¿Por qué la gente está siendo tan amable?

La artista y ensayista estadounidense, autora de Clase cultural. Arte y gentrificación, ha dedicado gran parte de su carrera a examinar los lazos entre capitalismo, arte y sociedad. En este ensayo, publicado en la revista e–flux, Rosler reflexiona en torno a la nueva presión social por ser agradable en la economía de la información, donde la “uberización” del trabajo y la costumbre de evaluar las transacciones –algo que ocurre mucho en el mundo del arte– ha instalado el imperativo de ser simpático y, de paso, ha llenado las relaciones comerciales de falsas emociones.

por Martha Rosler I 6 Mayo 2020

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Si el afecto es el proceso por el que las emociones toman forma, vale la pena preguntarse por qué todos están siendo tan amables. ¿“Amable”? Aquí una definición del diccionario Webster:

Dar placer o alegría: bueno y agradable

: atractivo o de buena calidad

: atento, cortés y amistoso

Nadie creería que hoy esté emergiendo un lado especialmente amable de la naturaleza humana porque las cosas van muy bien. A menos que seas parte del llamado uno por ciento, las cosas probablemente no están yendo tan bien. (Estoy hablando de la mayoría, pero claramente no de todos, los países muy industrializados y con salarios elevados). El desarrollo de las economías posindustriales (“posfordismo”), basadas en la información o en el conocimiento, llevó al término de los trabajos estables, asegurados con contratos, un sueldo digno, un futuro y la promesa de una pensión razonable al jubilarse. (Ya saben estas cosas). En la economía del conocimiento trabajamos, en un buen número, por sueldos usualmente bajos. Incluso si no trabajas en esas “pegas” que generan plataformas como Mechanical Turk, Task Rabbit o Uber –por dar ejemplos–, de seguro trabajas gratis para las redes sociales por motivos laborales, de amistad y en buena medida también de autopromoción profesional. En el mundo del arte –y el periodismo, y quién sabe cuántos otros campos– han impuesto una jornada laboral de “24/7” sobre su mano de obra profesional, y no solo en sus escalas más bajas, como explicaré más adelante. El sector de servicios (alimentación, limpieza, hotelería y cosas por el estilo) y los trabajos del retail, además de imponer cada vez mayor inseguridad y horarios laborales inciertos, instala a los empleados más abajo en la pirámide social. ¿Ser obsequioso, incluso servil, para mendigar una propina? ¿Meter conversación como un conductor de Uber para obtener un buen “feedback” por la amabilidad? ¡Todas las transacciones deben ser calificadas! ¿Son estos comportamientos de verdad agradables?

La presión social por ser simpático es mucho más profunda que el imperativo de las buenas relaciones entre vecinos. Dice mucho de una obligación, en las economías neoliberales, de inventar, interpretar y adiestrar sistemáticamente un Yo transaccional.[1] “Muy amable” en realidad significa “no conflictivo” o “transacción de bajo costo”. Un principio básico del neoliberalismo se resume en la famosa frase “la sociedad no existe”.[2] Eso significa que eres totalmente responsable de cualquier consecuencia, ya sea relativa a una enfermedad, al éxito laboral o a la amistad. Así, la derecha republicana estadounidense exige arreglárselas por los propios medios: la gente debe asumir la responsabilidad personal renunciando a cualquier ayuda gubernamental. Los derechistas del Reino Unido inventaron el mote de “Estado niñera” para referirse a los programas de ayuda gubernamental. Como un eco del darwinismo social del siglo XIX, se consideró que la ayuda a los pobres dañaba la salud moral y el bien de la sociedad (y posiblemente la “raza”).[3] Pero el concepto de bien común fue arrasado mucho más allá de la frontera que separa a los “pobres que no merecen ayuda porque no quieren trabajar” (the undeserving poor), de todos los que están fuera de ciertos segmentos elevados. Esta responsabilidad se ofrece como libertad: libertad de ataduras, pero también libertad de obligaciones indeseadas. La llamada generación millennial ha crecido entendiendo que cada persona es responsable de moldear su yo más exitoso y vendible, y de evitar la trampa de la lealtad laboral, ya que los trabajos tampoco ofrecen ninguna promesa de lealtad.

