En su libro Filtraciones, Federico Galende incluye una larga entrevista al recién fallecido crítico de arte Guillermo Machuca, autor de El traje del emperador, Video otra vez y Astrónomos sin estrellas, entre otros libros en los que los juicios estéticos se cruzan con la política, la economía, la violencia, la historia, la arquitectura y el pop. Eso le daba un tono único en nuestro medio, propio de quien reniega tanto del exceso de teorización como de la aproximación sentimental hacia las obras. A continuación reproducimos fragmentos de aquel diálogo realizado por Galende, donde Machuca se refiere a sus años de formación, da cuenta de las escenas locales –con sus tensiones y pequeñeces– y entrega su visión sobre la escritura crítica: “Voy a hablar más claro (…) me dije a mí mismo que debía escribir con más claridad, más sencillo, más directo, sobre todo porque el problema en Chile es que no hay lector de obra. No hay lector de textos”.
por Federico Galende I 13 Junio 2020
La dictadura, la bohemia y la universidad
Tenía absolutamente claro lo imposible que resultaría, dada la situación de la universidad bajo dictadura, la adquisición de una formación medianamente completa o rigurosa a nivel disciplinar. Más allá de las dificultades y carencias propias de esta, tenía plena conciencia que el estudio de la teoría y la historia del arte, así como de cualquier enseñanza vinculada al “humanismo”, no podía divorciarse de los efectos traumáticos del golpe del 73. La única sobrevivencia, a nivel académico, consistía en un aprendizaje realizado de manera contradictoria, positivamente negativa, abierta a toda información susceptible de ser extraída más allá de los límites acotados por la institución universitaria. No había más opción que estar pendiente de las carencias, pugnando por extraer de estas un mínimo coeficiente productivo. Incluso los contenidos más conservadores podían servir de modelos productivos para un aprendizaje hecho por la vía de la contradicción, la negación o la necesidad de contraponer o llenar lo sesgado. (…) Por aquel entonces mis intereses existenciales más vitales oscilaban entre un imperativo rechazo a la dictadura militar y el influjo arrebatador proyectado por la bohemia de entonces, el carrete o la movida. Desde el punto de vista de mi formación teórica, esta experiencia ha sido decisiva, incluso determinante.
La escena ochentera
(Me juntaba con) gente francamente muy reventada o contestataria y, por otro, con gente que tenía pretensiones de seguir una carrera exitosa a nivel académico o profesional. Algunos se podrían considerar ahora exitosos o consagrados, así como otros se perdieron y fracasaron. Sin ir más lejos, te podría citar a Hugo Cárdenas, Carlos Bogni, Pablo Domínguez, Francisca Núñez, Manuel Torres, Pablo Langlois, Bruna Truffa, Rodrigo Cabezas, Sebastián Leyton, Natalia Babarovic, en fin. Muchos nombres se me han olvidado. A la vez circulaba, aunque con una sensación de extrañamiento, de despertenencia, por los espacios que quedaban de la Avanzada, de los artistas e intelectuales que estaban asociados a esa escena neovanguardista. Ahí estaban Nelly Richard, Carlos Leppe, Juan Domingo Dávila, Eugenio Dittborn, Carlos Altamirano o la gente del CADA. La verdad es que a muchos de nosotros esas figuras nos provocaban una mezcla de veneración y rechazo. Y después, dentro de la escena literaria, como te decía, estaba Merino, que por aquel entonces convivía con Natalia Babarovic. Ambos fueron muy importantes para mí, para los recuerdos que tengo de aquella época, indisociables de la presencia de ambos. Incluso te diría que las crónicas urbanas escritas por Merino, invaluables a la hora de describir la atmósfera santiaguina de estos años, me resultan en cierto modo más decisivas que cualquier historia avalada en términos académicos. A pesar que su mirada podría ser todavía más incisiva respecto de aquel período.
