En el último tiempo hemos visto algo inédito: las personas ancianas son prioritarias para el Estado y, por ende, tuvieron preferencia en el plan de vacunación. Han adquirido visibilidad en la esfera pública. La imagen de su brazo pinchado llegó a ser un símbolo. Y aunque no se sepa bien lo que simboliza esta imagen, se trata de un símbolo político. ¿Qué ha pasado entonces entre marzo de 2020 y hoy?
por Aïcha Liviana Messina I 27 Julio 2021
Hace algo más de un año, cuando el coronavirus se estaba propagando en Europa, se decía que era un virus como cualquier otro, como una gripe, y que, como cualquier otra gripe, afectaba a las personas ancianas. Con esto se quería decir que el coronavirus no era un peligro político, no era un “enemigo” que había que combatir, como lo afirmaron prontamente muchos jefes de Estado. El argumento para sostener esto es que las personas ancianas son vulnerables; su muerte es natural.
Este año hemos visto algo realmente insólito, inédito: las personas ancianas son prioritarias para el Estado y, por ende, tuvieron prioridad en el plan de vacunación. Han adquirido visibilidad en la esfera pública. De hecho, muchas de ellas fueron fotografiadas para dar muestra de la activación del calendario de vacunación. La imagen de su brazo pinchado llegó a ser un símbolo. Y aunque no se sepa bien lo que simboliza esta imagen, se trata de un símbolo político.
¿Qué ha pasado entonces entre marzo de 2020 y hoy?
Por cierto, sin darnos cuenta, hemos pasado de la idea de que la muerte de las personas ancianas es natural, a la idea de que su vida es política. ¿Pero a qué idea de política abre la vejez?
Poco tiempo después de marzo del 2020, los hospitales tuvieron que adoptar medidas parecidas a la eugenesia. En el vespertino La Segunda pudimos leer esta noticia aterradora pero presentada (y comentada) como necesaria: “UCI al tope en Temuco: Instruyen que mayores de 65, con cáncer, insuficiencia cardíaca o VIH no serán prioridad”. A esto se agrega la actitud heroica de algunos “mayores” que afirmaban que, en caso de contagio, cederían su lugar en el hospital para privilegiar las vidas de los jóvenes, vidas que, hemos de suponer, tenían entonces más valor.
Con todo, no podemos decir que la eugenesia fue una política de Estado, es decir, que haya habido un objetivo de determinar el valor de las vidas humanas y de seleccionar a estas últimas a fin de potenciar una sociedad. Por el contrario, quizás estas discriminaciones se definieron en un momento de total oscuridad sobre lo que iba a ocurrir. No se tenía un proyecto político, una visión del mundo. Al contrario, parecía un momento apocalíptico, en el que se pensaba solo en salvar vidas y no en configurar un mundo para la vida. Aun así, en esta suerte de suspensión del mundo, eugenesia y heroísmo podían recordarnos algunos de los peores momentos políticos de la historia.
En enero de este año, algo pasó que tal vez contribuyó a modificar nuestra idea del momento político en el que estábamos (y estamos todavía). Mientras la cifra de los muertos superó los 1.500 diarios en Inglaterra, los noticiarios mostraron fotos de las personas fallecidas. Me acuerdo de la pantalla llena de imágenes que desfilaban, en su gran mayoría de personas ancianas. Además de rastrear y comunicar diariamente las cifras de las muertes, se hizo público no tanto los rostros de las personas fallecidas sino un rostro de la muerte. Estas fotos, por su proliferación y contexto, nos hacían pensar que las personas que fallecen por coronavirus, por lo general fallecen aisladas, sin contacto con sus cercanos. Eran tantas las fotos, que empezó a aparecer no el hecho de la muerte, sino de sus condiciones. Lo que aparecía con todas estas fotos era que personas ancianas y personas jóvenes morían sin otro a su lado, sin mundo.
En este contexto, la pandemia se podía asemejar a un Estado en guerra. Por cierto, un virus no es nada más que un virus y no un enemigo político. Sin embargo, la impresión de guerra venía del modo en que se fallecía, algunas veces sin un lugar humano (en la calle) y, por protocolo sanitario, separados de los “suyos”. Al mostrar tantas imágenes de las personas fallecidas, las fotos nos ponían ante un mundo desprovisto de los marcos culturales que hacen que vivir y morir sean parte de una comunidad humana. En suma, las fotos daban cuenta de la relación entre los vivos y los muertos. Porque, si bien siempre se muere “solo” o “sola”, se vive con el morir de otros y otras, con su finitud y con su sufrimiento. Se vive sabiendo que otras personas, cercanas, se irán, y muchas veces somos testigos de su partida y, antes, de su resistencia.
