Pionera de los estudios ciberfeministas, desde principios de este siglo ha venido advirtiendo sobre cómo el tecno-capitalismo está moldeando nuestras subjetividades y creando nuevas formas de autogestión del yo. En esta entrevista habla de su último libro (Frágiles: Cartas sobre la ansiedad y la esperanza en la nueva cultura) y del impacto de la tecnología en la vida cotidiana a partir de la pandemia. También advierte sobre las diferencias de género, que incluso se acentuaron con el teletrabajo, y se pregunta hasta qué punto Twitter o Facebook contribuyen a la reflexión crítica: “Para todo cambio social se requiere más esfuerzo pedagógico y empático que batalla campal en las redes”.
por Juan Íñigo Ibáñez I 11 Julio 2022
Una mujer formada —para muchos, una “privilegiada”—, se contactó en algún momento con Remedios Zafra (Zuheros, Córdoba, 1973), para interpelarla por su libro El entusiasmo, en el que denunciaba la creciente explotación del voluntarismo creativo en los entornos digitales. Durante esa llamada, la mujer le manifestó su desazón ante una vida sumida en tareas burocráticas y de autopromoción que le dificultaban concentrarse en lo que, supuestamente, era la base intelectual de su empleo.
A Zafra le pareció identificar en aquella voz el locus de un malestar de época: “Su dolor nacía de una vida no ya de desempleada, sino de precaria actividad incesante, que en lo importante (para ella su pasión y su futuro emancipado, pero también su vida política), sentía neutralizada”, escribe en su último libro, Frágiles: Cartas sobre la ansiedad y la esperanza en la nueva cultura, un ensayo en primera persona que se estructura como un serie de cartas escritas para aquella mujer pero que, en realidad, se nutre de la angustia de muchos trabajadores creativos que le han confidenciado a Zafra situaciones de precariedad y vulnerabilidad.
Pionera de los estudios ciberfeministas, desde principios de este siglo ha venido advirtiendo sobre cómo el tecno-capitalismo está moldeando nuestras subjetividades y creando nuevas formas de autogestión del yo.
Al mismo tiempo, desde sus primeros trabajos, Zafra —quien es científica titular del Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) de España—, se ha mostrado atenta a las potencialidades de lo digital para la experimentación artística e identitaria, nutriéndose siempre de la ciencia ficción y la especulación teórica.
Escrito durante su propio proceso de adaptación a las secuelas del síndrome de Alport, Frágiles es un registro íntimo, que invita a detenerse y a prestar atención a la vulnerabilidad de los otros, así como a volver a pensar —juntos—, en medio de la aceleración y el ruido cotidianos.
¿Contribuyó el teletrabajo a ahondar nuestra fragilidad, alejándonos del entusiasmo inicial?
Creo que la pandemia ha sido ambivalente para el sector creativo. Junto al aumento de la precariedad y la pobreza de muchos trabajadores que han visto anulados sus compromisos o clausurados sus negocios, asistimos a un explosivo aumento de la creación y de la lectura. En el confinamiento se ha escrito más que nunca, se ha leído más que nunca.
¿Así lo viviste tú?
Mi fortuna fue ubicarme en aquel segundo lugar, pues para mí fue un regalo. Habituada a una vida nómada, con trabajos itinerantes y viajes frecuentes, y coincidiendo además con un punto de inflexión vital importante, como lo fue el proceso de rehabilitación que seguía para adaptarme a una creciente pérdida de visión y audición, recluirme en casa fue un descanso, una oportunidad que recuerdo incluso con nostalgia, pues después el mundo ha vuelto a acelerarse como si poco hubiéramos aprendido. De hecho, el capítulo más personal, dedicado a la fragilidad de los cuerpos, está escrito en ese intervalo. Y pienso que es el más sugerente, en tanto nace de una vivencia del tiempo liberada y muy distinta a la escritura “salpicada” entre trabajos y requerimientos cotidianos.
Sin la presencialidad, ¿se perdió calidad en la enseñanza de las humanidades o también se abrieron nuevas ventanas?