El mundo del arte es quizás un caso especial. Es posible que los artistas –dejando de lado sus felicitaciones y condolencias prefabricadas en Facebook, destinadas a la progenie, los padres y las mascotas– no se dediquen profesionalmente a cultivar la simpatía. Algunos curadores y varios historiadores del arte parecen inclinarse por una dignidad perversamente distante. Pero gran parte del aparato institucional a cargo de la distribución, la circulación, la publicidad y las ventas forma parte de una ofensiva de encanto y seducción a largo plazo. La economía de la experiencia, al igual que la economía del cuidado, exige un enfoque que viene de las relaciones públicas. Una alta proporción del personal de museos y galerías, aquellos que deben comunicarse con gente de afuera y de adentro son, como la gran mayoría de los trabajadores de relaciones públicas, mujeres –un “gueto de cuello rosado”, es decir, un gueto femenino–, con todos los perjuicios que eso aún implica.[4]

En la economía de la experiencia, uno de los objetivos principales de los museos ha pasado a ser la promesa no de fomentar ni incitar la cultura o la contemplación, sino de edificar y sorprender a los visitantes, que van desde niños pequeños hasta ancianos y gente de todas las clases sociales.[5] La economía de la experiencia exige autenticidad, lo que axiomáticamente se transforma en una falsa emoción exacerbada. Tal como el lenguaje “buena onda” de las relaciones públicas, los museos y galerías están públicamente emocionados, entusiasmados y encantados; como una vez dijo en broma y a la pasada mi amigo, el artista Tim Porges, estar emocionado es el negocio principal del mundo del arte. Como en Facebook, no existe un botón “No me gusta” (aunque ahora hay un botón de “enojado”, de “triste”; uno de risas, otro de sorpresa).

Las comunicaciones en el negocio del arte, en especial los correos electrónicos entre museos, galerías y artistas, muestran tropos más limitados –ni casuales ni demasiado formales–, emplazados en un espacio lingüístico hasta hace poco inhabitado, y en general confinado a saludos y encabezados extrañamente elaborados. En estos documentos laborales, una fórmula hoy común –después del aún formal “querido(a)”– es “espero que este mensaje te encuentre bien”.[6] Una intrusión en lo personal que es a la vez vacía, confusa y no más significativa que un beso al aire. Esta vaga invocación corporal es una regresión imaginaria al modo epistolar victoriano, por lo que uno podría pensar que no se trata tanto de cortesía sino de cortesanía. En un registro más coloquial, las despedidas estándar se exageran de forma tal que “mis mejores deseos”[7] se eleva a “todos mis mejores deseos”, y “que tenga un buen día” pasa a ser “¡que tenga un gran día!”, y así. Esto viene más de la cultura de las ventas que de la escritura epistolar victoriana, pero, sea como sea, ha reemplazado de manera decisiva los cierres formales.[8]

Una amiga inglesa mira en menos toda esta “cháchara amable” tildándola de “hábito de las gallerinas” (como se llama en inglés a las recepcionistas jóvenes de las galerías, de actitud fría y displicente como una bailarina de ballet): creen que hablar así es de cuico. Bueno, quizás en Inglaterra, pero para nosotros –al menos en Estados Unidos– suena extrañamente forzado, como un eco lejano de otra época –o incluso de una época imaginaria. Pero su comentario me recuerda que la cortesanía inevitablemente remite al rango de los subordinados sometidos a los caprichos de un pez gordo. No por nada, el mundo del arte ha sido comparado con la nobleza, un grupo prisionero de la realeza y de las altas burguesías, quizá hasta medio hambriento, pero que al parecer no pierde las esperanzas y aspiraciones de lograr tanto el favor como el acceso a esas altas esferas. Ambición, acceso, información rentable, adulaciones, chismes, luchas internas, competitividad expresadas con el cuerpo y a través de los modales… todo esto lleva a la creación de un grupo de cortesanos muy genuflexos que esperan una entrada al santuario de puestos respetables, aunque sea en los confines de la corte o, peor, en su trastienda.

El auge de la cortesanía coincide con la gentrificación. En medio de la explosión de la riqueza de la clase terrateniente, ganarse sus favores es la conducta habitual de los desposeídos, en un reino donde la tierra es lo más valioso. Este régimen de valores geográficos tiene su eco, como lo recuerda Fredric Jameson, en la figura dominante del curador, quien es contratado para distribuir los preciados bienes de una exposición.[9]

Se subentiende que la corte del arte, con sus súbditos principalmente femeninos, está fuera de la jornada laboral de cinco días y de 40 o 35 horas semanales (obligatoria para empleados asalariados en la mayoría de los países); sus miembros mal pagados y sobrecargados cumplen su semana de trabajo estando, tanto como pueden, disponibles y dispuestos a trabajar todo el tiempo.[10]

Los abogados jóvenes empezaron a hacer esto dos o tres décadas atrás, pero tenían como fin obtener un ascenso rápido para lograr ser socio de un bufete y ganar un montón de plata. En el mundo del arte, como en otros campos, este exceso de trabajo a menudo es necesario básicamente para no perder el puesto. Así que culpen a la inseguridad laboral y a las limitaciones de personalidad que provoca el neoliberalismo, cuando el asistente de un curador les escriba durante la noche de un fin de semana. Tiene que existir un apego profundo al trato del cortesano o el sistema entra en crisis.[11]

