La disputa por la identidad

La mapuchidad se sostiene en debates y pugnas con la identidad chilena, porque nace como una resistencia al discurso político e histórico que intentó construir una figura oprimida (el araucano) y otra vencida (el indio). Pero el movimiento mapuche hoy se nutre no solo de los relatos ancestrales –comenta el autor de este ensayo–, sino también de otras luchas indígenas latinoamericanas, así como de una corriente contracultural que se nutre, a su vez, del rock, el punk y el hip-hop.

por Fernando Pairican I 25 Agosto 2020

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El siglo XXI se ha caracterizado por el retorno del nacionalismo, la identidad y la religión como instrumentos de acción política. Algu­nos autores lo relacionan con el derrumbe de los socialismos reales. Este hecho abrió un escenario para que los movimientos con características identi­tarias tuvieran hegemonía en el escenario mundial. La crisis de la Unión Soviética, el resurgimiento de las guerras de carácter religioso por algunas organizaciones musulmanas y, del mismo modo, la irrupción de las rebeliones indígenas en América Latina, dan cuenta de que lo “políticamente” correcto eran los movimientos de carácter identitario. Tal vez, los hechos ocurridos el 11 de septiembre del año 2001 fueron la expresión del fenómeno político que sucedía a la post Guerra Fría.

La transición a la democracia en Chile no estuvo exenta de estas tensiones. Los movimientos mapuche, rapa nui y aymara, desde fines de la década del 80, pu­sieron al sujeto indígena en el centro del debate sobre la república. En el caso del primero, a mediados de esa misma década comenzaron a plantear la idea de la “re­construcción mapuche”. Para sus liderazgos, se vivía un momento determinante de la historia, a consecuencia del decreto de ley promulgado por la dictadura en 1979, que impuso el fin de las particularidades identitarias.

La respuesta la dieron los incipientes movimientos indígenas que, utilizando la identidad como forma de hacer política, combatieron los decretos de “chileni­zación” de la dictadura, resaltando sus especificidades indígenas. Los aymara lo hicieron recuperando la ideología indianista, una construcción derivada de los escritos de Fausto Reinaga, quien sostuvo, en la década de los 70 en Bolivia, que la única forma de poner fin a la opresión sería a partir de una revolución india. Los mapuche lo hicieron reinterpretando la historia: ¿no eran uno de los pocos pueblos que habían logrado detener la Conquista y forzar a los hispanos a parlamentar? A partir de estas ópticas, los y las líderes de ambos pueblos iniciaron un proceso de politización sobre la base de la lucha por la identidad, sosteniendo la reconstrucción de sus propios pueblos en función de la recuperación de la identidad política que, a su vez, se sostenía en la cosmovisión específica de cada pueblo.

Sobre este intenso debate, la pobreza fue otra de las variables consideradas como herramienta de em­poderamiento. Una parte considerable de los pueblos originarios se encontraba hacia 1990 en niveles de extrema pobreza, y en el caso de La Araucanía aquello ha continuado sin grandes cambios. Sin embargo, lejos de ser una especificidad mapuche, es un rasgo común de las poblaciones indígenas en Guatemala, México, Ecuador y otros países del continente. Salvo Bolivia, donde ha descendido la pobreza, el resto de pueblos originarios comparte esa dramática realidad.

Es viable sostener que hacia 1992 –año de la gran re­flexión indígena–, el debate sobre la identidad en América Latina fue intenso al cuestionar la construcción de las repúblicas en relación con los pueblos originarios. Si bien existían repúblicas que tomaron las identidades de los pueblos originarios como parte de la idea de nación, como fue el caso del liberalismo peruano y mexicano, hubo otros que excluyeron a los indígenas (Argentina constituye un caso emblemático).

En Chile se intentó crear una falsa tolerancia del mestizaje, un prototipo de sujeto indígena que tuviera los menos rasgos posibles de indígena y lo calificaron de “araucano”. Una especie de helenización del mapuche. Un experimento de blanqueamiento en que, además de ser forjados en la musculatura de los dioses griegos, fueron convertidos en una raza militar. Nada más lejano del verdadero mapuche. Al mismo tiempo, al mapuche real, a ese que habitaba en el campo o en la periferia de la ciudad, se lo asociaba con características muy distintas: flojo y borracho, sucio y violento, cruel y ladino.

