por Alejandra Costamagna I 14 Agosto 2025
En el Museo Gabriela Mistral de Vicuña hay una vidriera que exhibe, adentro de una bolsita, un puñado de tierra. Es tierra de Montegrande, el poblado donde nació Lucila Godoy Alcayaga, y que ella misma recogió —ya adulta, ya siendo Gabriela Mistral— para llevar en los viajes, en la errancia que se aproximaba, como una forma de mantener conexión con su suelo. Un modo de aferrarse al paisaje de cuando aún era Lucila y “hablaba a río, montaña y cañaveral”. Y también al viento hablaba. Y a las piedras, a los huertos, a las plantas, que eran para ella las “emociones de la tierra”; a la chinchilla, al queltehue, a la cabra, al gato, a los grillos y ranas, al álamo que temblaba con el viento, a la flora y la fauna de norte a sur, de la cordillera al mar, a la naturaleza toda que alumbró su infancia.
Porque naturaleza e infancia van de la mano en Gabriela Mistral y bullen en el lenguaje. Así escribe en una nota del poemario Tala, en la que da cuenta de su fascinación por la palabra albricias: “Puedo corregir en mi seso y en mi lengua lo aprendido en las edades feas —adolescencia, juventud, madurez—, pero no puedo mudar de raíz las expresiones recibidas en la infancia”. No puede, la poeta, sustituir esos paisajes, esa relación de tú a tú con la naturaleza que toma su cuerpo, su habla y su escritura. En la descripción misma de la palabra albricias brota lo humano en estrecho vínculo con ese ecosistema que la nutrió: “La feliz criatura que inventó la expresión donosa y la soltó en el aire vio el contenido de ella en pluralidad, como una especie de gajo de uvas o de puñado de algas, y en plural la dio, puesto que así la veía”.
Pero esa “feliz criatura” bien puede ser un dios fundido con la naturaleza, porque Mistral tenía desde temprano una visión panteísta del mundo. Curiosa, observadora, lectora precoz, a sus 18 años ya publicaba artículos en la prensa. Uno de ellos es el que le significó ser expulsada de la Escuela Normal de La Serena, en la que recién había sido aceptada con evaluación impecable. En el artículo del diario, inspirada por la lectura del astrónomo francés Camille Flammarion, Mistral opinaba que no había que buscar a Dios en el misterio. Decía que estamos sumergidos en él, rodeados de él, que lo vemos en las cosas y en los seres, que somos un átomo suyo. Decía que la naturaleza era Dios. El texto llegó a manos del capellán y profesor de religión de la escuela, quien la acusó de escribir “composiciones paganas” y pidió que no fuera admitida, ya que podría ser una mala influencia para las alumnas.
Puede que esa haya sido la chispa que encendió su vida ambulante, pero también la que avivó su relación con la naturaleza y las cosas del mundo. Como respuesta al capellán, Mistral sacó su carta bajo la manga: “El ilustre sacerdote fue bien lúcido cuando dijo que yo era una pagana. Todo poeta, cualquier poeta es eso o no es cosa alguna”, escribirá más tarde. Como sea, la acusación fue un estímulo para ver a los demás en las fronteras de los reinos. Así ocurre, por ejemplo, en el “Recado a Victoria Ocampo”, en el que le agradece ser “tan ceiba y tan flamenca / y tan andina y tan fluvial / y tan cascada cegadora / y relámpago de la Pampa”. Y ella misma, al escribir, se fusiona con lo no humano, se disuelve en la materia y se camufla, por ejemplo, con una porción de la montaña cuando explica que generalmente escribe sin prisa, pero que otras veces lo hace “con una rapidez vertical, de rodado de piedras en la cordillera”. O le traspasa a una hablante que es y no es ella la filiación animal en el “Recado de nacimiento para Chile”, cuando pide que no le laven el pelo a una niña recién nacida, porque ella quiere peinarla primero y “lamerla como vieja loba”. O se transfigura directamente en una presencia incorpórea, como lo hará en las páginas del Poema de Chile, en el que recorre su comarca de extremo a extremo, ya de vuelta de tanto nomadismo, acompañada en la travesía de un huemul y un niño atacameño, ambos huérfanos, a quienes va instruyendo acerca de las bondades y las miserias de esta tierra, y donde multiplica su identidad y desbarata las jerarquías y es humana y no es humana y es presencia y aparición fantasmal y tiene todas las edades y ninguna.
