por Matías Celedón I 19 Mayo 2025
Me sorprendió una mañana la llamada de Rubén Urruchi, un guía en Machu Picchu al que había conocido hacía unos años en la ruta de Salkantay. Además del tren, para llegar a las ruinas existen dos caminos. El famoso Camino del Inca, regulado por agencias de turismo, o la solitaria ruta cordillerana que asciende por el abra Salkantay, una montaña imponente que marca el paso por donde sus habitantes despoblaron la ciudad sagrada.
Rubén era la cordada de Williams Dávalos, el responsable de la excursión. Williams era un experimentado guía de montaña, capaz de acarrear a un piño de desconocidos con dudosas aptitudes hasta los 4.638 metros de altura por la sinuosa cordillera de Vilcabamba. Ambos, a su manera, eran una nueva especie de baqueanos, caminantes que bajo las capas de ropa outdoor de montaña pastoreaban de tambo en tambo a quienes quisieran entrar a Machu Picchu, como quien dice, por la salida.
Mientras el Camino del Inca es de marcadas pendientes y altibajos, el paso de Salkantay implica un día y medio de pausado ascenso hasta los pies de un riguroso y zigzagueante caracol, para llegar al punto de mayor altura. De ahí, el frío paisaje andino cambia, y en dos o tres jornadas el descenso montañoso discurre por un entramado extraño de valles y cajones tropicales que llegan a la última estación del tren antes de Aguas Calientes.
En los viajes que suponen una exigencia física, la recompensa suele estar en el paisaje. En el camino hay tiempo, sobre todo tiempo, para pensar en el camino. Se asciende lento, no sin esfuerzo. En cinco días no nos cruzamos con nadie más que una anciana junto a sus cabras y una tropa de caballos, animada por dos arrieros y unos perros, que nos adelantaron en la subida al nevado. Alentados moralmente por la energía de Williams, la caravana era empujada por Urruchi, quien cerraba el grupo por la retaguardia, contando chistes sin acelerar el paso, pero nunca perdiendo el tranco. Nadie fumaba excepto yo, por lo que Urruchi me esperaba al final de la fila. Contaban con la ayuda de Ismael, quien llevaba imbuido en su mundo nuestras mulas.
—Pisa donde yo piso. Te sorprenderá lo rápido que se avanza andando lento.
Hay voces capaces de dar sentido a las circunstancias adversas. Pienso en Virgilio, acompañando a Dante en su tránsito hasta la puerta del Paraíso, o en las palabras de Vasudeva, el barquero, cuya sabiduría es esencial para Siddhartha en la novela de Herman Hesse. En los viajes —más banales—, la relación con el guía suele ser completamente circunstancial. Sin embargo, por breve que resulte el intercambio, a veces aparece un destacado actor de reparto que trasciende y se gana un espacio en la memoria. Veo a Williams difuso frente al abra, en medio de una bruma de agua-nieve, asperjando alcohol y ofrendando hojas de coca al Salkantay por habernos permitido el paso. Nos regala a cada uno una chacana de piedra.
—No es preciso hablar de ella como cruz andina —dice.
—¿Por qué?
—Porque no es una cruz.
La montaña ha sido frecuentemente una metáfora de la ascensión, o del camino hacia el conocimiento de uno mismo. Un ejemplo de esto es La parodia de envejecer como subir una cuesta, de Oinosaka. ¿Dónde me encuentro? En términos prácticos, trabajar y vivir en una ruta o lugar de paso implica conocer un camino siempre cambiante. El rumor de las lluvias acercándose a lo lejos, la dulce humedad de la bruma tropical; el estruendo de rodados y socavones, el barro inestabilizando cada paso del descenso. En el guía de montaña, la capacidad de interpretar esos signos puede ayudarle a prevenir una desgracia.
Adivinando la huella en medio de un desfiladero, Williams mantenía nuestra atención suspendida en los coloridos insectos para que no viéramos el precipicio que se abría al otro lado. Aunque la probabilidad de que ocurriera un accidente era baja, las consecuencias podían ser trágicas, dejándoles poco margen para poder reaccionar. Su voz resonaba como un cencerro. Entre ellos hablaban en español, pero las seis horas de marcha los tenían la mayor parte del tiempo comunicados en silencio, cada uno en un extremo, haciéndose gestos, señas, echándose miradas que cada tanto decidían que nos deteníamos para comer, tomar agua y distender el agotamiento hablando de los últimos días de Machu Picchu.
Me acuerdo que la llamada de Urruchi me hizo pensar en el triunfo del Cienciano sobre River Plate. Acababa de ser campeón de la Sudamericana y no podía haber otro motivo para recibir ni esperar nada de él. Si algo sabemos, respecto de los guías, es que nunca más los volveremos a ver. Es un acuerdo tácito que se agradece. La última noche, ya en Aguas Calientes, me habían hecho una apuesta. Nos encontramos en un tugurio del pueblo, en un bar ubicado en un segundo piso, frente a un edificio en obra. Probamos macerados de diversas hierbas, momento en que intercambiamos los contactos. Urruchi fue el primero en irse, aunque en rigor, fue Williams. Cayó dormido en la mesa, sonriente, con la satisfacción de haber arreado el piño de turistas hasta sus respectivos establos y haber bebido hasta la inconsciencia en el bar de su mejor amigo.
Casi al final de Esculpir en el tiempo, Tarkovsky se refiere a la zona, ese misterioso territorio donde Stalker guía al escritor y al sabio rumbo a una habitación donde se cumplirán sus más secretas ambiciones. “A menudo me han preguntado qué simboliza exactamente la zona. (…) La zona es sencillamente la zona. Es la vida que el hombre debe atravesar y en la que o sucumbe o aguanta. Y que resista depende tan solo de la conciencia que tenga en su propio valor, de su capacidad de distinguir lo sustancial de lo accidental”.
Cuando Urruchi me dijo al teléfono que Williams había muerto, lo recordé con esa sonrisa y me pareció que estaba bien. No sé realmente cómo murió. Urruchi me preguntó si guardaba fotos de él, me pidió si podía enviarle alguna. No seguimos en contacto, pero ahora la chacana tiene otro peso. Algo en el semblante de Williams Dávalos me recuerda a John Oakhurst, el jugador de cartas de “Los proscritos de Poker Flat”, el cuento de Bret Harte. Supongo que así lo encontrarían, tranquilo como en vida, bajo la nieve, alcanzado por una racha de mala suerte, las cartas tiradas hace ya unos años.