Sobreexpuestos al mundo digital, los escenarios donde las escritoras y los escritores de nuestra era diseñan sus comienzos y traman sus finales parecen perder, con su materialidad, también sus secretos. Intimidades a las que antes accedíamos de modo accidental son hoy material y tema de escritura. En pandemia vimos en directo las plantas de Jamaica Kincaid o la cama matrimonial de Vivian Gornick… ¿Qué harán las universidades y bibliotecas del futuro con esos tesoros, los correos electrónicos o los archivos de texto que dejen en su drive quienes escriben? ¿De qué está hecho el misterio de la escritura ahora? ¿Por qué pensar que ya no existe?
por Valeria Tentoni I 9 Noviembre 2023
En un pueblito inglés llamado Great Missenden se esconde la casa museo de Roald Dahl; al fondo, se halla el pequeño cobertizo en el que se encerraba a escribir. Son unos cinco o seis metros cuadrados que guardan un gran escritorio de madera en el que solo hay piedritas, caracoles y recuerdos polvorientos, como si el escritorio fuese demasiado para él y se lo hubiese cedido a los adornos. A su lado hay un fichero de metal y un sillón de una plaza que finalmente preside la coreografía mobiliaria. Sobre ese sillón —que alguna vez habrá sido rosa, pero con el tiempo se opacó de modo indescriptible— se ve un tablón largo que va de brazo a brazo, y bajo el tablón una especie de tubo de cartón, forrado con papel de bobina, el tipo de papel industrial que usan en las panaderías. Es un adminículo casero que el autor de Matilda aprovechaba para elevar un poco las hojas limpias sobre las que escribía a mano. Hay fotos que lo muestran en acción, rodeado de sus paredes amarilleadas por la nicotina, y traen todavía una intimidad mayor: la de una manta de plumas cubriéndole las piernas mientras trabaja. Dahl sonríe.
No era el único que se encerraba así. George Bernard Shaw también construyó su propia choza en los jardines de su casa en Hertfordshire y Henry David Thoreau, por ejemplo, se escondía en un bosque. Al parecer, durante un periodo de su vida Emily Dickinson “atendía” a las visitas con la puerta entreabierta. Sus ojos deben haber aparecido primero, recortados e inquirientes a través de la hendija, para recibir cartas o entregarlas. A sus espaldas quedaban todos los misterios de un mundo, el mundo en el que Emily Dickinson escribía a mano sus poemas pequeñísimos en sobres y cuadernos.
¿Qué fue de ese celo? Los años dos mil trajeron eventos de escritura en vivo con computadoras inalámbricas, y a medida que el tiempo pasó las redes sociales trajeron, además, una nueva versión del mismo concepto. Durante los años de aislamiento, allí estaban todas las bibliotecas de quienes escribían, firmes en el encuadre que el Zoom regalaba, e incluso se conseguían fondos simulados de bibliotecas de cartón en internet y a domicilio.
Escritoras y escritores de todas las latitudes participaron de festivales, ferias, clases y conferencias mirando a la cámara con sus hogares de fondo, la intimidad de su orden o su caos, su vida doméstica de repente expuesta de modo impiadoso e irreversible. Fue abrupto, como abrir por error la puerta de un baño ocupado, pero ocurrió en medio de hechos todavía más extraordinarios, y pasó desapercibido.
Así, vimos el gran salón en el que Jamaica Kincaid guarda libros, macetas y esculturas, a sabiendas de que detrás de la puerta la esperaba su jardín. Vimos las estanterías blancas ocupando todas las paredes del cuarto desde el que nos hablaba Joyce Carol Oates, una luz lateral y nublada bañando un tomo indiscernible en el ángulo izquierdo de la imagen. Vimos el cuarto en el que Lydia Davis tiene su escritorio —dos cuadros grandes y uno pequeño sobre un sillón—, la cama matrimonial donde duerme Vivian Gornick y el espacio que comparten Siri Hustvedt y Paul Auster, sentados como colegiales, uno al lado del otro, para responder a una pantalla.
Intimidades a las que antes accedíamos de modo accidental son hoy día, además, material y tema de escritura. Pero para conocer cosas como esas, aunque nunca tan abundantes, hasta hace muy poco no quedaba más que deducirlas o inventarlas partiendo de fotografías aisladas, casi accidentales, o leyendo las entrevistas de la Paris Review. Por sus introducciones nos enterábamos de que Ernest Hemingway escribía de pie sobre una alfombra de piel de kudú mientras el sol del este cruzaba su espalda, o que Simone de Beauvoir tenía su estudio a cinco cuadras del de Jean Paul Sartre, pero solo lo utilizaba por la mañana: después del mediodía caminaba tranquilamente hasta ahí y seguía trabajando junto a él.
En la Firestone Library de la Universidad de Princeton se guardan manuscritos y cartas de escritores latinoamericanos: ahí están, por ejemplo, los archivos de Ricardo Piglia o de Juan José Saer. En la Biblioteca Nacional Argentina se exhibieron hasta fines de abril los manuscritos de Alejandra Pizarnik y también sus libros, marcados con su letra inconfundible. En la Biblioteca Pública de Nueva York se reservan, además de papeles, objetos personales: es posible consultar la agenda de Joan Didion y hasta los cajones privados de autores del siglo pasado, cápsulas museísticas destinadas a reponer una atmósfera que quizás exista únicamente a condición de imaginarla.
Sobreexpuestos al mundo digital, los escenarios donde las escritoras y los escritores de nuestra era diseñan sus comienzos y traman sus finales parecen perder, con su materialidad, también su sentido. ¿Habrá universidades y bibliotecas en el futuro que estudien y acumulen los correos electrónicos donde se cartean dos colegas? ¿Habrá que separar en esos correos los “interesantes” de los “superfluos”, las cartas del spam, los textos que digan cosas como las que se escribían Chéjov y Gorki: “mi alma está irremediablemente enferma, como es necesario que esté el alma del hombre que piensa”? ¿A dónde van a ir a parar los mensajes de WhatsApp en los que se compromete una edición o se informa una lectura en positivo, como cuando Roberto Bazlen le recomendó a Eugenio Montale que se lance a traducir el Ferdydurke apenas provisto de un papel, una máquina de escribir e incontables signos de exclamación? ¿Será Google el dueño futuro de los inéditos de los autores que mueran dejando sus drives repletos de bytes?
¿De qué está hecho el misterio de la escritura ahora? ¿Por qué pensar que ya no existe? ¿Por qué creer que existía en un manuscrito empeñado por un escritor empobrecido, en un cuarto cerrado con olor a biblioteca y alcanfor? ¿Visitar ese misterio no ha sido siempre una escenificación profana, una máscara que coincide con la cara, como decía Calvino?
En un poema de Wisława Szymborska, traducido por Gerardo Beltrán con el título “Miedo escénico”, encontramos: “Allá en el escenario acecha una mesita / un tanto espiritista y de patas doradas, / y sobre la mesita humea un candelabro. // De eso se desprende / que tendré que leer a la luz de las velas / lo que escribí a la luz de una simple bombilla / tac tac tac/ a máquina”.