodista.

Era un tipo que pretendía ser amistoso, de buen trato. Me entregó el dato de las armas, que las había recibido de unos tipos al día siguiente que matan a Carrasco. Me pareció que era verosímil.

Había pasado más de una década de ocurrido el crimen y Aladino Pereira estaba listo para hablar. ¿Pero por qué quería delatar a sus excompañeros?

Me intentaron involucrar y lo que hice fue defenderme. Me enteré de que un agente dijo que yo había modificado un arma con la que se había realizado una operación. A mí me traicionaron los mismos milicos —recuerda, para luego recitar un viejo dicho que aprendió en su paso por la Inteligencia—. El que traiciona espera recibir el vuelto de la misma forma —dice.

Para eso ideó un plan.

Yo aprendí con los años que las alianzas estratégicas para un bien común siempre son buenas. Me refiero a la alianza con el que uno cree que políticamente es su enemigo —explica.

Es por eso, dice, que eligió a Caucoto, un abogado que por entonces lideraba la Oficina de Derechos Humanos de la Corporación de Asistencia Judicial. Luego de esa primera conversación, fue citado a declarar como testigo secreto ante la ministra en visita Dobra Lusic, que investigaba los asesinatos. A ella le dijo que el 8 de septiembre de 1986, dos agentes —Jorge Vargas Bories y Víctor Muñoz Orellana— llegaron hasta su casa en un automóvil Nissan Stanza, de color celeste, que pertenecía a la CNI.

Al momento que procede a abrir el portamaletas del auto, al interior me mostró un saco de color verde de transporte de ropa del Ejército, que contenía varias armas”, le dijo a la jueza, según publicó en 2012 El Mostrador.

Pereira, que tenía el ojo entrenado para identificar desde fuscas a fusiles, descifró los modelos que tenía enfrente sin dificultad. Más de 10 años después, los recitó con precisión: una metralleta HK SD2 con silenciador, una pistola CZ, una Llama, una Walther PPK, también con silenciador, y un fusil AK. “Negro, tú eres el único que puede ayudarnos”, recordó que le dijo Vargas Bories. “Anoche fileteamos a unos huevones y los fierros hay que pajearlos”, agregó.

Pajearlos: el mismo concepto que ocupó con Caucoto. Una técnica que consistía en modificar la parte interna de los cañones de las armas, para que no coincidieran con las “estrías” marcadas en los proyectiles tras los disparos. Así, borraban la huella balística y evitaban que pudiesen vincular las pistolas con el crimen. “Esos fierros están calientes”, respondió Pereira, y se negó a hacerlo. “Me insultó tratándome de traidor”, agregó.

Las armas nunca aparecieron. El valor de su declaración pudo ser dimensionado cuando un informe balístico reservado, de septiembre de 1999, también publicado por El Mostrador, estableció plena coincidencia entre las pistolas enumeradas y las balas que habían quedado incrustadas en los cuerpos de las víctimas. “Lo expuesto por el declarante es notable”, escribió Fernando Ilabaca, jefe del Laboratorio de Criminalística.

Su declaración fue clave para que en 2006, la justicia condenara a Jorge Vargas Bories a 13 años de prisión, una sentencia que en 2009 fue revisada por la Corte Suprema y que redujo la pena a siete años. Otros 13 agentes fueron sentenciados en este caso, incluido Álvaro Corbalán, jefe operativo de la CNI.

La relación entre Pereira y Caucoto tuvo otro episodio, cuando el armero decidió colaborar en otra investigación que llevaba el abogado: la del asesinato del pintor y militante del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) Hugo Riveros, de 29 años. La noche del 9 de julio de 1981, su cuerpo apareció apuñalado en un camino en San José de Maipo. Meses antes, había estado detenido en el cuartel Borgoño y tras eso había sido condenado a una pena de 541 días de relegación. El día anterior a su muerte, Riveros había ido a visitar a Caucoto.

