por Matías Celedón I 30 Noviembre 2023
No recuerdo bien cómo llegamos a los bosquimanos. Tal vez fue la sed, el calor de ese otoño, la sensación febril de un marzo interminable como los meses secos en el desierto de Kalahari. A la espera de una botella que caiga del cielo como en la película Los dioses deben estar locos. Una botella vacía, inexplicablemente.
Cruzamos la frontera en lancha por Kazungula, después de visitar las cataratas Victoria. En ese cuatrifinio entre Zambia, Botsuana, Namibia y Zimbabue, anudado sobre el curso del Zambezi, los bordes son líneas imaginarias que arrastra el caudal y corroboran la existencia de una tercera orilla. Del otro lado tomamos una avioneta para llegar al campamento donde estaba la doctora Evans. Du Matau quedaba en medio de un pantano cerca de la frontera con Namibia, en Botsuana. Desde el aire se veían los primeros elefantes y algunos cuellos de jirafas rodeando las acacias.
El Okavango es un delta que no desemboca en el mar. Sus aguas se absorben y se evaporan durante nueve meses, hasta la estación de las lluvias. Después hay muchas pozas e incluso ríos, pero en una semana toda el agua se escurre en las profundas arenas del Kalahari. Las primeras en secarse son las aguas abiertas, transformándose en zonas pantanosas y barrosas que acaban resquebrajadas. En el verano hay vestigios de humedad solo en algunos ojos de agua muy escondidos entre los altos pastos. La hierba crece de un hermoso color dorado y aporta forraje, pero no hay ni habrá agua por meses. Así es que la mayoría de los animales se van y los humanos también, excepto los bosquimanos.
“El pensamiento africano ha llegado al consenso de que después de la séptima generación ya no es posible distinguir entre historia y mito”, escribe J. M. Coetzee, en Diario de un mal año. Si hubiera que remontarse al primer ancestro común, los bosquimanos son el pueblo vivo más antiguo del mundo. Su impronta es el arquetipo del cazador nómade primitivo en cuyas huellas nuestra civilización ha rastreado su propio origen.
“Son los únicos que pueden vivir en las condiciones que ofrece este territorio”, me comentaba esa noche Nick Galpine, el administrador del campamento, un inglés que se jactaba de llevar 10 años viviendo en Linyanti. Cada mañana, a las 11.30, se detenía a mirar el cielo para ver pasar el vuelo diario que salía de Johannesburgo a Londres. “Desde las servilletas hasta el vodka que te estás tomando —repetía— lo traemos, lo traemos todo, aquí no hay nada”. La doctora Kate Elizabeth Evans, por su parte, llevaba meses instalada en los pantanos de este margen del Okavango, conviviendo con elefantes y nativos. Al menos en esos años, en Botsuana vivía un tercio de la población de elefantes de toda África. Y en los pantanos del Linyanti era donde se daba la mayor concentración en la zona.
Salí temprano, guiado por Obonye, en busca de la manada que había madrugado. Obonye manejaba un Land Rover, uniformado y armado con un rifle de caza. Trabajaba empleado para la compañía que arrendaba sus tierras, como casi toda su familia. Contra la imagen obsoleta del bosquimano primitivo, resumía en un vistazo los 50 años de registro de Una familia en el Kalahari, el documental donde el antropólogo estadounidense John Marshall registra los cambios en la vida de un clan en Namibia desde los años 50 hasta el 2000.
Obonye era un bosquimano de río. Los bosquimanos de río sobreviven en los densos pantanos de papiro del río Okavango, plagados de mosquitos, serpientes y fiebres. Son los únicos bosquimanos con abundante agua, aunque por la mayoría de los lugares que pasamos predominaba el monte seco, y sobre todo una especie de arbusto, el combretum mossambicense. Con su paso arrasador, los elefantes son una amenaza para la diversidad del bosque. Aunque había sido beneficioso para la reserva, porque contribuyeron al aumento de jirafas y kudús.
Cuando el kudú escucha peligro, hace un sonido que alerta a los babuinos a subir a los árboles para mirar en la dirección donde le indican las jirafas. En las leyendas bosquimanas se perciben otra clase de señales: “Niños, niñas, creo que el abuelo se acerca, pues siento el lugar de esa antigua herida en su cuerpo”.
La doctora Evans había investigado desde los insectos de Namibia hasta los hipopótamos y leones del Okavango. Ahora se encontraba ocupada de los elefantes de Botsuana y estudiaba apasionadamente las complejas relaciones de competencia por los recursos. Para los bosquimanos los elefantes eran un problema. El año que estuve allí, hubo más de 200 campos y cultivos arrasados, y al año siguiente la cifra aumentó al doble. Aunque la relación de muertes entre elefantes y personas era de 8 a 1, el régimen de lluvias muchas veces determinaba la frecuencia y gravedad de los ataques. En época seca, los elefantes se acercaban al río a comer papiros. Al haber agua, no se iban. Cuando las autoridades decidieron ampliar el territorio protegido por la reserva, el poblado de Obonye fue relocalizado a cinco horas del campamento por el aumento de muertes y ataques.
Vi que el accidentado camino conducía directamente a un espejo de agua. Repetí un estúpido comentario de Nick sobre los hipopótamos (“A veces se exagera sobre su ferocidad, la culpa es de la gente que se acerca a lavar y a pescar al río”) y me acuerdo de que Obonye detuvo el Land Rover y me invitó a bajar.
—Las hierbas están muy altas para hacer caminatas —dijo.
Solo se veían árboles secos, víctimas de la voracidad de los elefantes, y algunos termiteros que según él tenían más de 50 años. Los había visto aparecer antes de que brotaran los troncos donde parecían encaramarse. Si una reina vive alrededor de 20 años, era posible hablar de dinastías de termitas que habitaron esas galerías, refrescándose bajo la tierra con sus sofisticados sistemas de ventilación. Como la doctora Evans, supongo, en su privilegiada torre de observaciones.
Los bosquimanos de este siglo viven como inquilinos en su propia tierra. Los safaris sobreviven sobre sus premisas coloniales ofreciendo trabajo, capacitación y desarrollo de sus comunidades. En Du Matau, Obonye trabajaba como guía y su mujer era lavandera. Ranolang, la prima del balsero Baleseng, hacía las camas, mientras él llevaba a los turistas de paseo. Tres meses residían en el campamento y al cuarto mes volvían a su pueblo. Nadie conocía mejor ese territorio.
“El cuerpo de un mismo bosquimano se convierte en el cuerpo de su padre, de su mujer, de un avestruz, de una gacela —escribe Elias Canetti en Presentimiento y metamorfosis de los bosquimanos—. Que los pueda ser todos en distintos momentos, y luego ser otra vez él mismo, es de tremenda importancia”.
Los bosquimanos, como los Indios Pueblo, constituyen una reliquia que ha generado una particular fascinación en quienes los conocen. Pero el deseo de ir a su encuentro les ha traído cambios que ahora los muestran irreconocibles. Hay razones históricas que explican su carácter esquivo. Fueron explotados por los granjeros bantú y luego por los europeos que acabaron con el que fuera el último territorio autónomo del sur de África. “Puede que tengan motivo para seguir creyendo en sus presentimientos, a pesar de que a veces hayan sido engañados por ellos”, dice Canetti. Mientras tanto, el elefante arrasa con su entorno para preservarlo.
Fotografía: Matías Celedón.