La violencia y la inseguridad se han tomado la agenda de la mayoría de los países latinoamericanos, pero la polarización de los mundos políticos ha hecho difícil encontrar maneras de contrarrestarlas, poniendo cada vez más en riesgo las democracias de la región. “Es un problema sistémico que requiere soluciones sistémicas, pero no logramos establecer una cooperación global”, dice en esta entrevista el especialista en seguridad y desarrollo. Ofrecemos este texto como anticipo del número 22 de revista Santiago, que trae un especial dedicado a la violencia y próximamente circulará en librerías.
por Daniela Mohor W. I 25 Septiembre 2024
En mayo, el reconocido especialista en materia de seguridad y desarrollo, el doctor Robert Muggah, fue invitado por el secretario general de Naciones Unidas a exponer sobre geopolítica y crimen organizado ante los directores de las agencias de la ONU en Santiago. Para el experto canadiense, radicado en Río de Janeiro, la invitación fue una señal de que el alza abrupta de violencia en países como Ecuador, Chile, Brasil, México, y del Caribe está enviando un mensaje claro a la comunidad internacional: ya no se puede ignorar el problema de la seguridad pública.
América Latina y el Caribe lleva décadas lidiando con bandas criminales, pero la situación se ha degradado. En los últimos 10 años, la hiperglobalización, la transformación digital y la actual volatilidad de la geopolítica, han causado un cambio en los patrones y la tasa regional de homicidios aumentó, en promedio, un 3,7% anual. En 2023, 30 de las 50 ciudades con mayor cantidad de homicidios en el mundo se encontraban en la región, y la inseguridad domina la agenda de un número creciente de países.
Desde el Instituto Igarapé, un think tank en Río de Janeiro del que es cofundador y director de innovación, el Dr. Muggah y sus colegas juntan información a través de plataformas de monitoreo, fomentan la colaboración y proponen soluciones frente a este desafío global.
¿Cuál es su mirada sobre la evolución del crimen organizado en América Latina en los últimos años?
América Latina y el Caribe es de muchas maneras la zona cero del crimen organizado. Este se expresa de la manera más simple en altas tasas de homicidios, de violencia criminal y de tráfico de drogas, pero en realidad es mucho más profundo. Es una especie de ecosistema, que abarca actividades que van desde las drogas y el tráfico de armas y de personas, hasta la extorsión, pasando por los productos falsificados y el tráfico ilegal de minerales y vida silvestre. Ahora, además, el cibercrimen es masivo. Hay crimen organizado en todo el mundo, pero parece concentrarse en nuestro continente.
¿A qué se debe esto?
Eso se debe, en cierta medida, a que los tres principales países productores de cocaína (Colombia, Perú y Bolivia), cuya producción alcanzó un récord en los últimos años, están en nuestra región. Además, hay factores estructurales que le permiten al crimen organizado prosperar, como la desigualdad: nuestro índice Gini es de los más altos del mundo, pese a ser heterogéneo. Las tasas de desempleo juvenil son sostenidas y los niveles de educación bajos. Por otro lado, hemos tenido una urbanización desregulada muy rápida. Y a todo esto hay que sumar la gran cantidad de gente que trabaja en el sector informal, las altas tasas de impunidad y la presencia de sistemas muy dinámicos de economías clandestinas, lavado de dinero y corrupción. El problema es que el crimen organizado evoluciona rápidamente, pero estamos respondiendo de manera muy lenta.
El tema de la seguridad está marcado por las distintas posiciones políticas. ¿Eso dificulta la búsqueda de soluciones?
