por Eugenio Tironi I 6 Octubre 2025
“La vida, por larga que sea, sera siempre muy breve.
Demasiado breve para anadirle algo”.
Wisława Szymborska
Ser viejo es lo que es. No hay forma de cambiarlo. Es temor al futuro y endiosamiento del pasado. Es miedo al colapso y resistencia a la incertidumbre. Es búsqueda de seguridad y apego a las fórmulas. Es, en fin, emplear las fuerzas que aún restan en postergar, por todos los medios disponibles, el avance de lo que, sin prisa, siempre llega. Y en dotarlo, cuando ocurra, de un sentido trascendente, para que siga pesando sobre los vivos.
Durante gran parte de la historia humana, a la vejez se la asoció con la sabiduría, con la lucidez ganada con el tiempo. Por eso fue objeto de respeto. Ya no es así. No por desdén de los jóvenes, sino por la renuncia de los propios viejos, que se inhiben y se avergüenzan de aquello que la edad les entrega.
“Ya no queremos estar atados a nuestra fecha de nacimiento”, escribe Pascal Bruckner en Una breve eternidad: filosofía de la longevidad, ensayo que inspira estas notas.
Pero nada resulta más trágico que abdicar de lo que se es. Negar la vejez es negarse a sí mismo. Lo sano es aceptarla sin ocultamientos, sin reproches, sin vergüenza.
No es sencillo habitar la vejez. Pero hay que sostenerse, no ceder. Esa perseverancia es el aporte final que puede ofrecerse al mundo.
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Antes, los hijos buscaban reproducir la vida de los mayores. La continuidad era el ideal: heredar los oficios, las creencias, los gestos; inscribirse en un mismo relato, solo levemente modulado por el tiempo.
Eso se acabó. El porvenir ya no está fijado de antemano, y depende más de la voluntad que del destino. Esta es la novedad del mundo moderno: una novedad bienvenida, luminosa, fundacional.
Pero ahora ocurre lo inverso. Son los adultos quienes intentan vivir la vida de sus hijos. Ya no buscan dejar una huella, sino borrarla; ya no aspiran a transmitir, sino a parecerse. Imitan sus gustos, su lenguaje, su ritmo, como si en esa mimetización pudieran retener algo de lo que se escapa con el paso del tiempo.
“Por favor, no intentes peinarte y vestirte como yo, ni leer lo que leo, ni hablar de mis temas, ni relacionarte con mis amigos como si fueras uno más. No me acoses con tu cercanía. Sé tú, y déjame ser yo”.
Esa es la queja, apenas contenida, que se escucha ante la insistencia de ciertos mayores por mostrarse a toda costa cercanos a los jóvenes.
Es un gesto agresivo e inútil: agresivo, porque busca invadir un mundo que no es el propio; inútil, porque la juventud no se mantiene por contagio.
Los hijos deben quebrar con los padres; y los padres, con sus hijos. Esa guerra larvada entre edades es lo que produce el movimiento. Las generaciones anteriores están condenadas a perderla, y está bien que así sea. Pero, aun así, deben dar la batalla. Porque si renunciaran antes de librarla, el mundo, simplemente, se detendría.
Quien quiera rejuvenecerse, que lo intente: cada cual con sus ficciones. Pero para quienes no buscan ese consuelo, queda lo que verdaderamente importa: una buena historia vivida.
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No hace tanto, cuando las fuerzas aún respondían, las enfermedades se vivían con exasperación. Se las concebía como accidentes: interrupciones molestas que había que dejar atrás con urgencia, para regresar cuanto antes a la normalidad, como si nada hubiese ocurrido. Pero, cruzado cierto umbral, aquella idea pierde sentido.
Con el tiempo, se aprende que la salud no es un estado, sino un tránsito: una sucesión de achaques entre los cuales se abren breves treguas, momentos de gracia que ya no son la norma y que, por lo mismo, se convierten en objeto de un íntimo y sutil festejo. La aspiración de “estar sano” pierde fuerza. Basta con atravesar el momento crítico y seguir existiendo: más magullado, más lento quizá, pero aún en pie.
