La arqueología del alma

El artista Luis Vidal (1935-2021) murió en una sala del hospital Félix Bulnes, producto del coronavirus, tras pasar una semana totalmente solo, en una pieza iluminada con tubos fluorescentes, apagados apenas entre las once de la mañana y la una de la tarde, y las dos y las cinco de la madrugada. No se había vacunado. Quizás no quiso, pero tampoco nadie lo llevó, sugiere la autora de este texto, su sobrina, la narradora Yosa Vidal. Entre el homenaje y el ensayo artístico-arqueológico, ella reconstruye la vida de un hombre cuya vida cambió para siempre cuando “se nubló el paisaje” y tuvo que partir a México, donde desarrolló un arte hecho con otro tiempo y otra materialidad: la de los desechos o escombros de una sociedad que da la espalda a sus raíces.

por Yosa Vidal I 26 Junio 2021

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Hoy he empezado dos escritos. En la mañana, muy temprano, empecé uno sobre Carlos Droguett. Ahí pensaba hablar de mi tío Lucho (quería decir Luis Vidal, así en tercera persona, no mi tío Lucho), pensaba escribir que como Luis Vidal, ese fantástico artista chileno, Droguett podía recoger cosas de la basura para hacerlas objetos de arte. No alcancé a llegar a esa parte, escribí apenas un par de oraciones. Carlos Droguett es un monstruo alcancé a escribir, y tuve que dejarlo hasta ahí porque me avisaron que mi tío Lucho había muerto. Aquí va entonces de nuevo: Luis Vidal, ese fantástico artista chileno, murió la madrugada del viernes 11 de junio, solo, absolutamente solo, en una sala del hospital Félix Bulnes, producto del virus covid. No se puso la vacuna. Quizás no quiso, pero tampoco nadie lo llevó. Su última semana la pasó en una sala iluminada con tubos de luz fluorescente, apagados apenas entre las once y la una, y las dos y las cinco de la madrugada. El resto, la luz prendida y sonando en esa espantosa sinestesia literal. Una vez que entró al hospital, su salud fue huyendo y se fue quedando solo, muy solo, porque nadie pudo entrar ni siquiera a guiñarle un ojo. Los trabajadores del hospital nada más, que fue la familia transitoria que lo despidió.

Le dieron litros de morfina. Me pregunto si se habrá dejado llevar por el viaje psicodélico o si se habrá resistido por el miedo. No era un tipo miedoso. Caminaba solo en la noche durante horas, con un gorro de lana, su chaqueta pesada y una bolsa plástica de alguna tienda grande. En la bolsa por lo general traía sobres de cartón que él mismo hacía con un diseño muy particular, perfectamente cortados pero levemente asimétricos. Cuando conversábamos, mientras sacaba sus sobres con sus obras para mostrármelas, sacaba también el tema del alma. Decía que el alma había que educarla, que el alma era la que podía comprender la belleza, que en el alma teníamos la memoria de nuestros ancestros. No tío, la genética está en la materia no en el alma, o la justicia se tiene que hacer en la tierra no en otra parte, o dejemos de heroizar a todos los guerreros que seguro maltrataban a sus mujeres y a sus hijos. Yo le daba respuestas de ese tipo en forma de chistes para molestarlo, para que elaborara más sobre su teoría y ver cómo se defendía, pero él se reía así con su risa aguda de golpe sobre metal y me miraba con cara de Yositaaaaa, si tú no crees no puedes entender lo que es el alma. No me lo decía, pero estoy segura de que eso es lo que creía. Él sabía que yo soy una ferviente atea, evangelizadora de la inexistencia de Dios, y entonces desconfiaba de que yo pudiera procesar sus divagaciones sobre el alma. Aunque sí sabía que yo podía apreciar la belleza, quizás desde otro lugar, porque él sí creía que yo tenía alma. Según él, que no era religioso pero creía. Hasta ahí la oración, sin objeto directo. Y según él, que el alma había que formarla, no decía ni el espíritu ni el corazón ni la mente ni la educación sentimental; no, hablaba siempre del alma, de la arqueología del alma.