La tierra y el capitalismo

El movimiento mapuche tiene un poco más de 100 años de historia. La primera organización, la Sociedad Caupolicán Defensora de la Araucanía, nació en 1910. Luego vinieron la Federación Araucana y la Corporación Araucana. Estas tres organizaciones tomaron como ele­mento de unificación el concepto de “araucano”. Presen­ciábamos el triunfo del proyecto original de colonialismo del Estado chileno, es decir, que los mapuche desde esa identidad construida por sus adversarios acabasen por brindar una falsa conciencia de sí mismos. No obstante, los líderes de las organizaciones utilizaron el concepto de araucano como autoafirmación de la diferencia. A partir de la historia de la resistencia durante la Guerra de Arauco, reinterpretaron su historia como acto de independencia.

Esta recuperación histórica, acompañada por la re­construcción de la identidad, implicaba lo que se conoció como ‘volver a ser mapuche’. ¿Cuál era ese ‘verdadero’ mapuche? El constituido previo a la Ocupación de La Araucanía. Tomaron importancia los hablantes de mapudungun, los que sostuvieron que la pérdida de la lengua era un proceso inevitable, a menos que se iniciase un proceso de alfabetización.

Aburto Panguilef fue uno de los líderes en este debate. Lector empedernido, amante de los periódicos y de la información internacional, comenzó a repensar la historia mapuche en sintonía con el proceso llevado adelante por Israel. De hecho, luego de la Segunda Guerra Mundial sus escritos profundizan su óptica sobre el proceso de reconstrucción nacional, a lo que debemos sumar su formación en su niñez en las misiones religiosas, lo que lo llevó a asemejar la historia mapuche a la diáspora del pueblo judío y la reconstrucción a partir de volver a habitar el territorio mapuche. En una especie de ma­nifiesto, Panguilef escribió que la solución pasaba por crear una República Araucana. Algunos miembros del movimiento mapuche de hoy, en específico el Partido Mapuche Wallmapuwen, lo van a interpretar como una línea política del movimiento. Tal vez, una especie de laboratorio de autodeterminación.

En paralelo a este debate, las revoluciones campesinas latinoamericanas también influyeron en los intensos debates del territorio mapuche colonizado. En 1910, la Revolución Mexicana entró a los campos de Wallmapu desde la música ranchera, con historias de lucha por la tierra. Este hecho puede explicar la politización de algunas y algunos actores mapuche, que tomaron los conceptos de la recuperación de las tierras como parte de su agenda, en un contexto latinoamericano de revoluciones agrarias. Como planteamos, México fue la vanguardia, pero luego vinieron las revoluciones en Bolivia en 1952 y en Cuba en 1959. Posterior a ellas, en Chile se produjo la reforma agraria durante el gobierno de Frei Montalva y, con Salvador Allende, “el Cautinazo”, como se le llamó al plan de restitución de tierras que estaban en manos de los colonos extranjeros y chilenos sobre el territorio mapuche.

La contrarrevolución también fue radical. La dictadura de Pinochet devolvió en Cautín las tierras a los chilenos y descendientes de colonos. Sin embargo, no reimpuso el latifundio, tal vez porque en Cautín no existió como en el valle central. Algunas tierras recuperadas fueron devueltas a los colonos leales a la dictadura, pero otro porcentaje fue transado en el mercado y otro número traspasado a Conaf. Estas tres vías de la acumulación originaria de la riqueza terminaron por ser rematadas bajo la crisis de los 80, siendo adquiridas por una nueva clase empresarial, específicamente las familias Angelini y Matte, quienes concentraron la principal riqueza agraria para lo que fue un pilar de las exportaciones chilenas: la industria forestal.

