Europa, la cándida

Pensar que la seguridad de todo un continente podía ser externalizada ya resulta ingenuo. Y más aún, que debía ser gratis. Así se lo pasó Europa, aletargada e inocente, a pesar de que Putin venía amenazando con invadir Ucrania desde 2014. Este año parecieron despertar del sopor cuando Trump dejo bien claro que debían pagar si esperaban ser defendidos por Estados Unidos, que es lo que en los hechos ha estado ocurriendo. “Sobra decir — escribe el autor de este artículo— que esta afirmación implica una profunda mutación geopolítica”.

por Daniel Mansuy I 29 Septiembre 2025

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“Si no pagan, no los voy a defender”. Esta fue la advertencia lanzada por Donald Trump a los europeos en el mes de marzo de este año, produciendo un auténtico shock en el Viejo Continente: con unas pocas palabras, Trump pulverizó décadas de ilusiones. Más allá de sus modales, el mandatario norteamericano hizo visible aquello que los europeos han preferido ocultarse a sí mismos. En efecto, Europa ha descansado, durante muchos años, en la protección de la fuerza estadounidense. La consecuencia es que no cuentan con un dispositivo de defensa digno de ese nombre. Para percatarse de la profundidad del problema, basta notar la forma en que Rusia invadió Ucrania en febrero de 2022. En un primer momento, los europeos se vieron sorprendidos (a pesar de que Putin planificaba esa invasión al menos desde 2014, a vista y paciencia de todos), y luego quisieron acudir en auxilio del régimen de Volodímir Zelensky. Sin embargo, al poco andar, se percataron de que sus capacidades eran extraordinariamente limitadas: carecen del equipamiento mínimo necesario, en todos los niveles, y tampoco tienen la capacidad industrial para construirlo. Para decirlo en simple, no están en condiciones de intervenir militarmente —ni aunque fuera de modo indirecto— en su propio continente.

Con todo, allí estuvieron los norteamericanos para suplir todo lo que faltaba: no había modo de ayudar a Ucrania sin el apoyo de los Estados Unidos. Uno podría haber esperado que este simple hecho modificara la disposición en el Viejo Continente, pero la verdad es que no ocurrió nada, más allá de las frases grandilocuentes. Europa tenía subcontratada su seguridad, y ni siquiera el empleo de la fuerza bruta los sacó de su letargo. Tres años después, en marzo de 2025, Trump vino a decir lo obvio: paguen por su defensa.

Sobra decir que la afirmación implica una profunda mutación geopolítica. Por de pronto, es evidente que la prioridad de Estados Unidos no está en el centro de Europa, sino en el Pacífico. Esto no implica que el gigante de América vaya a abandonar a Ucrania, pero Trump ha querido transmitir esta idea: solo vamos a intervenir si tenemos intereses relevantes que proteger (tal es el fondo de su duro encuentro con Zelensky en el Salón Oval).

Si lo propio de todo imperio es producir paz, Trump está admitiendo que ya no puede cumplir esa función. El mundo se ha vuelto multipolar, y los deberes del gigante del norte ya no son los mismos. El espectáculo del mandatario —sus gestos, su agresividad, sus malos modales— solo busca esconder su fragilidad; y lo mismo puede decirse de la brutalidad empleada por J. D. Vance en su discurso a los europeos pronunciado en Münich.

Como bien ha apuntado Pierre Manent, la brutalidad de Trump busca disimular una cuestión de magnitud: Estados Unidos ya no posee los medios necesarios para garantizar la seguridad en todo el orbe. El imperio americano es más débil de lo que aparece, está desafiado en muchos frentes y su capacidad militar está lejos de ser infinita. Si alguien tiene alguna duda, basta revisar el ritmo de crecimiento de la flota naval china, que está dejando atrás a los Estados Unidos (el objetivo es explícito: Taiwán). Si lo propio de todo imperio es producir paz, Trump está admitiendo que ya no puede cumplir esa función. El mundo se ha vuelto multipolar, y los deberes del gigante del norte ya no son los mismos. El espectáculo del mandatario —sus gestos, su agresividad, sus malos modales— solo busca esconder su fragilidad; y lo mismo puede decirse de la brutalidad empleada por J. D. Vance en su discurso a los europeos pronunciado en Münich.