La arqueología, como estilo, como marca de autoría, era finalmente lo que daba coherencia a toda su obra. Hacía mil cosas distintas y todas eran definitivamente de él. Ese apellido que le puso a casi todo lo que hizo (flores arqueológicas, guerreros arqueológicos) ponía de manifiesto su obsesión por las culturas prehispánicas, en particular las mesoamericanas. En Chile fue profesor de la Universidad de Chile en Valdivia, en Temuco y en Chillán, hasta que, como decía él, se nubló el paisaje. Contaba que un busto de Benito Juárez que había hecho su esposa Ana María les había salvado la vida, porque por ese busto los recibieron en México como asilados políticos. Seguro que un buen busto de Benito Juárez hubiese sido suficiente para convencerlo de ponerse la vacuna. Eso le hubiese salvado la vida de nuevo. Con los tres hijos se quedaron en Xalapa, Veracruz, donde enseñó en la Escuela de Antropología de la UNAM. Me contó que uno de sus amigos arqueólogos de la universidad recolectaba unas figuras redondas como cabezas que descubrían los campesinos cuando araban la tierra. Eran cientos y cientos de estas figuras que aparecían a través de los años. Su amigo había descubierto que las figuras eran ofrendas que estaban enterradas porque las circunferencias eran sagradas; de hecho, decía el tío Lucho, por eso no habían desarrollado la rueda como medio para transportar cosas y las tremendas rocas que usaban para sus construcciones las tenían que mover a pura fuerza bruta. La banalidad de transportar las cosas. Cuando uno mira el detalle de sus creaciones arqueológicas —en cualquiera de sus formatos—, se pueden encontrar pequeñas circunferencias escondidas.

La arqueología, como estilo, como marca de autoría, era finalmente lo que daba coherencia a toda su obra. Hacía mil cosas distintas y todas eran definitivamente de él. Ese apellido que le puso a casi todo lo que hizo (flores arqueológicas, guerreros arqueológicos) ponía de manifiesto su obsesión por las culturas prehispánicas, en particular las mesoamericanas.

Sus años de exilio en México fueron de plenitud y de nostalgia. La nostalgia, no constructiva sino patológica, lo trajo de vuelta y lo arrojó a él y a su familia a un Chile que ya no existía, a la cesantía, el anonimato, la vulnerabilidad anímica. Si hubiese vuelto a enseñar en la universidad —como debió haber sido, debían haberle restituido su puesto—, habría vivido una vida mucho más feliz. Pero de ahí en adelante fueron largos años de cesantía, precariedad y anonimato. Decía que una prensa para grabados lo salvó de la depresión y que lo ayudaba con “esta pinche vida que me está matando”.

Había otra frase que repetía, una en francés, algo así como un “peau de beauté c’est la jouissance pour toujour”, o algo así, para explicar que el alma necesita de un poquito de belleza para hacer cundir la felicidad. Si hubiera que imaginar materialmente el alma a la que el tío Lucho se refería, yo le pondría patas y la alojaría en el esófago de cada persona, palpitando y enroscada como un patópodo. De hecho, podría haber escrito el patópodo del alma y haberlo incluido en el libro que publicamos juntos, él con sus dibujos y yo con mis cuentos. Un bicho parecido a los xoloitzcuincle, perros que se ponen las viejas en las rodillas para aliviarles el dolor del reumatismo, pero en cambio ponérselo en el pecho para sacar la angustia o la depresión. Un multipatópodo que fuera mejor que la religión, ese mentolatum que sirve para sanar los moretones del alma.

