Tras la paletada, nadie dijo nada

El autor de Memorias prematuras, Los platos rotos y Los parientes pobres, entre muchos otros libros, reflexiona sobre el estallido social del 18 de octubre de 2019. A su juicio, es fundamental entender el fenómeno a partir de la alianza entre la nueva izquierda anti-élite y una clase media crecientemente empobrecida. “La violencia —escribe Gumucio— estuvo en la raíz del estallido, pero esa violencia convertida en rutina cada viernes se convirtió rápidamente en desgaste; y ese desgaste tuvo que ver con la imposibilidad de convertir en institución, en texto, ese pacto inédito entre el dueño de la Pyme y la experta en estudios de género, entre el artista conceptual trans y el pensionado que no quiere más AFP, entre el que no quiere más TAG para su auto y el que aspira a liberar a la naturaleza de la presencia humana”.

por Rafael Gumucio I 16 Octubre 2024

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Para todos los que vivíamos en Chile en ese entonces, el 18 de octubre del 2019 marcó un antes y un después. Sin embargo, lo que hace difícil pensar en ese antes y en ese después es que, tanto en lo más concreto (el Metro, la desigualdad, la distribución de la ciudad, el costo de la vida) como en lo más abstracto (la Constitución de Pinochet, las canciones, las banderas), lo que vino después fue igual a lo que había antes. Lo mismo, en cierta manera, confirmado y degradado por el intento de otra cosa, que volvió a ser lo de siempre. Un siempre que llevaba 30 años y estaba en pleno proceso de desarrollo y reforma cuando fue desautorizado por la protesta; la que, al ser desautorizada ella misma, convirtió a ese siempre en inevitable, en trágico, en sagrado.

¿A quién que no haya estado ahí le podemos explicar lo que pasó? Desde el punto vista de la ciudad, la transformación más notable fue el derrumbe de la estatua de Baquedano. De ella solo queda ahora su plinto rodeado de muros de cholguán y aluminio.1 Luego no quedará ni eso. Las municipalidades de Providencia y Santiago, el gobierno regional y el nacional (en manos, respectivamente, de la derechista Evelyn Matthei, la comunista Irasí Hassler, el democratacristiano Claudio Orrego y el frenteamplista Gabriel Boric) llegaron al acuerdo de que la plaza ya no es necesaria, ni menos la rotonda que la rodea. El zócalo que fue alguna vez la entrada de la Línea 1 y que fue repintado con toda suerte de murales y cubierto también por plantas, escenario de casi todas las ceremonias chamánicas y actos de desagravio simbólico durante el estallido, fue rellenado de tierra y hormigón poco después de los eventos, de tal manera que ya no queda huella de ellos.

El 18 de octubre es una revolución que ocurrió y ocurre en los que vivimos esos días interminables, adentro de nuestros miedos, nuestros entusiasmos, nuestros recuerdos, nuestra subjetividad más subjetiva. Quebró amistades de décadas, creó complicidades inesperadas, nos hizo sentir una fragilidad también nueva o nos devolvió a una más antigua. Así, el toque de queda me sorprendió poniendo a todo volumen “El derecho a vivir en paz”, de Víctor Jara, en la terraza de mi departamento, fumando al mismo tiempo un vistoso habano Cohiba, solo para asegurarme de que ya no era el adolescente que escuchaba esa misma canción en otro estado de sitio. Perplejidad, tristeza, desconsuelo incluso: el reverso de lo que sintieron muchos compañeros de generación, a quienes llamé por eso mismo “octubristas”,2 que vieron en la protesta una oportunidad de revivir una juventud que no terminaron de vivir. La oportunidad única de protestar sin el temor de que se los lleven los CNI en sus autos sin patentes, pero fingiendo que vivían ese riesgo y, en algunos casos, creando escenarios de ese riesgo, como el de la famosa comisaría en la estación Baquedano.

La utopía del estallido era la de un pasado juzgado desde un perpetuo presente, la cancelación de todas las deudas, el fin de todos los plazos. El 18 de octubre no dejó ninguna canción nueva; solo su forma de escuchar las antiguas fue completamente nueva, tanto, que algunas de ellas ya no podrán volver a ser lo que eran antes: “El derecho de vivir en paz” cambió de letra, omitiendo cualquier referencia a Vietnam, eje de la canción en su versión original; “El baile de los que sobran”, de Los Prisioneros, fue cantada al mismo tiempo por las barras de Colo-Colo y la U, y por toda suerte de abogados de matinales y periodistas de farándula que efectivamente sobran, pero no porque les hayan faltado oportunidades, sino por lo contrario: les sobraron las oportunidades.

El 18 de octubre no dejó ninguna canción nueva; solo su forma de escuchar las antiguas fue completamente nueva, tanto, que algunas de ellas ya no podrán volver a ser lo que eran antes: ‘El derecho de vivir en paz’ cambió de letra, omitiendo cualquier referencia a Vietnam, eje de la canción en su versión original; ‘El baile de los que sobran’, de Los Prisioneros, fue cantada al mismo tiempo por las barras de Colo-Colo y la U, y por toda suerte de abogados de matinales y periodistas de farándula que efectivamente sobran, pero no porque les hayan faltado oportunidades, sino por lo contrario: les sobraron las oportunidades.

