Un artista del verano

“Adicto al sol, aunque nunca se mostró tomándolo, el bailarín se transformaba en la pista de la Jungle, la única disco de Papudo por ese entonces. Jóvenes rodeaban la tarima, vibraban con él, pero para el bailarín todo era invisible, salvo el movimiento de su cuerpo transpirado. Sus botas vaqueras parecían volar sobre el piso de madera. Jimi le decían, por el parecido con el pelo de Jimi Hendrix…”

por Milagros Abalo I 19 Enero 2022

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Adicto al sol, aunque nunca se mostró tomán­dolo, el bailarín se transformaba en la pista de la Jungle, la única disco de Papudo por ese entonces. Jóvenes rodeaban la tarima, vibraban con él, pero para el bailarín todo era invisible, salvo el movimiento de su cuerpo transpirado. Sus botas vaqueras parecían volar sobre el piso de madera. Jimi le decían, por el parecido con el pelo de Jimi Hendrix. Era ese tipo de persona de edad indescifrable, pudo haber tenido 37 o 52. Su piel era dura y gastada, su cuerpo delgado, alto como una escalera. No hablaba, la comunicación estaba puesta en los brazos, en las piernas, en la cabeza al girar.

Durante el día se paseaba por el borde costero con chaqueta de cuero, sudadera blanca y una radio al hombro escuchando Tecnotronic, esperando el momento en que alguien viniera a pedirle una foto en la que saldría com­pletamente serio y bien parado (una cara para la posteridad que ignora la melancolía de sus ojos); a lo mejor, entonces, de puro entusiasmo, podría regalar un paso de baile sobre el maicillo caliente a los que miraban desde la playa, pero era raro, muy raro, en general sus pasos estaban reservados para la noche que nutría la sangre de sus venas.

No se le conoció pareja ni descendencia, solo un perro que lo seguía a todos lados y lo esperaba afuera de la Jun­gle frente a su total indiferencia. Quizás también fue un anónimo bailarín en el mundo de los canes. Tampoco se sabía de qué vivía. No bebía ni fumaba para mantener su cuerpo limpio, activo a lo máquina, porque la muerte de quien diera origen a su nombre artístico era un fantasma que prefería mantener lejos de su rutina.

Cómo habrá sido su infancia… Tal vez su madre o su hermana lo alentaron desde pequeño con aplausos al verlo bailar con ocasión de un cumpleaños o de un 18 de septiembre, dale, Jimi, dale, y el niño se movía con la segu­ridad de un pequeño artista frente a su público de hierro, vistiendo el traje recién confeccionado por su abuela. Su semblante transmitía la confianza de haber sido criado por una o varias mujeres cariñosas; pero quizás el padre (la otra mitad de su semblante y su mudez), si es que lo había, se quedaba en la cocina con un vaso en la mano masticando el desprecio por lo que consideraba una falta de hombría; hasta que salía al living, en el mejor de los casos a apagar la música apretando con su dedo rígido el botón.

No se le conoció pareja ni descendencia, solo un perro que lo seguía a todos lados y lo esperaba afuera de la Jungle frente a su total indiferencia. Quizás también fue un anónimo bailarín en el mundo de los canes. Tampoco se sabía de qué vivía. No bebía ni fumaba para mantener su cuerpo limpio, activo a lo máquina.

El bailarín tenía esa mezcla de convicción y candor ajena a la competencia del mundo. El baile había sido su elección y su deseo, y en torno a eso giraba cada paso de su existencia. Fraguado en la soledad de su pieza, escuchando la radio que ante cualquier movimiento perdía la señal. Sin escuela, menos institución: él fue la propia institución de su talento, llevada con disciplina y rigor, y llevando con estoicismo tanta burla de pueblo chico. Tanto silencio. Pura creencia, puro amor por el baile, y el despliegue de ese amor contra viento y marea no fue sino su arte, su rebelión, cómo no, quién se atrevería a dudarlo, a decir que él no era un bailarín de verdad, puede que no un profesional, pero el arte que cala y queda nunca ha sido de profesionales, dicen que dijo él alguna vez. Para muchos puede sonar ridículo, pero ¿no es acaso el ridículo también parte del pedregoso y precario camino de un artista, por pequeño que sea?

Probablemente no lo acompañaron ni los tiempos ni las circunstancias ni la suerte, porque gracia tenía, mas no tuvo la ocasión para desplegarla, para ser visto no por los mismos de siempre. No dejaba de soñar con que alguien, un productor de televisión, de esos famosos programas de baile noventeros, lo descubriera como en tantas historias contadas o vistas en el cine de Papudo cuando era niño (antes del incendio y su cierre) y quedara deslumbrado con su manera de mover el esqueleto, su vibra a flor de piel, y le ofreciera algo, un cheque, un bono, un adelanto, y se lo llevara a la gran capital a cumplir su sueño, un sueño siempre en camino porque en Santiago no tenía familia ni amigos donde llegar. No siempre los tiempos coinciden. Incluso un trueque habría aceptado, pero nadie lo eligió. Es cierto que en Papudo era conocido, incluso el alcalde lo invitaba a participar de vez en cuando en las fiestas de fin de año que ofrecía la municipalidad, aunque en la idea de artista que el bailarín tenía no bastaba con la gente de su pueblo, eso era similar al aplauso que brindan las mujeres de su familia o los amigos. Faltaba el mundo, el resto del mundo es la auténtica vara, pensaría.

Su fecha era el verano, cuando su pelo crespo deco­lorado brillaba como el mismísimo sol, verano también de músicos y pintores de acuarelas… No sé si la fe en su talento pudo mantenerla o en algún momento vio apare­cer el espeso revoltijo del fracaso que desalienta. Tiendo a pensar que, pese a todo, nunca dejó de creer, porque el baile era sobre todo una cuestión de fe, solo que el fulgor de la juventud se fue marchitando. La última vez que lo divisaron, al final de Punta Pite, cerca del roquerío, su pelo al viento parecía tres tonos más oscuro. En esa imagen a contraluz dicen que también estaba el perro, al que horas más tarde verían vagando desorientado por la plaza.

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