Algo de nuestro desconcierto frente a la forma en que la gente se presenta, viene seguramente del hecho de que una gran parte de nuestra comunicación ocurre en el espacio “incorpóreo” del texto online, a menudo con gente que no conocemos y sin el amparo que las presentaciones hechas por intermediarios –gente conocida para ambas partes– suelen ofrecer. Las comunicaciones digitales nos privan del sesgo performático del habla, una parte poderosa de la interacción verbal. Lo que podríamos llamar un habla torcida –que incluye el humor, el escepticismo, la ironía, el sarcasmo–, queda seriamente dañada cuando no hay un rostro, un cuerpo o una voz para expresar esos significados de un modo matizado.[12] No obstante, estos elementos figuran muchísimo en el comportamiento prefabricado que se puede ver en la televisión, en el cine y en gran parte de la vida pública. (Skype llena en parte este vacío expresivo de la comunicación digital). El emoticón o el emoji y el humilde signo de exclamación, sin mencionar el simple JAJAJA, se han adherido al vocabulario para tranquilidad nuestra y de quienes nos leen. Pero tanto el lenguaje matizado como los signos tranquilizadores usualmente son inapropiados en las relaciones comerciales, lo que provoca ansiedad, ya que nuestros correos podrían ser malinterpretados. De ahí que existan esas fórmulas de saludo libres de cualquier ansiedad y llenas de ¡dicha!, ¡júbilo! y ¡total compromiso!

La parafernalia de “preocuparse por los demás” –las prácticas femeninas erradicadas de lo público– ha sido adoptada de forma táctica por el mundo empresarial.[13] Cada intercambio orientado al servicio, incluyendo a los bots virtuales y a los empleados de call–centers remotos, deben supuestamente envolvernos en una calidez acogedora e infantilizante, al mismo tiempo que cada empleado, real o ficticio, está expuesto al feedback y a la evaluación por esos mismos criterios.[14] La economía tecnológica se jacta de su identidad, como si fuera una suerte de espacio contracultural post–hippie, que hoy todos ven como una empresa visionaria y disruptiva. Pero esta destacada “nueva economía”, al igual que nuestros falsos amigos, despliega las mismas viejas prácticas corporativas predatorias, remozadas con “historias encantadoras y sentimentales del nuevo idealismo empresarial, una fe en el heroísmo que define la innovación creativa”, en palabras del periodista Nathan Heller. Heller,[15] citando al académico Fred Turner, rastrea el origen de esto en la “cultura colaborativa de investigación de la Guerra Fría”, por lo que este fenómeno no sería más que el mismo vino en una botella nueva.[16]

Pero desde una perspectiva más materialista, orientada al trabajo, productivista y política, esta era ha estado marcada, según la descripción de Luc Boltanski y Ève Chiapello en The New Spirit of Capitalism,[17] por una ruptura radical ocurrida después de Mayo del 68, centrada en el paso del capitalismo industrial a una economía basada en el capital global de libre circulación, y en una fuerza de trabajo relativamente inmóvil.[18] Los flujos de población han aumentado de manera dramática, por supuesto, con millones de personas escapando del colapso económico, del desarraigo, de la explotación y de la guerra, convirtiéndose en refugiados o en mano de obra migrante para distintas clases de trabajo –legal e ilegal–, pero estos grupos no pueden esperar las mismas “fronteras abiertas” que se le ofrecen al capital.

El mundo del arte, también a partir de la década de 1960, entró en esta economía globalizada, y los artistas por lo general son trabajadores itinerantes que van a la zaga de instituciones flotantes y de las demandas del capital. Cuando nos quejamos de la pesadilla del mundo del arte manejado por el mercado, por su creciente institucionalización y sus caminos pauteados hacia el “éxito”, deberíamos recordar que por lo general participamos en él, en su búsqueda alienante y enfermiza por obtener una ventaja competitiva, y rara vez pensamos qué impacto tiene eso a todo nivel.

Es tiempo de decir: no más, Señor Buena Onda.

 

 

Traducción de Virginia Moreno.

 

 

Notas

[1] Una consecuencia es la convicción de que la principal obligación de una persona es cuidar su cuerpo, convicción expresada por todo el espectro político. Hay mucha literatura sobre el engaño de los programas de coaching que prometen ayudar a gente desesperada o a mujeres de mediana edad que buscan trabajo para producir su mejor y más vendible Yo. Ver, por ejemplo, el libro de Barbara Ehrenreich Sonríe o muere: la trampa del pensamiento positivo, Editorial Turner, 2011.