La niñez mapuche, que encabezaría el movimien­to actual, se vio rodeada de estas plantaciones. En los años 90 se produjeron las lógicas consecuencias medioambientales, como la sequedad de las napas subterráneas en sectores como Lumaco y Traiguén, afectando con ello la sustentabilidad agraria de las familias mapuche. Si a ello sumamos lo simbólico que fue la construcción de la represa hidroeléctrica Ralco, agregado a las luchas indígenas a nivel latinoamericano, que puso como discusión principal el capitalismo como el factor determinante, hacia 1997 los mapuche comenzaron a plantear que el anticapitalismo era también parte de su identidad política. La Coordinadora Arauco Malleco fue una de las organizaciones que mejor interpretó ese momento político, al subrayar que su política era “revolucionaria, nacionalista y anticapitalista”.

La invención de la tradición

El movimiento mapuche construyó su identidad, en­tonces, a partir de conflictos nacionales pero también en sintonía con lo que ocurría en el exterior. Para legitimar los nue­vos planteamientos en el escenario nacional, el movimiento inició un proceso de diálogo con los antiguos mapu­che: abuelas y abuelos que mantenían en sus memorias las historias de los antepasados. A ello se agregaron las experiencias interna­cionales y nacionales, suscritas a un contexto latinoamericano en que irrumpieron las luchas indígenas por motivo del Quinto Centenario. Digamos que dichas variables estaban inscritas en un contexto mundial de irrupción de nacionalismos e identidades.

Como muchas historias sobre nacionalismos a lo largo de la formación de las repúblicas, los mapuche recuperaron la historia antigua y agregaron, a veces, elementos nuevos. A la suma de ambas variables, como han dicho Hobsbawm y Terence, se ha llamado “inven­ción de la tradición”. Las historias de resistencia contra los españoles y chilenos durante la Guerra de Arauco y la Ocupación de La Araucanía, por ejemplo, fueron reexaminadas por la militancia mapuche. No era solo la resistencia contra los españoles, también lo fue contra los chilenos en la formación original de la república. Había dos procesos de colonialismo sobre el territorio mapuche. El último, la resistencia contra los chilenos, es lo que Pedro Cayuqueo ha llamado “Historia secreta”.

Esta recuperación histórica, acompañada por la re­construcción de la identidad, implicaba lo que se conoció como “volver a ser mapuche”. ¿Cuál era ese “verdadero” mapuche? El constituido previo a la Ocupación de La Araucanía. Tomaron importancia los hablantes de mapudungun, los que sostuvieron que la pérdida de la lengua era un proceso inevitable, a menos que se iniciase un proceso de alfabetización. Lingüistas como Clara Antinao escribieron diccionarios a fines de la década del 80 y principios de los 90, y realizaron talleres autónomos de mapudungun. También en Wallmapu comenzaron los diálogos permanentes con mapuche que portaban la historia antigua, algunos inclusive recordaban por sus padres cómo fue la historia de la Ocupación de La Araucanía. Existía una memoria oral que fue determinante en la recuperación de la identidad.

El movimiento mapuche se inserta como parte de las dinámicas mundiales de la política que se han caracterizado por un retorno al nacionalismo, las identidades, la cultura propia y la reconstrucción cultural y nacional.

A esta identidad tradicional, algunos le incorporaron la realidad Mapurbe. Se inicio un diálogo entre Wallmapu y Mapurbekistan, por usar los términos de David Aniñir y Claudio Alvarado Lincopi. El movimiento mapuche no podía quedar reducido tan solo a Wallmapu y, de ese modo, el proceso arge­lino en Francia comenzó a ser observado como línea argumental, del mismo modo que el movimiento por derechos civiles de los afroamericanos en Esta­dos Unidos. Una corriente contracultural desde las urbes, utilizando el rock, punk, hip-hop y trova, se insertó en este proceso de politización. Las letras de la banda Pirulonko, por ejemplo, relacionaban la historia y el nacionalismo mapuche, mientras que el grupo Puel Kona alcanzó un interesante reconocimiento al ser invitado por Roger Waters como telonero en su gira Us+Them. Y también podríamos nombrar las dra­maturgias de Paula González (Ñuke y Trewa) y Roberto Cayuqueo (Nahuelpan presidente y Mapsurbe).