Yo fui su abogado y ese día estuvimos conversando como dos o tres horas. Me vino a contar que había sido relegado a Chiloé y estaba feliz. Imagínate, qué mejor regalo para un pintor que lo manden a Chiloé. Luego salió de mi oficina y al llegar a su casa lo detuvieron —recuerda el abogado, quien fue una de las últimas personas en verlo con vida.

En noviembre de 2006, Aladino Pereira declaró. Habían pasado 25 años de la muerte de Riveros y, por entonces, solo se sabía que dos mecánicos lo habían visto cuando era subido a un auto marca Ford. El armero apuntó al responsable y dijo que su homicidio estaba vinculado con el asesinato de otro opositor, Óscar Polanco, y que ambos crímenes fueron una “respuesta” al asesinato de un agente de la CNI llamado Carlos Tapia Barraza. “A raíz de la muerte del señor Tapia Barraza, al día siguiente, en el cuartel Borgoño se realizó una reunión para conmemorarlo, y recuerdo muy bien que Álvaro Corbalán, en mitad del acto, se paró y señaló a sus más cercanos: ‘Vámonos que tenemos que hacer’. Y cuando van saliendo, comienza a hacer los siguientes comentarios: ‘Esto va a ser dos por uno, sácate los archivos’”.

Sobre Polanco, Pereira sostuvo que le dispararon con un “arma de fuego que salió de un Honda Accord”, y que las balas correspondían a unas Berger, “que estaban a cargo de la Dirección de Inteligencia de la Fuerza Aérea” y que eran entregadas a Álvaro Corbalán por Roberto Fuentes Morrison, ambos miembros del Comando Conjunto. Y sobre Riveros dijo: “Ese mismo día había un detenido en los calabozos de Borgoño, de quien Corbalán había dado la orden de que no fuera visto por nadie; sin embargo, estoy seguro de que esa persona era Hugo Riveros”.

El armero entregó el modelo del auto en el que se habrían llevado al pintor: un Ford Maverick. “Sin lugar a dudas era del grupo comandado por Corbalán y era el único vehículo de esas características en Borgoño”.

A pesar de que su declaración fue fundamental, nadie aún ha sido condenado por estos homicidios. Nelson Caucoto cree que en Pereira hay una motivación muy natural para delatar, casi de supervivencia.

Era una actitud normal y humana. Él insistía en que era simplemente un radioperador y que tenía conocimiento de armas, pero que él no salió a los operativos. Eso siempre me lo recalcó.

Aladino Pereira no pisaría nunca una cárcel por causas de violaciones a los derechos humanos en dictadura. Él lo resume así:

Me siento orgulloso de haberlos denunciado y que no me involucraran a mí.

Pasarían pocos años antes de que Pereira volviese a declarar.

La elección de ese camino fue reforzada por un tío que lo crio, también llamado Aladino, también armero, con quien compartía frecuentemente en su taller. En aquellos años, Pereira se perfeccionaba con libros, manuales y revistas especializadas. Desde entonces, las armas se convirtieron en su principal interés. No fue extraño que se enrolara en el Ejército. Primero como conscripto en el Servicio Militar y luego como civil en la CNI.

Un silenciador para un sicario

Frente a sus ojos, Aladino Pereira tenía un silenciador. “Es un tubo de aluminio con su respectiva rosca para atornillarse a cualquier arma. No alcanza a pesar 100 gramos y mide como 23 o 25 centímetros”, describió.

Era octubre de 2010. Estaba sentado en el estrado de un tribunal. “Este aparato, al momento de producirse una explosión en su interior, va a reducir el sonido a mucho más allá de la mitad. La única finalidad es no ser escuchado”, continuó.

