La urgencia de un cambio profundo de sistema de producción, de transporte, de extracción, de uso de servicios y de logística apremia. Ya lo dijeron varios especialistas y algunos adelantados, como Benjamín Vicuña Mackenna en el siglo XIX y Luis Oyarzún y Nicanor Parra en el XX. El punto de fondo, quizá, sea que nadie quiere cambiar su estilo de vida. Es más, cualquier mención a nuevos límites se asume como una limitación de la libertad, como si la autonomía significara luz verde para atentar contra la propia vida y la de los demás.
por Pablo Chiuminatto I 12 Marzo 2020
En un brillante y hoy extemporáneo ensayo titulado “La sabiduría y el clima”, del libro Lo que está mal en el mundo, G. K. Chesterton se detiene en la importancia de ese lugar común que es “hablar del clima”; entre otras razones, algunas indecibles ya, dado su tono abiertamente poco feminista. El escritor británico recuerda cómo Robert Louis Stevenson llamaba a esta costumbre “el punto más bajo y el hazmerreír de los buenos conversadores”.
No obstante la distancia, hoy, paradójicamente, las razones para llegar a tal límite son casi las mismas que aquellas que Chesterton esgrime, pero por otras causas. Concluye que hablar del clima es importante porque es primigenio, para no decir primitivo. Es, además, algo pagano, en el mejor sentido del término. Luego, esa costumbre se da entre los grandes escritores y, finalmente, porque implica una forma de cortesía, es decir, un rasgo de ciudadanía y, en lo particular, de camaradería. La principal razón que esgrime Chesterton para cultivar este hábito la resume en una noción de civilidad consciente de la cercanía y la sana distancia ante los demás. ¿Por qué?, bueno, primero, porque el cielo es común a todos: “Estamos bajo las mismas condiciones cósmicas”. Agrega: “Todos estamos en el mismo barco”, y cita en seguida la expresión del poeta irlandés Herbert Trench, un contemporáneo suyo, quien llama al planeta Tierra, “la roca con alas”. En segundo lugar, Chesterton recupera esta idea común de lo humano, porque la camaradería es filial, clave para el principio de igualdad del ser humano. Un tipo de igualdad, ciertamente, un tanto idealizada para los tiempos que corren y que, quizás, ya no es tan fácil de sostener como un a priori, salvo por una acepción global: la inminente catástrofe climática.
Iguales somos, ante ese porvenir sombrío, así como ante la responsabilidad que cabe en el hecho de intentar hacer algo para postergar su advenimiento. Y aunque no basta decir que los antiguos ya lo sabían, como si se tratara de una antología de literatura apocalíptica, nunca está de más recordar que, como señala Rafael Elizalde Mac–Clure, en un texto preclaro titulado Sobrevivencia de Chile, encargado por el Ministerio de Agricultura en el año 1958, reimpreso en 1970, ya Benjamín Vicuña Mackenna, apenas joven, en su diario de 1855, anunciaba que de no cambiar los hábitos y usos, en menos de un siglo la zona central de Chile sería un desierto. Aquellos que insisten en que el cambio climático no es más que una exageración podrán concluir que el intendente de Santiago entre los años 1872-1875, se equivocaba en su augurio. Pero quienes han comprendido que el cambio global es urgente, reconocerán en él un adelantado al desastre que se vive y al que se viene.
Uno de los receptores de esta mirada crítica es otro notable del pensamiento ambiental en Chile, Luis Oyarzún, quien a su muerte deja el manuscrito Defensa de la tierra (1972), el que será publicado, por sus más cercanos, al año siguiente (y reeditado por la Biblioteca Nacional en 2015). Puede ser que el tono catastrófico no ayude, pero qué más da, si hasta las evidencias crecidamente concretas tampoco parecen servir a la hora de constatar que las consecuencias son profundas. No solo por lo que se sabe del cambio que vive el planeta, sino por aquello que está fuera del alcance de esa presencia sutil que llamamos Naturaleza.
De inmediato surgen voces, tal como lo fue cuando Nicanor Parra publicó sus Ecopoemas en el año 1982, que critican el hecho de que “hablar del clima” es una preocupación de quienes miran al cielo y no se preocupan de lo que ocurre en la tierra. Por no decir que se ocupan de lo etéreo, mientras lo social se aplaza. No obstante, día a día, las noticias, los índices, los porcentajes y las cifras anuncian que Chile, a pesar de ser calificado en los repertorios internacionales como “la mejor casa del peor barrio”, Latinoamérica, tiene características que lo hacen destacarse negativamente sobre el resto del vecindario, más aún cuando se trata de índices de contaminación del aire. No es fácil decidir qué es lo más urgente entre lo urgente, pero cuando no se puede respirar, sin duda se ha alcanzado un límite. Un límite no solo vital, sino también constitucional. El derecho a respirar un aire limpio no es una exigencia esnob ni rebuscada. No es mucho decir que sea humano en cuanto tal.