Aunque, o más bien porque él estaba acostumbrado a mirar bien, detenidamente, a entender el color y la luz, el momento de su alucinación en la agonía tiene que haber sido bestial. La morfina que recibió antes de morir de seguro que le dio materialidad visual a sus creaciones. Tiene que haber ofuscado la dramática y desoladora agonía en la sala del hospital. Si un guerrero no le tomó la mano, le pegó una patada para botarlo de su cama. El arsenal médico se le tiene que haber transformado en un ejército de guerreros y guerreras arqueológicas, en flores arqueológicas, llenas de patrones y achurados en movimiento, respirando, cambiando de color, creciendo y achicándose. Las enfermeras que le tomaron sus signos vitales, seguramente fueron de papel. La señorita —como hubiese dicho él—, vestida con cartoncitos sacados de la basura, tuvo su sombrero de revistas viejas y la bata médica de afiches de eventos pasados, pero no cualquier afiche, sino de un papel bueno, pesado. Lo mismo el médico que le habló a través de esa mascarilla, de seguro que tomó notas en una libreta hecha con un pedazo de cartón de cigarrillos. Desde que entró en el hospital nunca más vio la boca de nadie. Pero después de la morfina, los ojos sí que los vio, abriéndose y cerrándose de arriba hacia abajo o de un lado hacia el otro. Su vuelo agónico tiene que haber estado hecho de las impresiones que él construía, sin duda. Los seres con alma, o sea, las personas que trabajan en el Félix Bulnes, se tienen que haber resistido a ser figurativas lo que más pudieron; fueron algo así como sugerencias de mujeres mirando de reojo, o remolinos de pelos, o tres brochazos de hojas, o capas y capas de pintura gruesa de colores opuestos que fueron apareciendo y desapareciendo unos sobre otros. El pasamanos frío de la cama seguramente fue una estructura hecha de cientos de pequeñas partes de madera encajadas meticulosamente, conteniendo unas a otras, como células gigantes, como protozoos y rizomas escondiendo circulitos.

 

 

Luis Moisés Vidal Martínez dejó muchas huellas. Yo vivo, de hecho, en medio de un exceso de ellas. Bromeamos con mi hermana Paloma, que también tiene muchas de sus obras, que de a poco nuestras casas se van trasformando en un museo de él. Cuando viene gente yo hago el tour (corto, la casa es chica) y digo “este es un Lutcho Vidal”, así con voz de curadora cuica. “Lutcho Vidal, Lutcho Vidal, Lutcho Vidal”, digo cada vez que uno pasa al lado de uno de sus grabados, o de un dibujo, o de una de sus pinturas, un aguafuerte, o monitos de papel, o uno de sus guerreros arqueológicos de madera.

Su arqueología, como método, requería de mucho tiempo para observar, para caminar, para recolectar y después para fabricar. Las partes que recolectaba eran pedacitos del mundo con los que construía puzzles para quedarse mirando o pensando. No para decir esto significa esto y esto otro, sino para producir una sensación de viaje, no hacia el pasado o hacia el futuro, sino que un viaje como hacia el lado. A la vez que súper modernas —fragmentarias, a veces dislocadas, disonantes— sus obras son tan antiguas. Son arqueologías prehispánicas, no tienen aún la violencia de la colonización y el racismo. Aunque son guerreros, no tienen el dolor de la esclavitud ni de la masacre. No son, diría, occidentales. Además de que su obra misma es un viaje a un costado, el tiempo de su método arqueológico era de un tiempo muy lento, desobediente al tiempo de Santiago. Las esculturas de los guerreros y guerreras –nunca dijo guerreras pero yo veo que algunos son femeninos— están hechas con muchas piezas de maderas chiquititas, unas ensambladas sobre y dentro de las otras. Las coleccionaba de las tornerías que quedaban cerca de su casa en la calle Bismark, en Quinta Normal, y luego las trabajaba en su taller. Eran los retazos que les sobraban a los mueblistas cuando despuntaban las piezas antes de ensamblarlas y también ramitas que se encontraba por ahí. Las iba recogiendo del suelo, arqueando la espalda, con la misma postura inclinada que usaba cuando trabajaba en alguna de sus obras. Las tomaba con sus dedos duros, callosos, siempre manchados de tinta, y las limpiaba sobándolas con toda la palma. Creo que sus recolecciones eran parte de un ejercicio individual, de introspección. Su mismo gesto de ir encorvado me hacía pensar que iba mirando un poco para dentro. A su pasado, al de su infancia, al barrio de sus padres y el de sus tías solteronas que a pesar de tener un puñado de sueños jamás cumplidos eran muy risueñas y les gustaban las galletas. En los pedacitos que recogía había huellas de ese pasado tan personal, pero también de un pasado general, colectivo, de una idea de país que tenía antes del exilio y que no podía volver a encontrar. Había ahí quizás un gesto de algo que se quiere recuperar, algo que ya no está nunca más, pero que se sigue buscando, entre los deshechos. Y no es que juntara mucha basura, no, o que la acumulara; realmente encontraba joyitas que después se veían claramente: la cantidad de verdes distintos en los paisajes de papel, las gradaciones del cielo entre gris y azul, los ojos de los muñecos hechos con fotografías de ojos de personas recortadas, los ínfimos palitos incrustados, uno al lado del otro o uno sobre otros en unas pequeñas joyitas de madera que nos regalaba a mis hermanas y a mí.