La fiscalía lo había citado como testigo en el juicio contra María del Pilar Pérez, “La Quintrala de Seminario”, y José Ruz, un sicario a quien la mujer le encargó la muerte de tres personas: Francisco Zamorano, exmarido de Pérez; Héctor Arévalo, pareja del exmarido, y Diego Schmidt-Hebbel, pololo de una sobrina, quien murió cuando Ruz intentaba asesinar a la hermana y al cuñado de Pérez.

Fue otra de las imputaciones absurdas que me hicieron —recuerda Pereira, conectado al tubo de oxígeno—. Mucha gente andaba diciendo que yo le había vendido el arma a la vieja loca. Era absurdo. El armero que hizo eso tenía nombre y apellido.

Pereira se refería a Juan González, hasta ese entonces, un muy buen amigo suyo, también armero, “uno de los mejores restauradores de pistolas antiguas”. En marzo de 2008, González le había pedido que le fabricara un cañón para una pistola y que le vendiera un silenciador que tenía exhibido en un cuadro. Todo por 80 mil pesos. Con esas piezas completaría el arma con la que Ruz cometería los homicidios de Zamorano y Arévalo.

Ese silenciador se lo vendí a un armero y quien le dio el uso fue ese armero, por lo tanto, yo me lavo las manos. Él armó esa pistola y se la vendió al autor de los homicidios. Me quisieron endosar la misma responsabilidad.

Cuando lo citaron a declarar, Pereira llamó a González:

Yo le dije que estaba claro lo que tenía que hacer: sentarse y hablar. Le dije: “Voh sabí que yo soy bandido, pero soy bandido de otra película”.

Y González declaró. Reconoció que había entregado la pistola al sicario, que le había cobrado 350 mil pesos y habló muy bien de su amigo: “Es múltiple el hombre. Es muy bueno para fresar, tornear, pulir y reparar. Es conocido como un buen armero”, dijo. Luego fue el turno de Pereira: “El silenciador fue traído de Argentina. Llevaba mucho tiempo en mi poder y fue usado en una causa sobre derechos humanos y ahí quedó”, dijo, mirando la pieza que tenía al frente, que era una réplica del que había vendido.

Aladino Pereira hablaba como si estuviese dando una clase. El fiscal que lo interrogaba lo escuchaba con atención, mientras los jueces, que parecían novatos en esto de las armas, le pedían que fuese más lento, para seguirlo en su explicación. Aseguró que nunca supo en qué serían ocupadas ambas piezas. “De los años en que nos conocemos (con González), no puedo probar mala intención, ya que ambos tenemos clientes que son coleccionistas de elementos raros. Dentro de este rubro es muy común intercambiar conocimientos y repuestos”.

Esa tarde, Pereira contó que fabricar el cañón le tomó tres horas y que su amigo solo le llevó una parte del arma en la que sería montado, sin percutor ni disparador. Sin embargo, ese simple trozo de pistola le sirvió para reconocer qué modelo era.

Yo tengo un recorrido, tengo mundo en esto. Son miles las armas que han pasado por mis manos y me las sé de memoria. Yo veo un perno y doy con el arma, como lo hice con la que utilizó el sicario. Hasta hice una reseña histórica del origen de esa pistola. Ese es el grado de conocimiento que tengo en esto: en las armas, no hay secretos para mí —relata.

Ante los jueces, dijo que la pistola era del 1900 y que informalmente le llamaban la “mata duques”, porque fue el mismo modelo con el que asesinaron al archiduque Francisco Fernando, en 1914, en Sarajevo, hecho que dio inicio a la Primera Guerra Mundial. Tal como lo hizo con el silenciador, dio detalles precisos de aquella pistola. “Es de procedencia belga, marca Browning, de calibre 7.65, con una capacidad de 8 tiros. Una de las características principales es ser extremadamente plana, de fácil ocultamiento, y la ventaja más notable es que al montar cualquier dispositivo en su cañón, los aparatos de puntería quedan a la vista. A pesar de que es muy vieja, es un arma muy buena”.

