Veraneante

por Milagros Abalo I 28 Febrero 2024

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El Veraneante había logrado arrendar una económica cabaña llena de promesas turísticas para llevar, en las vacaciones de un verano post separación, a sus cuatro hijos con muda expresión adolescente. En el Toyota del Veraneante viajaron a Calbuco, pueblo sureño de ventanas cerradas y cortinas a crochet, donde dejaron el auto para cruzar a la isla del frente.

El Veraneante y sus hijos, de entre 10 y 22 años, cruzaron el agua oscura y fría en una barcaza y cuando llegaron de noche a la orilla saltaron; el mal cálculo hizo que el agua salpicara ropa, zapatos, calcetines, bolsos. Los recibió el Cuñado del dueño de la cabaña, un hombre joven de envejecidos ojos verdes que se había venido de la capital hace años por amor y que, al poco tiempo de tener a su primera hija, su mujer lo había dejado. El hombre parecía estar sumido en un mutismo parecido al del Veraneante, aunque ya irreversible, instalado con gravedad hace años. Caminaron hasta la cabaña enclavada en la playa de piedras negras, el Veraneante tropezó y si no fuera por el bolso que amortiguó su caída se habría roto la nariz. Los hijos estallaron en carcajadas. El Veraneante no.

El dueño de la cabaña había llegado a un acuerdo con su Cuñado para que hiciera de guía turístico, y para inaugurar dicha aventura tendría preparado un curanto al hoyo, aunque en lo concreto una población de choritos era lo que flotaba en la olla. Comenzaron a tomar el caldo sentados a la mesa, la cara del Cuñado iba enrojeciendo con el vino mientras contaba cosas de la isla, como que abundaban las relaciones incestuosas, y recordó la historia de un hombre que había echado a su mujer para quedarse con la hija. El viento arrasaba y silbaba afuera, y antes de despedirse les dijo que vendría temprano para llevarlos a pasear a caballo. El Veraneante y sus cuatro hijos se fueron a dormir, con la cabeza cargada de imágenes, como si hubieran visto mucha televisión, pero aquí no había televisión ni señal alguna, y una rama golpeó la ventana toda la noche.

Al otro día llegó a la puerta un niño de 11 años, su cuerpo parecía el de un hombre. Con voz aflautada se presentó como el guía y dijo que había sido enviado por el Cuñado, quien había tenido un percance. Agregó que la cuota de arriendo debía quedar cancelada.

A la primera despejada salimos, decía el hijo mayor con cierta irritación, pero pasaron casi dos días y las maletas seguían como piedras amontonadas en la entrada. El clima parecía una conspiración y la paciencia comenzaba a acalambrarse, se notaba en el desenlace de los juegos de mesa, con el metrópoli, el bachillerato o el colgado terminaban reflotando viejas rencillas familiares rematadas en portazos. El Veraneante a esas alturas ya había perdido el habla, solo abría la boca para fumar y tomar un resto de Ballantines que le quedaba cuando nadie veía.

El paseo del Veraneante se enredó en dos sentidos, primero porque no había suficientes caballos, por lo que a la hija y al hijo menor les tocó compartir el burro. Segundo, porque la isla estaba cercada y solo podían andar por los pocos y estrechos caminos establecidos en la ruta. Miraban como desde una vitrina de alambres las praderas verdes y llenas de margaritas. Al poco rato ya estaban de vuelta en la cabaña.

Al día siguiente, al llegar a la playa, el Veraneante y sus cuatro hijos se subieron a un bote inflable que estaba en la cabaña; el bote no hizo otra cosa que dar vueltas en el mismo eje, parecía anclado a no sé qué fuerza de gravedad que le impedía avanzar, estuvieron así un rato bajo el sol, hasta que el hijo mayor se bajó de un salto y cayeron al agua. Esa noche, el hijo del medio despertó con una pesadilla en la que gritaba ¡Paseo, Paseo, Paseo!, como si pronunciara las palabras de una condena, y transpirado cayó del camarote. Dos caídas en menos de 24 horas, diría la exsuegra.

El Veraneante no supo del Cuñado del dueño de la cabaña sino hasta el penúltimo día de vacaciones, cuando llegó a tocar la puerta para avisar que, dadas las condiciones climáticas, no salía ni entraba barcaza de la isla. El Veraneante y sus hijos tenían los bolsos listos, los habían dejado armados la noche anterior con la secreta esperanza de que amainara la lluvia. La ansiedad de la noticia y del encierro hizo que se comieran todas las pelotitas de unos cereales de chocolate, muchas de las cuales caían y rodaban por el suelo hasta que alguien las pisaba con indiferencia. A la primera despejada salimos, decía el hijo mayor con cierta irritación, pero pasaron casi dos días y las maletas seguían como piedras amontonadas en la entrada. El clima parecía una conspiración y la paciencia comenzaba a acalambrarse, se notaba en el desenlace de los juegos de mesa, con el metrópoli, el bachillerato o el colgado terminaban reflotando viejas rencillas familiares rematadas en portazos. El Veraneante a esas alturas ya había perdido el habla, solo abría la boca para fumar y tomar un resto de Ballantines que le quedaba cuando nadie veía.

Pensaban que el clima mejoraría al día siguiente y que vendría la barcaza y podrían subir. Y así fue, en un movimiento tan rápido como exagerado estaban todos afuera. ¡Vamos, vamos rápido, vamos, vamos!, decía el hijo mayor con la respiración discontinua al cruzar la playa de las piedras. El capitán de la barcaza miró desconcertado. Avanzaron por el mar lentamente, mareados, en completo silencio, aunque sin bajar la guardia. No alcanzaron a poner un pie en el suelo cuando el Veraneante y sus hijos en zancadas llegaron al auto y desaparecieron por la carretera.

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