Es un tema tabú en muchos círculos. No solo porque ha sido ideologizado, sino porque el crimen organizado también involucra a actores políticos y económicos “legítimos”. La ironía es que mientras más entiendes cómo funciona, más riesgoso se vuelve hacer algo al respecto. Y claro, ha sido politizado. La izquierda tiende a ofrecer acercamientos de prevención, focalizados en el bienestar social y que se centran en las causas estructurales, pero no ha logrado establecer una narrativa exitosa sobre cómo enfrentar el crimen. La derecha, en tanto, capturó de alguna forma la agenda y suele ofrecer soluciones simples, como aumentar las sanciones, rebajar la edad de responsabilidad penal e incorporar más delitos a la categoría de crimen organizado, llegando al extremo de las políticas de mano dura. Aunque el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, sea ahora el político más popular en la región, no sabemos qué efectos tendrán sus políticas y tampoco se puede medir la presencia del crimen organizado solo según los homicidios. Estos son frecuentemente resultado del uso instrumental de la violencia, pero también ocurren cuando hay un desequilibrio en el mercado. La violencia que se ve en el norte de Chile o en Ecuador, que existía antes en América Central y que se da ahora en el Caribe, se debe a las disputas de los grupos por el control del mercado y el territorio. Recién habrá una reducción de la violencia cuando un grupo dominante emerja y se llegue a un nuevo equilibrio.
¿Cree que estos niveles de violencia están poniendo a las democracias en peligro?
Los grupos criminales están saliendo de la sombra, poniendo a su gente de candidatos y no solo infiltrando el sistema de justicia criminal y la policía, sino también el sector financiero, las agencias de contratación, etcétera. Eso impide el escrutinio, aumenta la impunidad y genera un impresionante deterioro de la democracia y de su percepción pública. La gente deja de votar o surgen grupos parapoliciales, porque dicen: “¿Qué más voy a hacer si no hay ninguna autoridad democrática cuidando mi barrio?”. O se unen a las bandas. Todo esto afecta la existencia de la democracia porque genera, en el mejor caso, apatía, y en el peor, rechazo. Alimenta un espíritu antidemocrático. Y si eres un ciudadano de clase media que paga impuestos, te vas porque no quieres vivir en un lugar en que matones manejan el gobierno. Y por supuesto, quienes sufren son los pobres que no pueden irse y son extorsionados a diario.
En Chile, de manera general, sentimos que nuestras instituciones funcionan. ¿Cómo lo ve usted?
Creo que Chile puede estar orgulloso de su transformación y transición democráticas, pero está demasiado confiado en la integridad y capacidad de algunas de sus instituciones, ya sean las policías y el control fronterizo, el sistema judicial o las entidades penitenciarias. El país se ha convertido en uno de los destinos favoritos para el movimiento de drogas y, como nada atrae más que el dinero, es probable que veamos una mayor presencia del crimen organizado en las instituciones más débiles, como las aduanas, las autoridades portuarias, las que están a cargo del manejo de cargamentos. Es lo que ha pasado en Ecuador, Surinam, Guyana, Trinidad y Tobago, Jamaica y Haití, pero también en Alemania y Holanda. Si los grupos criminales pueden hacerlo en Róterdam o Hamburgo, solo queda imaginar todo lo que pueden lograr en puertos que no cuentan con el nivel de recursos financieros, tecnología y apoyo regional de esos países.
¿Más allá de los homicidios, cuáles son los principales efectos del alza del crimen organizado?
La mayor parte del crimen organizado no implica violencia letal. Se ve mucha intimidación, acoso, gente desalojada a la que le quitan sus tierras, sus propiedades o sus negocios. Todo eso genera altos niveles de estrés y trauma psicológico, que se transmiten de manera intergeneracional. La exposición a elevados niveles de crimen organizado puede llevar a menor control de impulso y mayor agresión. Tenemos mucha violencia entre los jóvenes, violencia escolar, femicidios; se expresa de múltiples maneras. En consecuencia, los desplazados aumentan. Pero, además, hay un éxodo en América Latina de migrantes que salen de su país porque tienen miedo.
Y pareciera expandirse en territorios abandonados por el Estado.
Sí, sería un gran error ver el crimen organizado solo como una especie de aberración social. Hay comunidades en las que, en ausencia de un Estado de calidad en términos de provisión de servicios, de gobernanza transparente y responsable, el crimen organizado entrega servicios de manera notable. Después de los desastres naturales, por ejemplo, en México y Brasil vimos al Cartel de Sinaloa, al Comando Vermelho (CV) y al Primero Comando da Capital (PCC) entregar ayuda, con productos que llevaban su insignia, como diciendo: “Esto viene de nosotros”. Entonces, sus líderes son percibidos como héroes y celebrados en canciones como los narcocorridos o en la música funk que se escucha en Brasil. En el Caribe, las pandillas más pequeñas tienen bandas y hacen giras para reclutar a jóvenes.