Tu pregunta me recuerda a las palabras de Deleuze, cuando afirmaba que no se trata de elegir una u otra técnica, sino “entre formas creativas y formas de domesticación”. Pondría sobre la mesa esta idea en los debates sobre la presencialidad. Creo que hay grandes logros para las humanidades que podemos extraer del teletrabajo y del “cuarto propio conectado” (concentración, comodidad, optimización de tiempos, posibilidad de ampliar debates entre personas que viven en lugares distanciados), sin menospreciar las que se derivan de la presencialidad (la empatía y la cercanía de los sujetos, la espontaneidad, los distintos debates e intercambios que surgen en un entorno desconectado). Quiero decir que no sería responsable ni justo culpar a la tecnología de una pérdida de calidad, sino más bien del fracaso de modelos que no siempre pueden extrapolarse y que exigen ser pensados para sacar lo mejor del estar juntos y lo mejor del estar mediados por pantallas.
Pero ese potencial que internet exhibió, ¿fue igual para todos o debería leerse en clave de género?
Mientras muchos hombres reconocieron en el teletrabajo una oportunidad para la lectura, la escritura y para hacer trabajos con mayor profundidad y tiempo, era frecuente encontrar a muchas mujeres saturadas porque el virus las había devuelto al pasado. Anulados los servicios sociales de cuidado y las escuelas, las mujeres se han visto obligadas a asumir la atención de los niños y de la casa, dificultando sus posibilidades de teletrabajo y aumentando su ansiedad.
En el centro de la desafección contemporánea existiría un nuevo tipo de “impostura” necesaria para sobrevivir que, a juicio de Zafra, estaría obligando a los trabajadores culturales y académicos a hacer de community managers de sí mismos.
Convertido así el “yo” en un producto del escaparate digital, se estaría normalizando un nuevo “pago con ojos” —o capital simbólico— como parte del intercambio que supone exhibir —y promocionar— el trabajo en red, en busca de audiencias, seguidores, lectores, citas o influencia.
“El enganche que esto supone es perverso para quien, expuesto, siente que su obra lleva una firma, un sujeto, adjuntos”, explica. “Porque en el escrutinio que eso supone, nada hace sentir más vulnerable que el daño que los demás pueden hacer sobre el trabajo creativo e intelectual, que es valor, intimidad y sentido para nosotros”.
¿Qué retos plantea eso para la academia y los trabajadores del conocimiento?
Para el sector creativo, esto implica un paso más en la mercantilización del sujeto y su instrumentalización por parte de las industrias digitales, las cuales sacan partido al tiempo y datos que su normalización genera. Pero también implica una puesta en crisis de sistemas de “valor” no apoyados en lógicas acumulativas ni cuantitativas, como las que predominan en internet. Igualar lo más visto a lo más valioso es algo que nos pasa por alto en sus consecuencias, pues restringe la creación de sentido (cultural, estético, intelectual, ético, reflexivo, social…) a la mera creación de “audiencias”. Es decir, pone a las estrategias propias de un capitalismo afectivo (ahora capitalismo escópico) al mando de la creación de valor cultural.
¿Crees, como el filósofo australiano David J. Chalmers, que el metaverso reactualice la promesa (rota) de entornos virtuales donde los estereotipos de género y las limitaciones físicas terminen por diluirse?
Ya experimentamos esa lectura en los años 90. Entonces, la esperanza política que se proyectaba sobre internet respecto de la construcción identitaria y subjetiva hablaba de cómo el aplazamiento de los cuerpos tras las pantallas permitiría un derrumbamiento del statu quo del género y de las limitaciones físicas. Pero esto no solo no pasó, sino que en el cambio de siglo, los estereotipos se hicieron más fuertes, si cabe. Y en ello, tuvo mucho que ver la cesión del poder por parte de los países e instituciones ciudadanas al mercado, que desde principios de los 2000 han territorializado internet como si fuera espacio “público” sin serlo, imponiendo sus particulares modelos de comportamiento y favoreciendo una implicación de los sujetos siempre sostenida en sus “imágenes” de realidad, datos de seguimiento y control. Es decir, en una proyección del mundo físico solo cambiada en la amplificación del canon, muy viable desde la autoedición de imagen propia y el predominio de la representación más estetizada, especialmente en redes feminizadas.
Y respecto al metaverso, ¿qué te inquieta?
Mi mayor temor no es tanto cómo nos permitirá experimentar a nivel identitario, sino si operará como lugar de evasión y adormecimiento crítico ante una realidad conflictiva (crisis, precariedad, guerras), donde muchos pobres y sujetos descontentos con sus vidas opten por la virtualidad evasiva, como ya se lleva ensayando en los últimos años con los videojuegos.