Tocqueville, que en sus Recuerdos contó su propio asombro y desconcierto ante la Revolución de 1948, muestra cómo, en medio de la confusión de una rebelión que nadie vio venir y nadie tampoco parecía saber cómo dirigir, un concepto, el de socialismo, “salvó” la revolución de ser una revuelta callejera más. Esos mismos recuerdos muestran cómo aquella Revolución fue la ocasión inesperada que una serie de aventureros populistas necesitaban para tomar el poder, el que terminó en manos del más descarado de todos ellos: Napoleón III. Esta aventura fue el motor de El 18 de brumario de Luis Bonaparte, de Karl Marx, libro del que sale la famosa frase de que los hechos aparecen dos veces, primero como tragedia y después como farsa (hoy sabemos, como vimos el 18 de octubre, que ambas fases son simultaneas).

El estallido social careció de un concepto similar a socialismo (o democracia o república o nación), pero esa falta fue vista por sus entusiastas como una fortaleza. El hecho de que no hubiera tras la violencia inicial ningún ejército, ningún programa, ningún ideario, fue una manera de librar de culpa a los culpables, que tampoco lograron ser identificados del todo, quizás porque justamente carecían de identidad. La anomia no fue vivida como una tragedia o una falta, porque de tener rostro, de tener jefes, esta revuelta se hubiera convertido en un baño de sangre.

Ese es, quizás, el motor mismo de la ambigüedad de esta revolución, el hecho de que las dos partes que componían su esencia, la élite intelectual de la nueva izquierda y la clase media “emergente”, de pronto empobrecida, no querían prolongar ninguna especie de gobierno. De ahí su repentina alianza. Al desprecio que siempre manifestaron la una por la otra, le ganó el entusiasmo de una primavera de asombro, rabia y amor, pero sabían que no podían llegar al invierno unidos. La pandemia les permitió un divorcio suave y sin recriminaciones, una separación que cristalizó en el proceso constituyente y el plebiscito del 4 de septiembre de 2021.

¿No fue, después de todo, la marcha pacífica del 25 de octubre una manera de apagar el incendio del 18 de octubre? ¿No fue una manera de decirle al mundo lo mismo que dijo el general Iturriaga cuando tomó el mando de un Ejército que, a su vez, tomaba el control del país en estado de sitio: que no estaba en guerra con nadie?

Tocqueville, que en sus Recuerdos contó su propio asombro y desconcierto ante la Revolución de 1948, muestra cómo, en medio de la confusión de una rebelión que nadie vio venir y nadie tampoco parecía saber cómo dirigir, un concepto, el de socialismo, ‘salvó’ la revolución de ser una revuelta callejera más.

Que el foco de las manifestaciones no se moviera de una plaza que queda solo a un par de kilómetros del Palacio de Gobierno y nunca tuvieran la intención de acercarse a él, o que los pocos que tuvieron esa intención, como Jadue y su sector del PC, fueran abucheados por el grueso de los manifestantes, demuestra que la primera intención del estallido fue dejar claro que no tenía ninguna vocación de poder, que era rabioso, vistoso, pero no revestía un peligro mayor.

El único enemigo conocido, visible y unánime del estallido social fue la élite. Tomar el poder es convertirse en élite, que es justo lo que la protesta se prohibió a sí misma. El estallido llenó a Chile de performance, pero evitó tener una “vanguardia”. Sin embargo, muchos de los conceptos que la atravesaron y le dieron sentido eran elitistas, como quedó claro cuando esas ideas fueron sometidas al voto popular, cuando se plebiscitó el proyecto de Constitución que los recogía.

Estas dos fuerzas contrarias, esa élite que quiere ser pueblo y el pueblo que quiere ser “alguien” (o sea, élite), habitan muchas veces los mismos cuerpos, los de los hijos de la clase media “emergente” que pagan su pasaporte a la élite aprendiendo los usos y costumbres de la élite anti-élite universitaria.

Los chalecos amarillos en Francia escenificaron mejor que ningún otro movimiento el encuentro súbito y sorpresivo entre la contracultura anti-elitaria, heredera del mayo del 68, y su tradicional enemigo, la pequeña burguesía, con sus autitos, sus casas en la playa y sus pequeñas empresas familiares. En el estallido, esa alianza fue menos visible pero igual de eficaz. Es lo único que puede explicar el apoyo masivo y continuo que tuvieron, en todo tipo de encuestas, no solo las protestas y sus demandas, sino incluso la violencia que las acompañó desde el primer minuto. La violencia estuvo en la raíz del estallido, pero esa violencia convertida en rutina cada viernes se convirtió rápidamente en desgaste; y ese desgaste tuvo que ver con la imposibilidad de convertir en institución, en texto, ese pacto inédito entre el dueño de la Pyme y la experta en estudios de género, entre el artista conceptual trans y el pensionado que no quiere más AFP, entre el que no quiere más TAG para su auto y el que aspira a liberar a la naturaleza de la presencia humana.