Toda separación toma tiempo y hace su camino, sus lazos, sus percepciones, su mundo. Pero la pandemia, al confinarnos, confisca esta dimensión compartida.
Aquí la impresión de guerra no se debe a una situación de enemistad, sino a la falta de infraestructuras políticas para vivir y morir, para vivir con el morir o el sufrir de otros y otras, y para morir o sufrir dentro de un mundo del que somos parte: vivos, muertos, sufrientes o vigorosos. Es más, en el momento en el que se calculan diariamente los muertos, se calculan también tácitamente los vivos: no somos más que un número. Tal como ocurrió en mayo del año pasado en varias UCI, ya no se trata de sostenernos en un mundo, sino de determinar qué vidas serán prioritarias en función de cuántas vidas podremos salvar. Es el mundo de los vivos el que empieza a temblar. No es correcto entonces pensar que la muerte de las personas ancianas es natural. No existe la muerte. Existen modos de morir. Y estos son políticos. Hablan del mundo en su conjunto. O de su ausencia.
¿Qué ocurre cuando se determinan políticas de vacunación en las que las personas ancianas y de manera general, las personas vulnerables, son prioritarias?
Por cierto, la prioridad dada a las personas vulnerables es parte de un cálculo político: si las personas vulnerables se vacunan primero, disminuye la posibilidad de un colapso de las infraestructuras hospitalarias, y mejora la posibilidad de que la población en su conjunto pueda ser atendida en caso de contagio. Aquí no interviene ningún criterio sobre el valor de las personas. Se trata de un cálculo político: de lo que permitirá sostener a la comunidad en su conjunto.
Por esto, la imagen de las personas ancianas vacunadas puede asemejarse a una imagen de propaganda. Sirve para mostrar los logros de una política de Estado. Sin embargo, el efecto de este cálculo es que vuelve a poner la vulnerabilidad al centro de la política. En el invierno de 2020 se trataba de salvar vidas y, por ende, algunos iban a tener una actitud heroica, una actitud centrada en la superioridad moral de algunos individuos (¡yo cederé mi lugar!). No cabía la vulnerabilidad. A falta de criterios éticos (¿y cómo tenerlos?), teníamos héroes.
Hoy día, en cambio, tenemos una política pública de vacunación, en la que no solo se privilegian los más vulnerables, sino que no operan –por lo menos no abiertamente– los privilegios de clases o económicos. Esto es un cambio sustancial. Y es que, al poner la vulnerabilidad al centro de la política, se restituye el mundo que no teníamos cuando arrancó la pandemia y que hace falta muy a menudo. Al poner a las personas ancianas al centro del escenario, opera un cambio de perspectiva. Mientras no haya criterios que nos permitan determinar el valor de las vidas, la vulnerabilidad, en la medida en que llama a estar con otros, en la medida en que abre a múltiples percepciones y resistencias, es el punto en el cual se abre un mundo. Sin la fragilidad no hay mundo común, sino un mero cálculo de lo que resulta más funcional para una sociedad.
La imagen de las personas ancianas vacunadas es entonces de doble filo: es la imagen de un cálculo político y es la imagen de lo que restituye el mundo a la política. La fragilidad y la vulnerabilidad que suelen ser o bien patologizadas o bien principio de discriminación (como ocurre cuando se dice que personas mayores o con enfermedades no serán prioritarias en las UCI), o bien ocultadas, nos desplazan y nos abren al mundo. En la fragilidad de las personas ancianas está nuestro ser-con, nuestra condición política, y está nuestra posibilidad de compartir resistencias y de experimentar los lazos en sus fragilidades. Quiero pensar que la imagen de las personas ancianas vacunándose puede ser más que una propaganda usada para enfatizar los méritos de un gobierno. De pronto allí se subraya –y valora– lo frágil de la comunidad; fragilidad sin la cual la salud se torna una mera preocupación higiénica, y la política se limita al cálculo o a la moralidad del héroe.