Por lo demás, como bien advertía Montaigne en sus Ensayos: “Las cosas nos parecen más grandes de lejos que de cerca, y así, en perfecta salud, he tenido más miedo a las enfermedades que cuando las he sufrido”.
Desde cerca, la vida siempre sigue.
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La costumbre de planificar la vida en función de un retiro —como si el ideal consistiera en liberarse, al fin, del trabajo— permanece como un enigma. Es en el trabajo, no fuera de él —ni después de él— donde se encuentra la libertad a la que, con esfuerzo, se puede aspirar.
Vivir el trabajo como impulso propio —como necesidad de ser útil, de mantenerse en movimiento, de saberse vivo— y no como subordinación es una experiencia difícil de alcanzar. Pero posible.
El trabajo —cualquier trabajo, incluyendo la labor doméstica, de crianza o de cuidado— permite encarnar lo imaginado, corregir lo imperfecto y experimentar el callado orgullo de lo bien hecho. Lo verdaderamente importante no es el oficio, sino la relación que se cultiva con él.
Todo ser humano puede encontrar en lo que hace una forma íntima de recompensa: un propósito, una comunidad, una proyección; la oportunidad de integrarse a un flujo más vasto, a un engranaje, a una obra común.
“El mundo es para quien nace para conquistarlo / Y no para quien sueña que puede conquistarlo, aunque tenga razón” (Fernando Pessoa).
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El descanso, cuando se prolonga, termina por cansar. Desgasta, aburre, apaga.
Lo único que realmente tonifica es el trabajo. Cualquiera que sea su forma o su destino: en soledad o en compañía, orientado hacia los demás o hacia uno mismo, con fines inmediatos o lejanos, por vocación altruista o por necesidad egoísta.
Incluso el ocio, si es verdadero, exige esfuerzo.
Montaigne lo expresó con serena claridad: “Soy partidario de que se trabaje y de que se prolonguen los oficios de la vida humana tanto como se pueda, y deseo que la muerte me encuentre plantando mis coles, pero sin temerla, y menos todavía siento dejar mi huerto defectuoso”.
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“Dios, dicen los Evangelios, no quiere que lo encontremos, sino que lo busquemos”, recuerda Pascal Bruckner. Lo esencial no está en la llegada, sino en el movimiento. Quien deja de buscar ha sido ya alcanzado por la quietud más peligrosa: esa en la que acecha el demonio.
Es el seguir moviéndose —aunque sea a tientas— lo que nos mantiene vivos.
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Se dice que la vejez vuelve más razonable. No siempre es así. A veces los años desordenan más que serenan: aflojan la disciplina, debilitan la constancia, desvían la mente hacia los recuerdos o la empujan, sin aviso, hacia la fantasía.
Los encuentros con los demás se vuelven más abiertos, más imprevisibles, y por eso mismo más deslumbrantes; pero a veces también pueden rozar lo incómodo cuando los filtros ceden y se vulneran las tácitas reglas de la convivencia.
Algunos justifican esa forma errática de estar en el mundo no como fruto de la edad, sino como expresión de una deuda pendiente: una juventud no plenamente vivida, porque la adultez les llegó demasiado pronto. Otros, en cambio, la justifican como el derecho a una rebeldía postrera de quienes siempre fueron viejos; de quienes nunca creyeron que la felicidad estuviera en el éxtasis, la exaltación o el instante, sino en la serenidad, la reflexión, los procesos lentos.
En ambos trayectos se intenta revivir la juventud como si la inocencia, el desorden o la ligereza pudieran recuperarse por pura voluntad. Pero hay experiencias que, cuando no ocurrieron a su tiempo, ya no encuentran el tono. Y lo que pretendía ser una recuperación se convierte en un intento tardío —y a veces ligeramente ridículo— de aquello que pudo haber sido y no fue.
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Mientras persista el deseo, el envejecimiento no es rendición, sino tránsito. Lo que importa es seguir en movimiento, sin cálculo ni repliegue.
“Estoy viejo, debo cuidarme”. ¿Cuidarse de qué y para qué? A fuerza de precauciones, uno termina por matar el deseo, cuando es justamente el deseo el antídoto más eficaz contra la obsolescencia: ese monstruo de mil cabezas que todo lo devora. La quietud, a veces, puede ser más letal que el desgaste.
