por Aïcha Liviana Messina I 21 Junio 2023
El otro día escuchaba un programa de radio sobre los Fragmentos de un discurso amoroso de Roland Barthes. El entrevistado se detenía en la idea de que para Barthes el enamoramiento es espera. El enamorado espera al ser amado, pero no está esperando como alguien que podría también estar haciendo otra cosa. No está en una posición de espera como quien se coloca en la fila hasta que alguien lo llama. El amante es espera. Está consumido por la espera. Probablemente el nombre del ser amado ya ha destruido al suyo. Es que hay algo desesperado en la espera. El amante espera al ser amado, pero en el momento de iniciar la espera ya imagina haber perdido al ser amado. Y así lo pierde, pero lo espera. Hay un fuego ardiente ahí. El amor ha destruido al yo porque lo ha puesto en el lugar de la incertidumbre absoluta y también de la esperanza absoluta. El amante espera al ser amado; esta espera abre la puerta a todos los imaginarios. El ser amado quizás ya no ama. Pero a la espera no se renuncia. En el fondo, pensé —pensé y sobreinterpreté, como siempre—: el amante es esperanza, esperanza religiosa, imposible. Se vuelve fiel al puro hecho de ser espera, más que a lo esperado.
Obviamente, al escuchar este bello programa me pregunté si me había enamorado alguna vez. Soy tan control freak. ¿Cómo no serlo? Pero creo que antes, o al mismo tiempo, me pregunté si alguien hoy se enamoraría. ¿Hay suficiente esperanza para volverse espera? ¿Hay confianza para volverse fuego ardiente? Confianza en que no todo se volverá ceniza…
En este enamorarse como espera, hay algo que Barthes no dice: enamorarse es encontrarse en alguien, con alguien, por alguien. Un amigo querido me dijo que el amor era un veneno. Es también un cuchillo con muchas láminas. Me descubro en un otro, literalmente. Me desnudo. Qué raro. ¿No? Doy la desnudez al mismo tiempo que la encuentro. El otro me hace desnudo, desnuda. Yo no conocía esto de mí. No conocía esta soledad de mi cuerpo que puede ser alcanzada, que puede envolver o acurrucarse en un lugar seguro.
De hecho, ¿qué es el estar desnudo del enamoramiento?
Supongo que es un momento de confianza absoluta. Algo que no existe con ropa. Cuando estamos desnudos con un otro, algo llega a marcarse en el cuerpo. El cuerpo avanza hacia el lugar de la confianza. Esto no es algo dado. Tampoco se adquiere. Es en parte bueno y en parte peligroso. Arriesgamos siempre mucho al ir hacia este lugar. Confiar hasta con el cuerpo es exponerse a la herida más grande, porque ahí, en la desnudez, estamos indefensos. Pero este lugar, esta desnudez, esta confianza, lo encontramos a pesar nuestro.
Enamorarse es estar ahí, confiado, desnudo, terriblemente desnudo.
Con alguien me descubro en el lugar de la confianza, desnuda. Encontrarse en alguien: descubrirse. Y avanzar, tal vez hacia ningún lugar distinto al que ya se estaba. Pero mientras uno antes solo se sostenía en sus piernas, ahora también se sostiene en la confianza. Peligro, miedo, violencia: uno sabe cómo sostenerse con sus piernas, pero la confianza ya siempre vacila. El enamorado que espera, espera con una desnudez que antes no se conocía. Sus piernas de momento tiemblan. Esto, sí, me ha pasado: caminar y preguntarme si mis piernas me iban a fallar. Esto es encontrarse en alguien, con alguien.
Encontrarse por alguien. Esto nos ha pasado, seguro: “Amor, ¿estás enfermo? Yo vengo a cuidarte”.