Las identidades mapuche, por ende, comenzaron a ser híbridas en un contexto de reconstrucción de una identidad ancestral. Muchos y muchas se preguntaban ¿qué era la identidad ancestral? Ante ese debate, se planteó la idea de la xampurriedad, es decir, lo mes­tizo y lo híbrido. Silvia Rivera Cusicanqui se inserta en este debate desde Bolivia, el país más avanzado en derechos indígenas, sosteniendo en su último libro que es necesario un mundo chi’xi: mestizo.

Cada pueblo construye su propia identidad en dialéctica, y la identidad mapuche se encuentra en disputa. Los mapuche del tiempo presente han recuperado y están reconstruyendo esa identidad dialécticamente, bajo el mundo cultural en que resisten. Existe un pasado ideal tal vez, ese que fue reducido post Ocupación de La Araucanía. Sin embargo, en algunas comunidades, sobre todo en la zona de Cautín, pareciese que no hubiese tenido variaciones, a mi juicio por causa del mismo colonialismo que privilegia la exclusión antes que la inclusión. Aspecto distinto a lo que sucede en Arauco, donde las tierras lafkenche fueron sometidas sistemá­ticamente a la inclusión colonial. Ambos procesos nos hablan del mismo objetivo. En algún momento se pensó que integración era asimilación. Es viable sostener que los mecanismos de reconstrucción identitaria mapuche han variado, dependiendo del espacio territorial y la historia de resistencia local.

El eje crítico de este proceso de reconstrucción ha sido pensar que la identidad mapuche es mejor que la chilena. Que esta segunda porta antivalores que van en desmedro de lo indígena. Estando en parte de acuerdo con las tesis fundamentales del movimiento mapuche, en efecto, la historia chilena se ha caracterizado por una lógica de conquista y una cultura violenta de colonia­lismo. A la inversa, la mapuche se distingue por una cultura de la resistencia. Esta segunda ha permitido que la ocupación no fuese total, obligando al Estado chileno a pactar y negociar con las dirigencias para mantener una gobernabilidad en Wallmapu. Pero cada cierto tiempo estallan esas “dos Araucanías” en conflicto, como se vio en los casos Luchsinger Mackay y Catrillanca.

A diferencia de la identidad cerrada de la chilenidad, la mapuchidad se sostiene en debates y pugnas con la chilena para nutrir a esta última de su componente xampurria que desconoce. Ella emergió como resis­tencia ante el colonialismo y la violencia racial de un Estado conquistador, que intentó construir un mapuche oprimido (el araucano) y uno vencido (el indio). Ambos mapuche eran parte de la misma maquinaria colonial que esperaba justificar, como lo imaginó Benjamín Vicuña Mackenna, la conquista y el exterminio de los mapuche.

Pero los mapuche resistieron, cerrándose en su propia identidad en el campo. En una primera instancia rechazaron todo lo wingka, inclusive los mismos ma­trimonios. Los más antiguos continuaron resistiendo a partir del mapudungun, las tradiciones y costumbres. Aquella base permitió que las ideas políticas fuesen siendo comprendidas a partir de la misma historia. Y ha sido la historia, como todo proceso de reconstrucción nacional, la herramienta utilizada para el proceso de descolonización. En ese ámbito, la política –mediante el diálogo– y la rebeldía han sido los instrumentos de presión contra el Estado colonial para conquistar los derechos fundamentales. Ese proceso ha forjado identidades políticas mapuche múltiples tanto al in­terior del Wallmapu como hacia el exterior. Por esas razones, el movimiento mapuche se inserta como parte de las dinámicas mundiales de la política que se han caracterizado por un retorno al nacionalismo, las iden­tidades, la cultura propia y la reconstrucción cultural y nacional. Cómo será el futuro depende de la actuación política mapuche del tiempo presente y su capacidad de articular la voluntad de emancipación. Porque hasta el momento, el pueblo mapuche no es libre, tan solo ha fracturado la dominación a partir de exigir la libertad de ser libres. Como sostuvo Nelson Mandela, “ser libre no consiste meramente en liberarse de las cadenas, sino en vivir de un modo que respete y fomente la libertad de los demás”.

 

Imagen de portada: Mil máscaras mapuches integran la obra Werken, proyecto que representó a Chile en la 57ª Bienal de Arte de Venecia.

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