¿Cómo afecta esto la manera de enfrentar el problema?
Si vemos el crimen organizado estrictamente como una amenaza, como una fuerza que siempre busca aprovecharse de la población; si no entendemos la naturaleza del contrato social y los modos en que los locales interactúan con esos grupos, voluntariamente o en contra de su voluntad, corremos el riesgo de proponer políticas totalmente erradas.
Según sus investigaciones, ¿qué respuestas funcionan para enfrentar el crimen organizado?
Muchas veces las políticas de mano dura permiten obtener resultados impresionantes en el corto plazo. Pero no sabemos, porque no hay trabajo empírico al respecto, si funcionan a mediano o largo plazo. Estas políticas afectan nuestros derechos cívicos, dañan los gobiernos y la democracia misma. Eso, sin hablar del encarcelamiento masivo, el exceso de fuerza policial y todos los otros atributos de esas políticas. A nivel transnacional existen estrategias que pueden ayudar, como el buen manejo de las investigaciones, una cadena de custodia de las pruebas adecuada, una mejor cooperación internacional y operaciones policiales conjuntas, idealmente respaldadas por tratados de extradición y cambios en la legislación que faciliten el intercambio de evidencia y la armonización de las respuestas. A nivel doméstico, funcionan el uso de inteligencia para ubicar a las policías en los focos de criminalidad en vez de hacerlas circular por varios lados; la focused deterrence (disuasión focalizada), es decir, estrategias que consisten en que la policía comunique claramente lo que ocurrirá si no se respeta la ley, y lo cumpla de manera firme, pero en combinación con programas de intervención social.
¿Hay formas de intervenir que estén más centradas en el trabajo con la comunidad?
En el caso de las pandillas y del crimen organizado de menor nivel, existen los violence interrupters (interruptores de violencia): se trabaja con miembros de la comunidad que tienen vínculos con alguna banda, para que operen como mediadores entre los grupos y reduzcan el efecto de contagio de la violencia. Sabemos que eso funciona. Ayuda también trabajar con los jóvenes que buscan unirse a una pandilla, reforzando su autoestima e incentivándolos a expandir su horizonte; hacer intervenciones para entregar educación y reducir la desigualdad en ciertos sectores, así como desarrollar programas dirigidos específicamente a las mujeres, en particular los de transferencias de dinero condicionadas. Cuando ellas manejan las finanzas, suelen mantener a sus hijos en el colegio, y eso está correlacionado con una reducción de los homicidios. Pero todo esto exige un mayor compromiso de los líderes, y por más tiempo, y es difícil de lograr cuando se cambia de gobierno cada cuatro años. Falta paciencia. El crimen organizado es un problema sistémico que requiere soluciones sistémicas, pero no logramos establecer una cooperación global, y la falta de confianza, de asignación de recursos, así como la polarización creciente impiden llegar a respuestas complejas y sofisticadas. El crimen organizado está haciendo metástasis y América Latina está pagando el costo.
A pesar de que muchos migren por miedo, en la región existe un aumento de la xenofobia y se asocia migrante con delincuencia. ¿Cómo lo explica?
Hay una tendencia creciente hacia los extremos en la política y en nuestra discusión sobre la seguridad, y el migrante representa el chivo expiatorio más a la mano. Pero las estadísticas muestran que la proporción de migrantes involucrados en el crimen organizado es inferior a la cifra para el promedio de los ciudadanos. ¿Por qué? Porque son los que menos quieren exponerse a correr el riesgo de ser excluidos (del país en el que están). Sin embargo, la percepción de mucha gente es la opuesta y se les sobre atribuye la criminalidad. Lo vemos en Chile, donde sectores amplios de la población les adjudican el alza del crimen al Tren de Aragua y a las bandas venezolanas. No digo que no haya migrantes involucrados en la delincuencia, pero la sobre atribución ha sido aprovechada inteligentemente por un pequeño grupo de políticos que la ven como una clara ventaja en sus campañas y su búsqueda de popularidad.