No se trata de desafiar a la muerte; se trata de no dejar de moverse hacia lo que aún convoca. Como dijera Norberto Bobbio: “Corro a mi ruina; donde dejo de correr, allí está mi ruina”.
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En lugar de extender la vida —aspiración común, con escasas excepciones—, tal vez sería más sabio aceptar la muerte no una, sino múltiples veces: vivirla, atravesarla, recuperarse… y partir de nuevo.
“Muchos hombres se deshacen —escribe Marguerite Yourcenar—, pero pocos hombres mueren”. Y añade que el libro de la creación “puede descifrarse en dos sentidos, y en ambos posee el mismo valor, pues nadie ha averiguado aún si todo vive para morir o si solo muere para vivir de nuevo”.
No se trata solo de morir al final, sino de aprender a morir muchas veces a lo largo de una vida: abandonar lo que fue, despojarse de lo que ya no sirve, dejar atrás versiones anteriores de uno mismo.
La longevidad no se mide por la cantidad de años acumulados, sino por el número de muertes atravesadas con lucidez.
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La novedad está sobrevalorada. La continuidad, la regularidad, la rutina y, en el límite, la monotonía, por exasperantes que a veces resulten, también tienen lo propio. Sin ellas no hay disrupción ni transformación ni creación.
Es como en una orquesta: si no hay una base que resuene como un mar de fondo —constante y sin protagonismo— no son posibles los momentos de ruptura a cargo de los solistas. Las orquestas fallan no tanto por estos últimos; fallan porque esa melodía de fondo carece de peso, de contundencia, de permanencia. Un buen director no se concentra en los solistas —que en general se manejan solos—, sino en ese fondo que, para algunos, puede parecer monótono y carente de creatividad, pero que permite el brillo de las individualidades.
“Sin monotonía —señala Bruckner— no es posible transformación alguna. La línea melódica de nuestra vida cotidiana es un bajo continuo del que, a veces, emergen arias impactantes”.
Ese bajo continuo —hecho de repeticiones, rutinas, insistencias— no es obstinación vacía. Es el umbral de toda creación: en el arte, en la ciencia, en los afectos. Nada nace sin perseverancia, sin esa forma silenciosa de voluntad que vuelve una y otra vez sobre lo mismo, sin promesas, sin garantías.
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Repetir, repetir hasta el agotamiento. Perseverar en la misma meta, aunque se fracase una y otra vez. Insistir hasta encontrar la veta, la hebra, la conexión, la luz —o como se llame— que permita desatar un nudo y avanzar algunos milímetros. O, al menos, no retroceder, y dejar todo dispuesto para seguir mañana.
La repetición, entonces, no es estancamiento, sino el surco que, al profundizarse, revela lo oculto. Como ha sugerido Pascal Bruckner, es la base invariable que hace posible toda variación.
La vejez no está reñida con la creación. También ella es una forma de insistencia: de seguir tocando la misma nota, con manos menos firmes, pero con más afinación interior; de mantenerse en la tarea, no por la ilusión de un gran final, sino por fidelidad a la respiración que mueve el mundo.
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De joven, el cambio y la innovación consumen gran parte de las energías. Pero cuando mantenerse en pie se vuelve una proeza, las fuerzas se concentran en el equilibrio, la mantención o, con suerte, la reparación.
A cierta edad, la continuidad empieza a valer más que la novedad. La preocupación ya no es transformar la vida, sino preservar lo mejor de ella.
“Mi progreso es haber descubierto que ya no estoy progresando”, escribió Sartre a los 59 años en Las palabras. Con esa frase reconoce —como recuerda Bruckner— el final de una etapa marcada por la euforia del ascenso; eso que el propio Sartre llama la “borrachera de joven alpinista” (Cartas al castor y a algunos otros).