Ese ejercicio de reconstrucción es bien distinto, no es para olvidar o no mirar, sino más bien para recordar y poner de vuelta la vida, la hermosura mortal, la presunción de la belleza. Y entonces Quevedo dice, bueno, la vida es efímera en este aparato que es el cuerpo humano, y cuando se termina de corromper, hasta los gusanos se van, no queda nada, solo los escombros como huella.

Además de saber mirar, el tío Lucho sabía extraordinariamente no mirar. Es que no son cosas excluyentes. Así como la memoria requiere del olvido para construirse, para sintetizarse en una imagen memorable, mirar implica dejar de ver. Dejaba de ver la basura, la pobreza, los escombros que tenía en su casa para mirar la paleta en que iba poniendo los oleos o el color de los papeles sobre los que hacía sus grabados. Dejaba de ver, no siempre sino por algunas horas, la descomposición de la casa de sus padres en la Quinta Normal, que desde hace años se está viniendo abajo, por lo menos desde el momento en que por primera vez entré ahí. Olvidar y dejar de ver para sobrevivir y poder mirar. Empañar el fondo pobre, seco y doloroso y enfocar el pétalo achurado de la flor arqueológica.

Pero había otro ejercicio en su arqueología, el de ponerle al vacío una a una las cosas que han ido desapareciendo. Aquí, en lugar de esta basura, de esta tierra seca, había muchas calas. Allá, debajo de esos palos, poníamos la mesa para comer en el verano. Los palos eran el parrón que nos daba sombra. La uva era muy rica, roja, casi no tenía pepas. El perro meaba justo donde antes estaban los conejos. Parecido a lo que hizo Quevedo cuando dice en su soneto esta cabeza, cuando viva, tuvo, sobre la arquitectura de estos huesos, carne y cabellos. Aquí y aquí, había tal y tal cosa. El color de la piel que estuvo aquí, enamoró a todos estos. Ese ejercicio de reconstrucción es bien distinto, no es para olvidar o no mirar, sino más bien para recordar y poner de vuelta la vida, la hermosura mortal, la presunción de la belleza. Y entonces Quevedo dice, bueno, la vida es efímera en este aparato que es el cuerpo humano, y cuando se termina de corromper, hasta los gusanos se van, no queda nada, solo los escombros como huella. Nos queda entonces restituir en la imaginación lo que ya no está para contemplarlo fugazmente una última vez, pero sobre todo para verificar que la vida y la belleza se extinguen en un abrir y cerrar de ojos, o en dos cuartetos y dos tercetos, lo que dura un soneto. Lo bueno es que (gracias al Inexistente) a veces hay algunos de esos aparatos, estos cuerpos humanos que tienen un alma de multipatópodo, que además de dejar sus huesos, dejan pedacitos de papel y de madera y de metal fundido y toda una obra para que leamos las pistas de sus acertijos, y entonces hagamos nuestra propia arqueología.

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