Que el foco de las manifestaciones no se moviera de una plaza que queda solo a un par de kilómetros del Palacio de Gobierno y nunca tuvieran la intención de acercarse a él, o que los pocos que tuvieron esa intención, como Jadue y su sector del PC, fueran abucheados por el grueso de los manifestantes, demuestra que la primera intención del estallido fue dejar claro que no tenía ninguna vocación de poder, que era rabioso, vistoso, pero no revestía un peligro mayor.

El estallido social fue, sin duda, un movimiento popular, pero uno que se avergonzó siempre de su carácter como tal: “No son 30 pesos, son 30 años”, se apresuró a declarar la no dirigencia anónima de la revuelta, como si le resultara bochornoso luchar por pagar menos en un transporte público que celebraba haber quemado, quemando con él la única vía de acceso segura y barata entre la periferia y el centro y las demás zonas acomodadas de Santiago. El saqueo se limitó a los supermercados y tiendas de la periferia, lo que dejó a los malls y las grandes tiendas de la zona oriente extrañamente libres de peligro.3 Y entonces la Constitución, un tema que abiertamente preocupaba sobre todo a una élite política y a algunos profesores de Derecho, tomó la delantera sobre cualquier otra reivindicación social o económica.

Para mitigar sus propias vergüenzas, la nueva clase media y la nueva élite intelectual, se pusieron de acuerdo en revindicar al otro: los niños del Sename, los mapuches, los abusados por los curas o por “el Estado opresor” que es “un macho violador”. Todos los desmanes y todos los carnavales fueron justificados y celebrados en nombre de ese dolor ajeno y propio, innegable e inevitable, que no puede esperar, que no puede calcular los daños, que no puede hacerse cargo más que de su herida.

Nadie fue, fue otro. “Tras la paletada, nadie dijo nada”, porque en gran parte el héroe del estallido era el protagonista del poema “Nada”, de Carlos Pezoa Véliz. Esa fue, quizás, la razón por la que el estallido ocurrió en el interior de todos los que lo vimos pasar, una experiencia tan inolvidable como inexplicable. Porque habíamos olvidado (o había olvidado yo, al menos) la naturaleza extensa, profunda y sorda de ese dolor, de ese río subterráneo de abusos, de atropellos, de simple destrucción de cualquier posible libertad e imaginación, que corría bajo nuestros pies.4

Es también el imbuchismo del que habló Joaquín Edwards Bello y sobre el que escribió José Donoso, una parte esencial de un país que se cree normal, pero cuya temible intensidad irrumpe cada tanto, a borbotones, desde todos sus escondites para mostrar no precisamente la pobreza, o al menos no el hambre, sino la paranoia, el delirio y las distintas variantes del sadomasoquismo cotidiano. Esa locura ordinaria pudo juntar en un solo lugar y al mismo tiempo sus demostraciones más extremas, antes de quemarse a sí misma con las iglesias5 que ya no podían bendecirlos ni perdonarlos en su borrachera bastarda, ruidosa y tristemente acompañada.

 

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Notas:

  1. Nadie retrató mejor la destitución de la estatua y del punto de reunión de clases que Matías Correa en su proyecto multimedia La cosa de la plaza (Zuramérica, 2023).
  2. Adjetivo que, según las arqueologías tuiteras, fui el primero en usar de forma despectiva, y que tuvo un triste destino: se convirtió en una nueva forma despectiva de nombrar cualquier cosa de izquierda.
  3. Vivo cerca del Costanera Center. Ante la amenaza clara de que la “primera línea” lo incendiara, sus dueños, recuerdo, lo recubrieron de una barrera de aluminio y guardias armados. La masa incendiaria llegó hasta sus inmediaciones, pero inexplicablemente se desviaron y dispersaron en las calles aledañas, antes del primer enfrentamiento con la policía. Un grupo llegó hasta la esquina de mi casa. La barricada duró apenas unos segundos. Fue lo más lejos que llegó el estallido a la zona oriente.
  4. El alivio de ver cómo la protesta no pudo atravesar mi calle, cómo se quedó en mi esquina y volvió al centro, convivía en mí con la culpa de ser parte de ese gueto aterrado, protegido por la policía y los helicópteros, del que me había burlado toda la vida. La culpa de tenerle miedo al pueblo, de estar irremediablemente del otro lado de cualquier revolución.
  5. Iglesias como la de la Veracruz en la calle Lastarria, que acaba de ser reabierta y que, gracias al fuego que recorrió sus muros, adquirió una pátina histórica, cierta dignidad de dolor y recogimiento que le faltaba. Es quizás eso lo que no puedo escribir, y por eso anoto y denoto el pasaje de la juventud a la vejez (cumplí 50 años en pleno estallido), que siento que no fue solo un hecho personal e individual sino algo que nos sucedió a todos de muchas maneras: de maneras contrarias o parecidas, ese 18 de octubre todos perdimos lo que nos quedaba de inocencia, sin conseguir a cambio ni un poco de madurez.

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