Si lo señalado es plausible, todas las zonas del mundo que han descansado en la protección americana deben tomar nota de la nueva situación. En lo que respecta a Europa, la cuestión es extraordinariamente urgente, pues afecta la lógica más íntima de su diseño. En efecto, la Unión Europea fue pensada bajo el supuesto de que la paz era el horizonte próximo de la humanidad. Si Europa no tiene seguridad no es solo porque confió en la protección americana, sino también porque creyó que la guerra era un fenómeno condenado a los basureros de la historia. De algún modo, las instituciones europeas son instituciones optimistas, gobernadas por la ilusión del fin de la historia. Europa aspiraba a superar el viejo orden nacional, diluyendo las identidades particulares en un entramado jurídico-burocrático con la esperanza de pacificar el mundo, y de impedir cualquier decisión que no responda a esos criterios. Quisieron el derecho, sin la fuerza. En esa lógica, la seguridad no podía ser una prioridad, y allí reside el origen del desajuste: el siglo XXI no ha traído la consumación de la paz, sino algo muy distinto.

Si se quiere, la frase de Trump le ha dado la razón —seis décadas después— a la tesis de Charles de Gaulle, presidente de Francia en los años 60. En aquella época, De Gaulle fue un férreo defensor de la soberanía francesa en materia de defensa: según él, Europa cometería un error grave si delegaba toda su protección en los Estados Unidos. Por eso insistió tanto en que Francia tuviera su propio arsenal atómico, y estuvo dispuesto a retirarse del comando conjunto de la OTAN. Para De Gaulle, una nación que renuncia a su defensa deja de ser tal. En concreto, el militar francés no pensaba que el Viejo Continente pudiera contar con la protección de los Estados Unidos en caso de ataque soviético: era indispensable contar con una fuerza de disuasión europea. Sobra decir que su postura fue ridiculizada, y se le atribuyó al delirio de grandeza propio de los franceses. Es absurdo, se decía, que un país mediano intentara ejercer algún peso en los equilibrios globales en medio de la Guerra Fría. Se concluía entonces que De Gaulle era un hombre del pasado y, por tanto, incapaz de comprender el futuro. Y, en algún sentido, vaya que era un hombre del pasado. Mal que mal, nació en el siglo XIX, presenció dos invasiones a Francia en menos de tres décadas y combatió en las dos guerras mundiales. Esa experiencia puede explicar por qué se negaba a pensar un mundo sin conflicto. Desde luego, jugaba aquí su desconfianza respecto de la cultura anglosajona, pero la intuición era más profunda: toda nación requiere seguridad autónoma, y todo orden humano requiere a la nación.

Si Europa no tiene seguridad no es solo porque confió en la protección americana, sino también porque creyó que la guerra era un fenómeno condenado a los basureros de la historia. De algún modo, las instituciones europeas son instituciones optimistas, gobernadas por la ilusión del fin de la historia.

La paradoja es que ese hombre del siglo XIX tiene más que decirnos sobre el siglo XXI que el progresista europeo del siglo XX. En efecto, según decíamos, la crisis europea en materia de defensa es simplemente colosal, y tardará décadas en revertirse si acaso existe la voluntad (y nadie lo sabe mejor que Vladimir Putin).