Esto no es altruismo. Es otra de las láminas del amor, de doble faz. Si el otro ha marcado mi vida, ¿cómo no ir a cuidarlo? La bondad se excede. Siempre. Somos bondad dentro de lo bondadoso que es un encuentro. Esto es dulce. Allí hay un terreno fértil. Allí descubrimos que podemos ser a la vez tierra, semilla, agua. Creamos irrigación permanente para ser las plantas que crecen, y la tierra que absorbe, canaliza, deja que el agua sea a su vez absorbida por quienes germinan en ella. No hay que despreciar al egoísmo de la bondad. Este produce vida para uno y para el entorno. No sabemos por cuánto tiempo, por suerte. La bondad puede acabarse, eso sí, radicalmente. En este nido que va generando un encuentro podemos dejar de echar raíces. Quizás no es tan casual o tan lógico como en la idea que nos hacemos de la naturaleza, donde todo surge y acaba también, pero el proceso de formación y de arranque es el mismo: la bondad en el amor crea un medio para la vitalidad, crea los elementos de esta vitalidad, crea por ende la vida misma, crea el apego y un lugar donde apegarse. Pero lo crea en la precariedad y de forma precaria.
“Amor, ¿estás enfermo?”. Un día nazco a este lenguaje, íntimo, bueno, muy a pesar mío. Me encuentro en el lugar de la dulzura. No lo calculo. No es mi tono de voz habitual. “Amor” no es una palabra que use. Soy más bien reservada. Pero todo ocurre sin que yo lo decida: el amor como descubrimiento, reposicionamento (en la confianza), producción de vida (un hogar, por ejemplo), cambios en la voz. El enamoramiento produce un latido no porque otro me emocione sino porque la vida ha sido creada sin que lo hayamos calculado. La vida y un extraño lenguaje: el de los seres enamorados. Este también es un terreno fértil. Las palabras no solo son culturales: son cultura. La intimidad de la palabra “amor” tiene que ver con esta irrigación y elementalidad que de repente se produce.
Se le reprocha a Barthes hablar del amor desde el discurso amoroso, desde la fascinación por el ser amado, y no desde el encuentro. Pero un encuentro es algo que se hace por debajo de la tierra. Somos reptiles del amor. Barthes habla del amor desde su soledad de enamorado. Esto hay que concedérselo. La soledad es irreductible. Esta no es la comodidad del individualismo. Es ya temblor y conocimiento de lo abierto, del punto frágil que somos en el universo. El ser enamorado descubre en el enamoramiento su condición de creatura. Se encuentra vulnerable y expuesto. Se encuentra con lo que lo constituye más allá de la seguridad de saber que podemos sostenernos firmemente en el piso.
Sin duda, se puede ser reservado y enamorado. Lo que uno reserva de sí lo puede seguir guardando. El punto es que al enamorarse surge otra cosa de uno, que puede ser resguardada, pero que ya habrá formado otro mundo, otra condición de existencia. En algún lugar temblamos, lo queramos o no. Temblamos, pero esto crea lenguaje, intimidad, bondad, egoísmo, riesgo, quizás peligro mortal. Probablemente este temblor, esta vulnerabilidad de la desnudez, de la confianza, redibuje el rostro: entramos en otra dimensión de la vida, donde nada es para siempre, pero donde la vulnerabilidad construye su propio sistema de irrigación del tiempo.
¿Hay hoy día suficiente confianza para perderse de amor?
La confianza la encontramos. No la tenemos. Y la encontramos sin poder confiar del todo en ella. La confianza es un momento de acurrucamiento donde el corazón late y donde la paz que sentimos provoca también miedo. Donde hay confianza, confianza aterradora, habremos entregado esto que no teníamos antes: una voz más dulce, un gesto inhabitual, un idioma por debajo de los idiomas. Habremos entonces memorizado nuestra propia desnudez. La habremos vuelto cultura.
Quizás no esperaremos al ser amado, porque esperar duele demasiado. Pero en la medida en que la vida no es nuestra, y nunca está garantizada, estaremos en un momento u otro mordidos, desnudos, vociferando palabras dulces, sorprendidos, asustados. Creo que enamorarse es esto: esta derrota que reajusta los afectos en el lugar de la desnudez.