La mujer que pasó más de la mitad de su vida fuera del país, la que lleva en sus viajes una bolsita con tierra de su valle a modo de arraigo, escribe estos poemas en los que vigila el territorio en calidad de fantasma, siendo otra y siendo ella al mismo tiempo. Pero la alteridad viene de antes. Es en la transición de la adolescencia a la juventud cuando la escritora transmuta su identidad al elegir un seudónimo. De Lucila a Gabriela, de Godoy a Mistral. Hay especulaciones acerca del nombre: que fue por admiración a Gabriele D’Annunzio; que por el arcángel Gabriel, ella que era tan lectora de la Biblia; que por el sonido de la palabra, nada más. No hay consenso. Respecto del apellido, en cambio, aunque suele ser atribuido al poeta francés Frédéric Mistral, ella aclara las cosas en un texto recogido en Vivir y escribir / Prosas autobiográficas (Ediciones UDP, 2013). Dice entonces que sus primeras publicaciones en los periódicos las firmaba como “Y”, pero luego quiso buscar el nombre de un viento para mejorar esa firma escuálida. El viento, dice, fue un goce desde niña: “Después que terminaba mis labores escolares, me iba hacia un punto alto de la escarpa y ahí, por largo rato, me sumergía en su soplo. Es curioso, pero el viento me produce el mismo efecto que a los borrachos el vino, y después de este baño me siento mejor. Estoy contenta, todo me llama a la risa y hago versos”. En aquella búsqueda dio con el viento Mistral y lo adoptó agregándole la “Y” primitiva, con lo que quedó Mistraly. Sonaba raro. Al rato, desechó la “Y” y comenzó a ser Gabriela Mistral.
El Mistral, el viento, es una corriente seca y violenta, que puede alcanzar los 140 kilómetros por hora. Es curioso que Mistral, la poeta que no se desprendía de la bolsita con tierra del Elqui, haya prestado atención a este viento que sopla en las costas del Mediterráneo para escribir versos en los que el paisaje de su terruño suele ser protagonista. Así, por ejemplo, cuando se enfoca en la montaña y su alianza con el viento en el “Recado sobre la cordillera”: “Hay gritos de ese viento en los desfiladeros de los cuales no me desprenderé nunca: cosa tan aguda como ese silbo no se vuelve a oír entre las musiquillas de los valles”. O más adelante: “Es una de las veleidades de la montaña andina, criatura temperamental, la de crear la tormenta en instantes, cercar su masa como un puño ciego, y cortar de golpe, antes de haberla agotado, su fechoría tremenda, quedándose en tal sosiego, que se creería que nos hemos soñado la baraúnda”.
Borracha de viento, poseída por el recuerdo, Mistral se refiere a la cordillera de los Andes como la matriarca original, una “materia porfiada y ácida”, un “organismo magnético”, una “cosa viva”, “gran bestia bicolor”, criatura que “manda en silencio / y gobierna cuanto mira y azora el entendimiento”, “madraza de piedra”, “madre yacente y madre que anda”, “puño de hielo”, “palma de fuego”, “carne de piedra de la América”. Esta última imagen dota al cordón montañoso de un sentido profundo, enlazado con la cosmogonía de los pueblos originarios de la región andina, que va más allá, mucho más allá de la mera contemplación idílica o de la nostalgia por el paisaje. La hablante del poema “Cordillera”, de Tala, por ejemplo, se sitúa ella misma (en una primera persona plural, colectiva, que usa el genérico masculino) como materia de la montaña cuando dice: “En el cerco del valle de Elqui / bajo la luna de fantasma, / no sabemos si somos hombres / o somos peñas arrobadas”.