[2] La famosa frase de Margaret Thatcher, dicha a la revista Woman’s Own, fue: “Hay hombres y mujeres individuales y hay familias… La sociedad como tal no existe”. https://www. margaretthatcher.org/document/106689

[3] Lo que estaba ocurriendo, obviamente, era una redistribución de la riqueza de los pobres hacia los ricos, además de una flexibilización de las regulaciones a los negocios y los impuestos.

[4] Ver el artículo de Jennifer Pan en la revista Jacobin sobre los trabajadores del rubro de las relaciones públicas, quienes evocan el desprecio que prácticamente todo el mundo siente por ellos. https://www.jacobinmag.com/2014/06/pink–collar/

[5] Los motivos que explican los cambios en la función social de los museos son muy complejos para que los desarrolle acá, aunque ya lo he hecho en varios otros lugares. Fredric Jameson, en su artículo “La estética de la singularidad”, dice que el museo se ha transformado en un “espacio popular y de cultura de masas, visitado por multitudes entusiastas y que anuncia sus nuevas exposiciones como atracciones comerciales”.

[6] Algunos han sugerido que la prevalencia de la enfermedad y la muerte en el siglo XIX en Occidente hacía razonable dar la esperanza de que nada desafortunado había ocurrido entre el envío de una carta y su recepción.

[7] Signo temprano de una era de entusiasmo forzado que empezó a comienzos de los años 70.

[8] El vocabulario del inglés estadounidense, sin olvidar el inglés internacional, parece estar reduciéndose de manera drástica, al tiempo que se hunde en una fraseología infantil: se usa “malo” (mean) para decir “desagradable” o “descortés”; “enorme” (huge) para decir “grande”; “asombroso” (amazing) para decir “bueno”; “increíble” (incredible) para decir “muy bien” o “excelente”; mientras que cuando a alguien “no le gusta” algo lo “odia” (hate); “gustar” es “amar” (to love), y así.

[9] Ver: Fredric Jameson, “La estética de la singularidad”. En: New Left Review, Nº 92, 2015, págs. 129–161.

[10] No hay espacio acá para abordar la presión que se ejerce sobre los trabajadores no directivos para trabajar más sin recibir pagos por horas extras. Ver: “¿Quién es dueño de tus horas extras?”, The New York Times, 22 de junio de 2015. Cito: “Los empleados en Estados Unidos actualmente trabajan más horas que los de cualquiera de las diez potencias económicas, exceptuando Rusia (de China, eso sí, no tenemos buenos datos). Cuando el tiempo que excede las 40 horas de trabajo no tiene costo alguno para el empleador, la tentación de pedir más es casi irresistible. Pero para la mayoría de los empleados sobre los que no rigen normativas de horas extras, sus jefes tienen pocos incentivos para buscar formas de usar su tiempo de manera eficiente”. Más dudosa es la afirmación de la autora del artículo, Fran Sussner Rodgers –asesora empresarial–, que dice que esto “no se trata solo de ser remunerado de manera justa por cada hora de trabajo. Se trata de usar bien el tiempo… una abrumadora mayoría de empleados no resiente el hecho de dedicar tiempo claramente dirigido a los clientes o al éxito de la empresa”.

[11] Los artistas deben mantener algo de fe en el sistema de galerías incluso si se muestran escépticos ante su funcionamiento.

[12] Se puede obtener una imagen cómica de cómo se vería la automatización del trabajo afectivo aplicado a los e–mails a partir de la app (o aplicación informática) de Gmail Emotional Labor, de Joanne Mcneil.

[13] Las empresas podrán adoptar ciertos tintes maternales en sus transacciones, pero entre los visionarios “pioneros de la tecnología” siempre está adscrita una fuerte identidad masculina, de la misma forma en que se usan tácticas empresariales despiadadas.

[14] El sentimiento que la mayoría de la gente expresa –comprensiblemente– cuando se le pregunta por su experiencia con las “mesas de ayuda” es rabia incipiente, contra la que es desplegada preventivamente esta falsa preocupación de la que hablo.

[15] Nathan Heller, “Naked Launch”. En: New Yorker, 25 de noviembre de 2013, pág. 69.

[16] Ver el libro de Fred Turner From Counterculture to Cyberculture: Stewart Brand, the Whole Earth Network, and the Rise of Digital Utopianism (University of Chicago Press, 2010). El capitalismo hippie continúa, obviamente: ver Ronda Kaysen, “The Millennial Commune”. En: The New York Times, 31 de julio, 2015.

[17] Luc Boltanski y Ève Chiapello, El nuevo espíritu del capitalismo. Akal, 2002.

[18] O, en palabras de Badiou, el aumento gradual de la visibilidad política de los trabajadores industriales.

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