Eso mismo hace que, con el correr de los años, se vuelva más difícil lidiar con los jóvenes. Se pierde la tolerancia ante su displicencia hacia logros que el paso del tiempo hace que se valoren como tesoros. Exaspera su simpleza, así como el voluntarismo con que proponen caminos alternativos, movidos por la ilusión de que todo es más fácil de lo que realmente es. Irrita su obsesión por los matices y la circularidad cuando se trata de género, especies, sexo, vida, trabajo o alimentos; y, al mismo tiempo, su polarización cuando se habla de historia o política.
Todo eso resulta fastidioso, pero es conocido y, por lo mismo, soportable. “Todos fuimos iguales, y con los años y la experiencia se nos pasó”, se escucha decir, a modo de aceptación y acomodo.
Lo que cuesta más aceptar es la actitud de algunos contemporáneos que, habiendo compartido las mismas vicisitudes —ilusiones y frustraciones, logros y renuncias, luces y sombras— y habiendo armado con esos retazos una memoria al menos digna, de pronto parecen avergonzarse de sus propias trayectorias. Y se lanzan, casi con desesperación, a abrazar —e incluso a radicalizar— las críticas y aspiraciones de sus descendientes.
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Lo más inquietante, en todo caso, es ver a quienes intentan mimetizarse con los jóvenes, como si con esto pudieran extender su tiempo de protagonismo. En lugar de dar un paso al costado con la dignidad de quien ha dejado huella, se aferran a los lugares de visibilidad, repitiendo gestos que ya no les vienen bien.
Hay algo de ceguera en ese afán. No perciben la sonrisa irónica de los jóvenes, ni el bochorno silencioso de los más cercanos al verlos insistir en conducir un tren que, tal vez, ya deberían haber entregado a otras manos.
Aceptar la vejez no es retirarse del mundo, sino renunciar a protagonizarlo a toda costa. Hay una forma de presencia serena, sin estridencias, que no necesita demostrar nada. Y esa, tal vez, sea la última elegancia.
Richard Sennett cuenta en El intérprete que Theodor Adorno entendía el “estilo tardío” como una negativa deliberada a complacer las expectativas del público. Para él, esa clase de madurez radical —a veces áspera, indómita— se manifiesta en obras como la Misa solemne o los últimos cuartetos de Beethoven: composiciones que ya no buscan agradar ni convencer, sino afirmarse en su propia lógica.
Algo de eso tiene la vejez: una forma de desobediencia tranquila, que se permite no agradar, no explicar, no complacer. Una forma de participar en el mundo que ya no tiene nada que probar.
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No falta gente mayor que recuerda el pasado como una suerte de paraíso. Esa nostalgia los lleva a desdeñar el presente y, al mismo tiempo, a temer el futuro. El deseo de las nuevas generaciones de construir un mundo mejor es visto como una aspiración ingenua, incluso inútil. Nada, nunca, superará lo que ellos consiguieron.
Son aquellos —vuelvo a Bruckner— a quienes “les gusta pensar que el mundo se está desmoronando porque lo van a dejar y no quieren echarlo de menos. Pero el mundo nos sobrevivirá, y a los jóvenes no les importan nuestras maldiciones”.
También están quienes miran ese mismo pasado —aquel en el que fueron protagonistas— como un depósito de frustraciones y miserias. Y en lugar de asumirlo con distancia, regresan a las viejas consignas que abrazaron en su juventud, como si el tiempo no hubiera pasado. Lo que presentan como coherencia o lealtad a sus ideales es a veces solo una forma de rigidez: una negativa a reconocer que el mundo ha cambiado y que aquellas banderas ya no responden a las preguntas de hoy.
Unos y otros parecen haber convertido el presente en un mero trámite: para volver a un pasado idealizado o para proyectarse románticamente hacia un futuro utópico.
Pero la vejez no es una elección entre esas dos formas de fuga. Hay, como siempre, una tercera opción: vivir el presente con tal ardor que no quede espacio —ni energía— para rememorar lo que fue ni elucubrar sobre lo que vendrá.
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“No hay almas, o son raras de ver, que al envejecer no huelan a agrio y a humedad”, escribía Montaigne. Contra eso —precisamente contra eso— hay que organizar la batalla.
No se trata de fingir juventud ni de negar el desgaste del tiempo. Se trata de impedir que la desilusión nuble la mirada. De contener la queja antes de que lo invada todo, como la humedad que se expande sin freno por las paredes.