Una familiaridad semejante a la del viento y la montaña es la que percibe entre el agua y las piedras en su “Elogio del agua”, cuando se detiene en las cascadas y dice que ese torrente “engaña a las piedras con que tienen garganta y muda de sitio sus gargantas, a cada momento, y las turba y las enloquece”. Piedras enloquecidas como las locas mujeres —–las Rosalías, las Efigenias, las Lucilas, las Soledades—, piedras encabritadas por esa agua “sin coyunturas como el aire, sin las muñecas y los tendones de las otras criaturas”. Acaso gotas parientes de las que convoca en el poema “Agua”, precisamente, de Tala. Otra vez infancia, naturaleza y memoria se trenzan en la escritura de la poeta errante. Dice: “Hay países que yo recuerdo / como recuerdo mis infancias. / Son países de mar o río, / de pastales, de vegas y aguas (…)”. Y luego: “Quiero volver a tierras niñas; llévenme a un blando país de aguas. / En grandes pastos envejezca / y haga al río fábula y fábula”. Y al final: “(…) ¡Rompa mi vaso y al beberla / me vuelva niñas las entrañas!”.
Mistral decía que a pesar de corregir muchísimo lo escrito, le salían unos “versos bárbaros”. Esa palabra usaba, “bárbaros”. Una podría decir que sí, que sus poemas son, cómo no, bárbaros en la acepción de extraordinario, estupendo, genial, magnífico, fabuloso que tiene la palabra. Los versos extraordinarios, estupendos, geniales, magníficos, fabulosos de Mistral. Pero hay el desvío del término “bárbaro” hacia su sentido de lo rudo, lo arisco, lo salvaje. Versos que corren el cerco de la buena conducta humana y se acercan a lo fiero, lo que se resiste a la domesticación. “Salí de un laberinto de cerros y algo de ese nudo sin desatadura posible queda en lo que hago, sea verso o sea prosa”, admitirá ella, bárbara, sin dejar nunca su origen.
Mistral no quiere desprenderse de su tierra. Como apunta Jaime Concha en Gabriela Mistral (Ediciones UAH, 2015), la tierra en ella no es “la materia geológica de Neruda, excavada con imaginación mineral y de minero, sino una suave parcela de aire y de luz, con hierbas, aromas, árboles frutales y con el riego del atardecer”. Pero habría que agregar la dimensión de alimento, bienestar común y potencialidad creadora que subraya Mistral en la tierra. Y detenerse en su mirada sobre la inequidad del esquema agrario chileno. Así escribe en 1928, frente a la posibilidad de corregir el reparto de la tierra: “Una ley agraria nace cuando en un pueblo madura la conciencia, se permea de equidad, se enmienda y se abre como la granada noble”. Y así en los versos de “Campesinos”, recogido en el Poema de Chile:
Todavía, todavía
esta queja doy al viento:
los que siembran, los que riegan,
los que hacen podas e injertos,
los que cortan y cargan
debajo de un sol de fuego
la sandía, seno rosa,
el melón que huele a cielo,
todavía, todavía
no tienen un canto de suelo.
Pero también habría que prestar atención al carácter de natural mortaja que Gabriela Mistral asigna a la tierra y que aparece desde los tempranos “Sonetos de la muerte”, cuando la hablante anuncia que sacará a su ser querido del nicho helado en que lo han puesto y lo trasladará a la tierra “humilde y sosegada”. “Te acostaré en la tierra soleada”, escribe, “y la tierra ha de hacerse suavidades de cuna / al recibir tu cuerpo de niño dolorido”. Para sí misma busca también ese final, el de volver a la tierra madre sin ataúd, desnuda, codo a codo con ella, convertida en abono. Así lo zanja en “Sobre la tierra”, texto en prosa publicado en Elogio de la naturaleza (Lumen, 2024). Dice: “Debieran acostarnos desnudos dentro de ella, en recuerdo y devolución de cuanto dio”. Y en su “Elogio de las maderas”, dado que no es costumbre ser enterrada sin ataúd, se inclina al menos por uno de álamo y no de alerce o de nogal, que serían más resistentes. “Para mí”, dice, “el álamo un poco proletario en que se hacen los ataúdes de los artesanos. El pobre álamo no se compromete con la eternidad, y si lo ponen en cementerio húmedo se pudre al año y suelta su fajo de podre, con lo que cumple su encargo”. Razones de sobra tiene Mistral para elegir el álamo como último escalón para la casa definitiva. Es, a fin de cuentas, un árbol sin codicia y “barato como el almidón y los arroces”.
Un árbol que tiembla con el viento, una mujer que cambia su nombre por el nombre de un viento, un viento que remece con su soplo al árbol que un día acunará a la mujer con nombre de viento y la devolverá a la tierra y le devolverá el arraigo.