Nos acercamos cada día más a ese momento en que será un deber asumir, para quienes tienen tal responsabilidad superior, tanto los gobiernos como el Estado, de velar efectivamente por la vida de los habitantes. La urgencia de un cambio profundo de sistema de producción, de transporte, de extracción, de uso, de servicios y de logística, entre otros, apremia. Interrogarse por quiénes efectivamente hacen algo por cambiar las condiciones y quiénes se abstienen ante el temor de afectar precisamente la raíz del modelo extractivo y nocivo de lo orgánico y lo inorgánico, se mantendrá, sin duda, como una de las preguntas de la historia por venir. Esto, claro, siempre y cuando sobrevivamos para que algo así como el juicio de la historia importe. En todo caso, no se trata de la disyuntiva política tradicional de izquierda o derecha, esa polaridad no alcanza para abarcar ni para representar a los afectados, menos a los responsables.
La apelación al derecho de tener aire para respirar no es una opción de quien puede darse el lujo, ya casi imposible en Chile, de vivir en una ciudad con índices de contaminación del aire aceptables. Estamos muriendo ahogados y no es por la llegada del anunciado derretimiento de los polos, que hará que los niveles del mar inunden zonas completas, sino porque, mucho antes, cada año, cada invierno, una parte importante de la población de Chile se somete a condiciones extremas de mala calidad del aire. Sumidos entre excesos de agentes tóxicos y de polvo en suspensión, para no mencionar directamente la idea gráfica de la nube de humo, morimos un poco, sofocados, en silencio.
Por estas causas, hablar del clima, quizás, ya no sea el punto más bajo de la conversación, sino el punto más alto del síntoma. Eso que nos unía democráticamente, en palabras de Chesterton, eso que le otorgaba igualdad a un mundo marcado por las diferencias sociales y económicas, en contraste con un cielo común para todos, se está transformando en una nueva versión de la desigualdad, o en un lento suicidio colectivo. Creer que compartir el mismo cielo polvoriento de esmog es un signo de democratización e igualdad, no es una postal fácil de vender para las instantáneas vanidades de la OCDE .
Chile ha vuelto a ser elegido como el país número uno del continente para el turismo aventura y los destinos naturales. Paradójico, por no decir irónico, que mientras se celebra la naturaleza, los paisajes y la geografía, los ciudadanos no tengan qué respirar en las ciudades. Cómo llamarle a eso, si no la aventura extrema de sobrevivir sin aire (y en el norte la cosa no va mucho mejor: tienen aire, pero el agua pareciera tener los días contados, mientras las mineras continúan con sus procesos extractivos como si todo fuera normal).
Volvamos al aire o a la falta de aire, que es la realidad para la población en la mayoría de las capitales de la zona centro y sur del país. Insistir sobre el hecho de que los que más sufren por esta forma de pausado envenenamiento son los ancianos y las personas menores, ya no basta. Da la impresión de que quienes tienen el deber de ayudar a que Chile tenga un futuro en el horizonte común del tiempo y del espacio, esto no les importara. Temen perder votos, financiamiento, apoyo. La matriz energética sigue ahí, intacta, como si se tratara de la mejor norma para las grandes ciudades. Hacer mención a los responsables no implica solo a los políticos, la gravedad de la situación alcanza a toda la clase dirigente en todos los ámbitos de manera transversal, no es una cuestión exclusiva de ministerios y autoridades vigentes.
Es impopular limitar los efectos de una forma de vida a la que no le queremos ver los defectos. En Chile vivimos en ciudades que son a la vez hogar y sarcófago de sus ciudadanos, entre el aire y la tierra, o, más bien, entre la polvareda y el polvo que seremos. Es evidente que las medidas de descontaminación, la alta concentración de parque automotor y, puntualmente, las formas de calefacción, no permiten sobrellevar una vida sana. Cualquier mención a nuevos límites se asume como una limitación de la libertad, como si la autonomía significara luz verde para atentar contra la propia vida y la de los demás. ¿Cómo no va a ser urgente hablar del clima? Si vivimos esperando la lluvia como quien espera una fiesta, un alivio, la sanación o la salvación quizás. Hablamos del clima mientras, ligeramente asfixiados, el cielo nos mira tras un velo de indolencia que no es más que el propio y vergonzoso reflejo de cómo vivimos. Una ciudad de siete millones de habitantes viviendo sobre sus desechos.
Imagen de portada: Manifestación en Santiago el viernes 15 de marzo de 2019, en sintonía con el movimiento de los jóvenes contra el cambio climático Fridays for the Future.