Porque hay una vejez que fermenta mal: que agria el juicio, encierra la mirada, vuelve cínico el gesto. Una vejez que encorva, porque se ha perdido el asombro y la curiosidad.
Pero también hay otra, que sigue abierta al mundo, aunque ya no lo quiera conquistar. Que no dramatiza el desgaste ni abandona la ternura. Que, aun cansada, no huele a encierro, sino a intemperie.
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A cierta edad, el impulso de descubrir da paso al deseo de revivir. Lo que se busca ya no es acumular experiencias, sino extraer un nuevo sentido de aquellas por las que pasamos. Y no como ejercicio nostálgico, sino como una forma más rica, más profunda, de seguir presentes. Bastan para ello los recuerdos, las fotografías, las conversaciones, las lecturas.
Revivir no es repetir: es volver a entrar en lo ocurrido con otra luz, con paciencia y humildad. Es una forma de excavación interior. Un trabajo fino, sutil, más propio de un relojero que limpia, engrasa y regula la marcha, que de un ingeniero que levanta algo nuevo donde antes no había nada.
Revivir no es refugiarse: es una manera distinta de estar. No para quedarse atrás, sino para comprender, reparar, integrar. Y quizás, sin buscarlo, descubrir lo que solo ahora era posible ver.
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Se puede resistir toda una vida, inventar formas de diferenciarse, postergar el contagio, pero es como una ola, algo imposible de evitar.
Con el paso de los años emerge en cada uno la figura de sus padres. En los modos de hablar y de caminar. En los gestos, las reacciones, los razonamientos. En los temores, las manías, las frases hechas que uno juró nunca repetir.
Gradualmente se va aceptando lo inevitable. Pero en la vejez se claudica del todo. No por falta de carácter, sino porque hay una forma de herencia que no se transmite por decisión, sino por infiltración lenta. Y cuando se vuelve visible —cuando uno se descubre diciendo algo que decía su madre o moviéndose como su padre— ya es tarde: no hay marcha atrás.
Quizás por eso los hijos se mantienen a cierta distancia de sus padres. No por desamor, sino por una necesidad de retrasar lo inevitable: parecerse a ellos. Tomar distancia es una forma de afirmarse, de intentar introducir una inflexión, una variante, una corrección. Y esa resistencia no es en vano. Cada individuo, al fin y al cabo, contribuye a la continuidad, pero también la modifica; es un eslabón en una larga cadena, pero inclina su orientación.
Como observa Pascal Bruckner, los hijos, después de haber hecho de las suyas, suelen volver al redil: enriquecidos por su mirada crítica, por el desvío, por el intento de ruptura. Es ese rodeo el que permite que, al final, se unan a la cadena temporal no como repetidores, sino como parte viva de una herencia que continúa a través del rechazo. La negación fue, sin saberlo, su forma secreta de prolongarla.
Ser una réplica de los padres —incompleta, impura, matizada— ya no suena a condena; suena a destino.
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No es cierto que sea la luz lo que permite ver. La luz, en exceso, encandila, aplana, enceguece: lo vuelve todo monocolor.
Es la penumbra, no la luz total, la que permite distinguir. Es allí donde se revelan las profundidades, las siluetas, las sombras y los matices. Nadie muestra más que un Rembrandt, un Vermeer o un Greco: muestran porque no temen a la oscuridad.
Con el tiempo —y más aún con la vejez— se empieza a desconfiar de los iluminados que dicen portar verdades. También de los que prometen porvenires radiantes, fines absolutos, soluciones nítidas y definitivas.
Como bien ha escrito Pascal Bruckner, solo los años enseñan el arte del matiz. La juventud prefiere el contraste, la luz plena, el golpe de efecto. La vejez, en cambio, sabe que es en el claroscuro donde se aprende a ver.
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“Madurar es, a menudo, hacer un melancólico inventario de todo lo que no hemos logrado”, escribe Bruckner. De lo que se dejó de hacer. De la gente a la que no se ayudó cuando lo necesitaba. De los amores a los que no se correspondió. De la falta de coraje. De las minitraiciones que se cargan sobre las espaldas. También de tantas intransigencias que habría sido más sabio soltar a tiempo.