La autora irlandesa Angela Nagle, entre otros, vinculó el triunfo de Donald Trump con la extrema corrección política de la izquierda. ¿Cree que sectores reaccionarios estén capitalizando las lógicas algorítmicas y que cierta izquierda tenga alguna responsabilidad en ello?
Pienso que ha habido una instrumentalización de las redes apoyada en la fácil simplificación de discursos y en categorías como la aceleración y el exceso, que condicionan y dificultan cualquier diálogo. Cuando todo se reduce a dejar claro un posicionamiento buscando titulares, la verdad y la justicia siempre salen escaldadas. No se puede ser justo sin tiempo, y no se puede pensar sin tiempo para pensar. La mayor parte de las opiniones movilizadas desde posiciones sesgadas se apoyan en motivaciones emocionales y en ideas preconcebidas (las que mejor toleran la velocidad). Si advertimos que muchos de estos debates han acontecido en plataformas como Twitter, pensadas para el titular y la idea efectista, es decir, no para debatir ni para generar un contexto de escucha, empatía ni búsqueda de comprensión, el diálogo se convierte en una guerra, en una polarización maniquea donde, mi impresión, es que siempre se verán favorecidas las visiones más conservadoras. Si la izquierda cae en esa trampa, como algunos han caído en la cultura de la cancelación, me parece que poco habremos aprendido. Para todo cambio social se requiere más esfuerzo pedagógico y empático que batalla campal en las redes.
Desde el psicoanálisis parece haber un resurgimiento del diagnóstico cultural del “narcicismo” para explicar el comportamiento en línea de los millenials y la generación Z. ¿Qué lectura haces de eso?
No se puede elegir cuando es el sistema el que propone la única alternativa. Los jóvenes no sienten la libertad de poder actuar y ser fuera de los medios de socialización que se han normalizado en sus vidas y que, entre todos, hemos legitimado. Presentarles un futuro sin trabajo, sin estabilidad, sin garantías sociales cuando sean ancianos y con un planeta colapsado, y además llamarles “vanidosos” porque están en las redes, no hace sino reforzar la sensación de maltrato y angustia que muchos sienten. Sorprendería ver los datos de problemas de salud mental entre adolescentes y jóvenes. En ese escenario, la tecnología ha sido la única que ha estado preparada para acoger la incertidumbre de los jóvenes cuando se les niega un futuro mejorado. Frente a la falta de respuesta que estamos teniendo como sociedad, las pantallas rápidamente les han arropado.
También revindicas el derecho al propio avatar, algo que más de alguno podría asociar a la máscara tras la que se oculta el hater o el troll. ¿Se puede participar de esas estrategias en línea sin alimentar discursos reaccionarios?
Para las luchas políticas y, más concretamente, para las feministas, la máscara y el anonimato siguen siendo valiosas en muchos lugares del mundo. Allí donde está en riesgo tu vida cuando te manifiestas libremente en la esfera pública, utilizar una máscara puede ayudarte a una reivindicación colectiva. Es la falta de libertad y de derechos la que nos permite apropiarnos de estrategias críticas con sistemas opresivos. Por eso, no creo que se deba estigmatizar la máscara o el anonimato sin contextualizar el lugar y momento, así como la plataforma en las que hacemos usos de estos recursos. No olvidemos que las normas de comportamiento en las redes las marcan las propias empresas bajo criterios de mercado y rentabilización, no bajo criterios éticos o que empoderen a los ciudadanos, por lo que no extraña que estigmaticen todo aquello que se salga del más fácil control de las personas, con fotos y datos reales, y con docilidad adjunta.
¿Qué es lo que está en juego en el marco de ese reversible vuelco hacia lo digital?
Lo que está en juego son los mayores o menores grados de docilidad y libertad de las personas. Su manejo de la máquina o su ser manejados por la máquina. Y no es poca cosa, porque ante el enfriamiento desapasionado que nos empuja a la inercia del hacer sin pensar porque “todos lo hacen”, existe la posibilidad de apropiación crítica y propositiva, así como también de contagio y de mejora. Se juega, por tanto, nuestro acallamiento político como engranajes de un sistema que sobrepone poder económico a poder político y ciudadano, y que se vale de la desactivación política, estructuralmente alentada por una multitud de solos frente a las pantallas.
Frágiles: Cartas sobre la ansiedad y la esperanza en la nueva cultura, Remedios Zafra, Anagrama, 2021, 288 páginas, 19.9 €.