El caso alemán es el más grosero, pues dicho país pensó que la amenaza rusa podía ser neutralizada comprándole gas a bajo precio: la ilusión de que el comercio pacifica los dejó completamente indefensos. Sin embargo, la cuestión no los afecta solo a ellos. Después de todo, Francia, que es con distancia el país europeo con mayor aparato militar, tiene debilidades graves. Es cierto que mantiene la disuasión nuclear, pero incluso ese dato merece ser relativizado. Las armas atómicas son, naturalmente, herramientas de última ratio. Para funcionar como tales, deben ser el corolario de una secuencia bélica que permita la progresión. Dicho de otro modo, la bomba atómica —para ser efectivamente disuasiva— debe estar acompañada de todos los otros escalones. El último recurso supone que todos los recursos intermedios están disponibles (y que se han agotado). De lo contrario, su poder se reduce drásticamente.

En este cuadro, el gran desafío europeo es, desde luego, pensar cómo sale de este embrollo. Nada indica que el mundo de los próximos 100 años vaya a ser especialmente pacífico, y nada indica que —más allá de Trump— los Estados Unidos puedan seguir manteniendo la paz en todos los rincones del globo. En ese contexto, los europeos deben rehabilitar su defensa cuanto antes. No obstante, acá se encuentran con una dificultad central. ¿Cuál es la instancia responsable de la seguridad europea? ¿Las naciones o la estructura jurídica superpuesta?

Si Europa no tiene seguridad no es solo porque confió en la protección americana, sino también porque creyó que la guerra era un fenómeno condenado a los basureros de la historia. De algún modo, las instituciones europeas son instituciones optimistas, gobernadas por la ilusión del fin de la historia.

En general, las élites progresistas se inclinan por la segunda alternativa: si el problema concierne al conjunto, la solución debe darse en ese plano. Sería, además, el momento ideal para dar el anhelado salto federal. Si la defensa fuera común, entonces ya podríamos hablar de los Estados Unidos de Europa. Para avanzar en esta lógica, el mismo presidente Macron ha sugerido que las armas atómicas francesas podrían trasladarse —bajo ciertas condiciones— a ese nivel. Sin embargo, esta salida encuentra obstáculos. Por de pronto, el sueño federal ha sido rechazado una y otra vez por los pueblos europeos, que parecen apegados a sus naciones respectivas.

Hay que comprender bien este punto: hay ciudadanos dispuestos a morir por su patria en Europa, pero no es seguro que haya muchos dispuestos a morir por la burocracia de Bruselas. Esto nos conduce de nuevo a De Gaulle, quien creía que Europa debía ser una reunión de naciones, esto es, que debía ser pensada en atención a las particularidades de cada cual. No se trata de negar la pertinencia de las respuestas conjuntas —es obvio que todo esfuerzo debe ser coordinado, y es obvio que debe haber altas dosis de colaboración—, pero la fuerza de Europa solo proviene de sus identidades nacionales. Por lo demás, si la estructura institucional fue pensada para la paz, su adaptación a la guerra no será nada de fácil. Basta constatar lo siguiente: la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, fue ministra de Defensa de Angela Merkel durante largos años y, como tal, es una de las responsables directas del desaguisado actual. De más está decir que no ha ofrecido una sola explicación al respecto.

Como puede verse, Europa está atrapada entre la realidad y las lógicas que inspiraron la construcción supranacional. Incluso en un momento tan apremiante como el actual, no hay ningún acuerdo acerca de cómo proceder, precisamente porque las instituciones no fueron diseñadas para enfrentar el conflicto, sino para superarlo, y de allí su extrema burocracia interna: la idea es, precisamente, tomar decisiones impersonales fundadas en el derecho abstracto. A su manera, Europa está atrapada en aquello que el ensayista español Ramón González ha llamado la trampa del optimismo y, por ese motivo, carece de categorías para procesar la realidad. Una cosa es segura: los europeos deberán tomar decisiones rápidamente si no quieren ser arrasados por el nuevo orden. Sobre todo: más rápidamente que lo permitido por la alambicada organización europea. De lo contrario, quizás tengamos que leer el Cándido de Voltaire como una adelantada profecía política.

 

Ilustración: Álvaro Arteaga.

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