Nada de eso se puede borrar ni olvidar. Está ahí, y ya: no tiene vuelta atrás. Al final, la vejez no es más que la reconciliación con lo que hemos sido y lo que hemos logrado —con todo lo que no fue y con lo poco o mucho que sí fue. Y, con suerte, alcanzar así eso que anhela la mayoría de las personas: vivir y morir con dignidad, sin estridencias, sin cuentas pendientes demasiado pesadas; como “esas personas que entran y salen de este mundo sin gran estrépito”, a las que se refería Yourcenar más con ternura que desprecio.
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Hay quienes, al llegar a cierta edad, comienzan a mirar el porvenir como un pozo sin fondo, un horizonte poblado por fantasmas. Lo hacen con la misma convicción con que, en su juventud, lo imaginaban radiante y prometedor, embriagados por ideales y sueños de transfiguración.
Pero no es el futuro lo que se oscurece: son los ojos los que, con el tiempo, se velan. Los cristales a través de los cuales se contempla lo venidero se cubren lentamente con la pátina de la fatiga, de la pérdida, de la nostalgia.
Advertirlo no sirve de mucho. La vejez, con frecuencia, viene acompañada de una secreta arrogancia: la creencia de que la experiencia otorga mayor claridad; cuando en realidad, el tiempo no siempre afina la mirada; a menudo la vuelve más turbia, cansada y sombría.
Por eso, llegada cierta edad, no conviene mirar demasiado hacia adelante. Esa tarea pertenece a los jóvenes. A los mayores les basta con el presente: un ahora frágil, huidizo, que ya exige bastante cuidado para no desvanecerse entre manos que, con los años, han perdido firmeza.
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Hay palabras que se esquivan por pudor o por decoro, pero no por ello dejan de nombrar lo que es. Desprecio, por ejemplo, esa palabra áspera que aflora incontroladamente al observar a quienes, en la madurez de los años, se aferran a la idea de que el mundo les debe algo. Acusan deudas impagas por su esfuerzo, su inteligencia, su entrega, su generosidad. Enumeran lo que han hecho en su vida siempre con saldo a su favor y un pago por cobrar.
Esa actitud resulta difícil de soportar. Sin embargo, también ofrece un espejo. Permite trazar distancias, establecer un lugar propio. Advertir, por ejemplo, que el día en que se crea saldada la deuda con la existencia —el día en que se sienta que ha llegado el turno de recibir, de ser retribuido, de cosechar reconocimiento— más vale cerrar la puerta y preparar la despedida.
Más vale no asumirse nunca como acreedor, sino como deudor. No mirar lo que se merece, sino lo que se ha recibido. Y sumar, aunque sea poco: trabajar mientras quede aliento y contribuir con una gota de arena al bienestar de lo que se tiene cerca.
“La existencia es, a la vez, un regalo y una deuda: un regalo absurdo que nos da la Providencia y una deuda que tenemos para con nuestros seres queridos. Llega un momento en el que debemos devolver a nuestra familia, nuestros amigos, nuestros padres y nuestra patria los beneficios que nos han dado. No pagamos las deudas de nuestra vida: las reconocemos, las honramos cuidando a nuestros descendientes. El día de la extinción de la deuda es también el día de la extinción de la existencia, cuando ya no podemos ofrecer o dar nada a los demás y nos convertimos, por medio de la muerte, en la presa de los vivos” (Bruckner).
Libros consultados:
Una breve eternidad: filosofía de la longevidad, de Pascal Bruckner, Taurus, 2020.
El libro del desasosiego, de Fernando Pessoa, Seix Barral, 2003.
Ensayos, de Montaigne, Biblioteca Nueva, 2007.
Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, Edhasa, 2008.
Cartas al castor y a algunos otros, de Jean-Paul Sartre, Seix Barral, 1997.
Las palabras, de Jean-Paul Sartre, Losada, 2024.
El artesano, de Richard Sennett, Anagrama, 2008.
El intérprete, de Richard Sennett, Anagrama, 2024.