Pereira decía todo esto, mientras el fiscal proyectaba en una pantalla un dibujo de la pistola que el mismo armero había realizado para ilustrar su exposición. Algo que, a su juicio, fue insuficiente. “Si gustan, yo ando con un ejemplar de media pistola acá en el bolsillo, ¿la puedo mostrar?”, preguntó ante la mirada incrédula de la sala. No entendían cómo un testigo, con todas las medidas de seguridad, había logrado entrar con una pistola. “Me gusta ser didáctico, la traje para que la conozcan, ¿puedo exhibirla?”.

El juez suspendió la audiencia. Al regreso, el fiscal le contó que en su declaración Juan González se había referido a él como “el mejor armero”. Y Pereira respondió: “Los títulos se los ponen los otros colegas a uno. Uno se esmera durante toda una vida para hacer los mejores trabajos, no cometer errores, perfección en las terminaciones, porque cada cual es un artista en su área”.

Aladino Pereira no fue condenado por ningún delito durante ese juicio. Pero el caso le pegó de otra forma:

Después de eso, mi papá quedó perdido por la vida: se levantaba, trabajaba un rato, se hacía el almuerzo, tomaba y se iba a dormir. Todos los días. Vivía pa’ parar la olla y tomar —recuerda su hijo William.

Ocho años más tarde, volvería a sentarse en un estrado. Esta vez, para escuchar cómo un juez lo dejaba preso, acusado de tráfico de armas.

Herramientas y partes de armas en el taller de Aladino Pereira.

El fabricante de armas

En su primera declaración, Aladino Pereira echó mano a aquella estrategia que le había evitado problemas en las causas de derechos humanos: la delación. “Debo señalar que mantengo conocimiento de un armero. (…) Esta persona se dedica a la confección de armas prohibidas, del tipo subametralladoras, las cuales son fabricadas en su domicilio y posteriormente vendidas a diversos sujetos”.

Pereira dio un nombre y una dirección, no obstante la fiscalía tenía pruebas en su contra. Durante seis meses estuvieron escuchando sus conversaciones telefónicas y en ellas había indicios de que estaba en el negocio de la fabricación de armas. En algunos llamados se lo escuchaba decirle a una persona que iba a “pintar el cigarro grande” o le pedía que fuese a “buscar el tubo de escape”. Los policías interpretaron que Pereira se refería a la réplica artesanal de una subametralladora MAC-10, un arma de reducidas dimensiones pero de alta potencia, con la que atraparon al supuesto comprador saliendo de su casa.

Al día siguiente, matizó la versión anterior: “Respecto de uno de los detenidos, al cual llamo ‘compita’, por desconocer su nombre (…), con quien me venía contactando hace dos semanas a la fecha, hasta que el día de hoy y cerca del mediodía, este concurrió a mi casa y me comentó su necesidad de tener un pasador para un arma que puedo describir como una pistola alargada, de origen artesanal, parecida a una UZI, entregándole el pasador que me solicitó y procedió a retirarse”.

El “compita”, como le decía Pereira, se llamaba Álex Ortega. En su declaración exculpó al armero. Dijo que la pistola se la había encontrado dos años antes en una calle de Maipú y que ese día en que lo detuvieron, él llevó el arma a la casa de Pereira. “Una vez que llegué a su domicilio, este me señaló que me devolviera con ambas cosas sin decirme el motivo”.

La explicación no convenció al juez. Aladino Pereira tenía 62 años cuando pisó por primera vez la celda de una prisión.

Conocí a los que asaltaban camiones blindados, a los que tenían enfrentamientos con carabineros, algunos de bandas que se disfrazaban de detective, puro popurrí. Ahí estaban los buenos y yo llegué como el mero mero. Los dos pisos del módulo me decían: “Viejo, vente pa’ acá”. Todos querían tenerme de compañero de pieza. Me hice famoso de un día pa’ otro. Fíjate que mi nombre circuló hasta adentro, hasta el óvalo, que es la arena donde mueren los valientes. Es que la media ficha con la que caí.

