Yo entrevisté a 253 mascotas

por Cristóbal Bley I 15 Abril 2024

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En la escuela de periodismo, aunque con poca insistencia y mucha menos convicción, se promovía el cliché de que este es un oficio para “darles voz a los sin voz”. Nunca me lo creí e incluso llegué a olvidarlo, hasta que una mañana de noviembre, con la grabadora en la mano, me encontré sentado frente a un gato plomo.

A fines de 2014, cuando apenas llevaba unas semanas en la desaparecida revista Viernes, que circulaba junto a La Segunda, me encargaron hacer algo que nunca antes se había hecho: entrevistar a una mascota. No me explicaron mucho más, solo que necesitaban el texto para el siguiente número y que debía conseguir que un animal, ojalá de alguien conocido o importante, dijera cosas.

De los animales siempre me fascinó su silencio, ese misterio que, como decía Schopenhauer sobre su perro, es transparente como el cristal. Ahora, lamentablemente, mi misión era desactivarlo. El mecanismo no podía ser periodístico, puesto que no se sustentaba en la realidad —la realidad es que las mascotas no hablan—, pero tampoco ficcional, ya que estos animales tenían dueños y debían, de alguna retorcida manera, reflejar su verdad.

El resultado, que se repitió casi sin interrupciones durante 253 semanas, fue una entrevista en la cual trataba a la mascota de usted, con preguntas que yo mismo respondía, haciéndome pasar por ella. Si bien me basaba en las anécdotas que contaba su dueño y en lo que podía averiguar sobre su raza o especie, principalmente me dediqué, quizá como desquite ante esta ridícula misión, a revelar el absurdo que significa tener un animal en casa.

Por esta sección pasaron perros de ministros y rectores, gatos de escritores y actrices, el gallo de Lucho Jara y el caballo de Manuel José Ossandón, así como también cacatúas, serpientes, erizos y hurones. Todos ellos, unos más que otros, reflejaban en sus callados ojos una particular tensión: la contradicción, me parecía a mí, de vivir en esa cómoda reclusión, de tener que atrofiar sus instintos e inutilizar sus garras y colmillos, a cambio de calma, cariño y cuidado.

No me gusta vivir encerrado, pero encerrado es como he podido vivir”, dije que dijo el perro de un músico pop, que había sido recogido de la calle tras sufrir un accidente. Incluso la mascota más doméstica y urbanizada, como el gato de Bélgica Castro y Alejandro Sieveking, proyectaba esa resignación, un precio que los humanos, sin preguntarles, les obligamos a pagar por su compañía.

Contra mi intuición —y también la del periodismo ‘serio’, que las vio como una ofensa a la profesión—, estas entrevistas lograron funcionar, seguramente porque el vínculo de los dueños con sus animales, más allá de los sombríos argumentos que los explican, nunca dejó de ser genuino. La soledad aumenta, también el ensimismamiento, pero visitando a estos cientos de mascotas comprobé que estamos condenados al cariño. Y que hace falta dejarlo hablar.

¿Qué hace un conejo en un departamento estudio de Santiago Centro, un gran danés en Providencia o un cocodrilo viviendo en Renca? Por muy rescatado que sea, ¿es plena la vida de un galgo en un living ñuñoíno, la de una tortuga en el dormitorio de un niño o la de un persa que solo experimenta el mundo a través de una ventana?

No es que estas entrevistas me convirtieran en animalista; más bien me confirmaron el estado afectivo de nuestra cultura: mientras la voluntad de querernos y comprometernos entre humanos, y más aún la de criar y responsabilizarnos por un hijo, va en caída libre, la necesidad de establecer un vínculo con las mascotas y llenar ese vacío con ellas no deja de crecer.

En Chile la tasa de fecundidad es de 1,3 hijos por mujer, la más baja de la historia. En cambio, en promedio hay casi dos mascotas en cada hogar, solo contando perros y gatos (Subdere, 2022). Es cierto que el mundo, con sus inflaciones, algoritmos y cambios climáticos, no ofrece muchos incentivos para reproducirse, y que convivir con un animal, al menos, parece más sustentable.

Un cálculo de los investigadores ingleses Brenda y Robert Vale, publicado en su libro Time to Eat the Dog (2009), demostró que no es así: para alimentar un año a un perro mediano se necesita el equivalente a 0,84 hectáreas, bastante más que la huella de carbono de un ciudadano vietnamita —0,76 ha—, y el doble de lo que gasta una camioneta que recorre 10 mil kilómetros al año.

Contra mi intuición —y también la del periodismo “serio”, que las vio como una ofensa a la profesión—, estas entrevistas lograron funcionar, seguramente porque el vínculo de los dueños con sus animales, más allá de los sombríos argumentos que los explican, nunca dejó de ser genuino. La soledad aumenta, también el ensimismamiento, pero visitando a estos cientos de mascotas comprobé que estamos condenados al cariño. Y que hace falta dejarlo hablar.

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