En las noticias lo presentaron así: “Exarmero de la CNI lideraba una banda de tráfico de armas artesanales”.

Me tenían como el padre. Me decían: “Mi padre, queremos hacerle una consulta, usted ha vivido mucho más que todos nosotros”. Al final, fíjate que yo terminé parando las peleas.

Pero Pereira no entró solo a la cárcel. También arrastró a su hijo William, que era el representante del taller de reparación de armas. Por entonces, William era un reconocido instructor acreditado de tiro, a quien su padre le había traspasado todo lo que sabía.

El William tenía como 12 años y le enseñé a desarmar y armar una de las pistolas más complicadas: la Browning CZ 83, que tiene más de 54 piezas. Hoy lo hace a ojos cerrados.

Con el tiempo, William se convirtió en un destacado competidor de tiro práctico, con participaciones en torneos nacionales e internacionales, entre estos en Bolivia, Argentina, Uruguay, Ecuador y en el Mundial de la especialidad en Sudáfrica, en el año 2002. Trabajó junto a su padre, hasta que, en 2016, poco antes de caer preso se alejó del taller.

Cuando yo abandoné el taller, ahí mi papá ya no tuvo filtro y eso lo reconozco abiertamente. Le arreglaba la escopeta al vecino, el revólver al caballero de la feria, entonces llegaba un compadre por la referencia de otro y ahí ya la cosa se puso mala.

William salió de la cárcel a las pocas semanas y la fiscalía no perseveró por falta de pruebas, pero su padre continuó. Pidió ser trasladado al módulo 12, donde estaban los detenidos de la comuna de San Ramón, donde vivía. “Más vale bandido conocido que uno por conocer”, decía.

Aladino Pereira supuso que saldría pronto. Buena parte de las armas exhibidas como evidencia estaban inscritas y pertenecían a policías que las habían mandado a reparar. Respecto de las cientos de piezas, el armero tenía una explicación lógica.

La capacidad resolutiva de las policías deja mucho que desear. Hay detectives que han estudiado durante cinco o seis años para entrar a una casa y reventar todo. Perdieron el foco: botaron la puerta, me esposaron y me sacaron a la calle y vamos dando vuelta la casa patas p’arriba. En un taller de reparación de armas no vas a encontrar zapatos, suelas o tapillas. Nosotros tenemos miles de piezas, que son partes de armas, para repuestos: tornillos, cañones, tambores y cargadores. Es normal, es un taller de armas —explica.

Pero ninguna explicación logró desvirtuar lo que la policía había escuchado en sus llamadas —“Voy a pintar el cigarro grande”— ni el hecho de que una persona salió de su casa cargando un subametralladora artesanal. Pasó el tiempo, su abogado pidió en varias oportunidades que le cambiaran la prisión preventiva por arresto domiciliario, pero no se la dieron. Pereira pasaba los días en la cárcel tomando mate, dando consejos a presos más jóvenes, parando peleas y leyendo, en un celular que logró fondear, sobre los avances tecnológicos de las armas y las máquinas que permitían fabricarlas.

Así cumplió 1.168 días, sin que ninguno de los cuatro fiscales que vieron la causa lograran cerrar la investigación para llevarlo a juicio. Un plazo que estaba fuera de toda norma: la prisión preventiva más larga de que se tenga registro. Solo la llegada de la pandemia logró que fuese enviado a su casa. Para entonces, el frío había acelerado las enfermedades respiratorias que padecía y envejeció con rapidez. Su cuerpo estaba conectado a una sonda que le sacaba la orina y a un tubo de oxígeno que le ayudaba a respirar. Nunca más volvió al taller.

El 2 de octubre de 2023, Aladino Pereira murió sin ser condenado. Tras esto, la causa por tráfico de armas fue sobreseída y archivada.

Imagen de portada: Aladino Pereira, poco antes de su muerte.

Relacionados