Arte y rock
Eran los tiempos de la música vinculada al rock latino, el punk y el new wave anglosajón. Todo esto tenía una creciente influencia en las artes visuales, en el sentido de que no se podría dejar de reconocer la subordinación de estas a un cierto imaginario visual tramado por los lenguajes de la moda y el pop. Esto no es nuevo. Incluso me viene a la memoria el diagnóstico de un crítico de apellido Morgan, quien comparó al artista actual con una especie de estrella de rock. Piensa en Warhol o últimamente en Demian Hirst. O en Truffa y Cabezas en Chile o, más recientemente, en gente como Katty Purdy o “Papas Fritas”. Ya en la escena chilena de los 80 era posible escuchar ciertas voces cargadas de ingenuo exitismo respecto de una determinada inserción en el mercado artístico internacional. Con el tiempo, fuimos enterándonos más de los efectos lamentables de esta pretensión, aunque ahora en una versión más cómica o farsesca.
Tacla, Gatica, Benmayor… y Couve
Resulta necesario considerar la importancia adquirida por la información extraída de ciertas revistas internacionales como Art Forum o Flash Art a la hora de pensar en la formación de gente como Tacla, Gatica o Benmayor. ¿Artistas desinformados, analfabetos, ignorantes? Yo creo que no, por mucho que tanto se los haya acusado de esto; creo que esta generación era susceptible de ser cuestionada por su reprochable sumisión a los deseos proyectados por las revistas de moda que informaban del exitismo correspondiente al mercado de la pintura internacional imperante luego del descrédito del arte conceptual. ¿Te das cuenta? Eran estudiantes perfectamente informados de las tendencias pictóricas de moda a nivel internacional. Es solo cosa de leer con atención lo que dice en su tesis de grado Benmayor respecto de Duchamp y Beuys. O lo que dice Gatica respecto de sus referentes pictóricos. Distinto fue el caso de Adolfo Couve, quien en sus clases manifestaba un repetido desprecio por la pintura expresionista o gestual, la cual le parecía gratuita y fácil, es decir, demasiado vinculada a una concepción irrespetuosa de los valores pictóricos propios de la tradición del género iniciada por la reforma abierta por Cézanne. Para Couve no había una diferencia clara entre el neoexpresionismo y el arte conceptual. Ambos participaban de una indisociable corrosión de los fundamentos representativos del arte tradicional.
La historia del arte chileno y la Universidad de Chile
A mí me parece que nombres como los de Balmes, Brugnoli y Couve resultan insoslayables –más allá de sus diferencias– para entender la historia del arte chileno. Indican de manera clara que esta historia se ha encontrado indisolublemente ligada a la tradición de la Universidad de Chile, y asumo el riesgo de esta constatación. Y en ese sentido, para responderte, diría que la obra de (Gonzalo) Díaz representa en cierta forma la conclusión de este tramado. Es decir, el finiquito de una mirada republicana y estatal de la tradición del arte local cuya agónica desaparición se expresaría en el paso de la pintura a la fotografía y de esta al arte objetual y la instalación arquitectónica.
Teoría + experiencia: obra
Para mí la producción de arte no puede ser comprendida sin una necesaria participación de lo reflexivo o lo inteligible, pero también es cierto que a veces un exceso de teorización puede significar algo mucho más nefasto que las ingenuidades propias de una mirada del arte reducida a lo afectivo o a lo sentimental. En el fondo, son lo mismo. Habitualmente, a nivel de la enseñanza superior de arte, suele respetarse a aquellos estudiantes que ostentan los supuestos de una construcción consistente a nivel de sus referencias adquiridas. A mí sin embargo no me parece que estos sean necesariamente los cimientos de una obra espesa a nivel visual y narrativo. Incluso cabe la posibilidad de que lo que entendemos por una “formación intelectual sólida” no tenga la más mínima importancia respecto de la producción de arte desarrollada más allá de los límites de la enseñanza académica si, previamente, esta formación no se ha combinado con lo aprendido a nivel de una experiencia vital. Es el caso de Dittborn, cuya obra combina de manera ejemplar elementos provenientes de lo elitista y lo masivo. Me parece interesante que la suya sea una obra en la que justamente se combinan muy productivamente referencias extraídas de la tradición del arte y del pensamiento con aquellas que provienen de la industria cultural, así como me parece muy destacable el modo en que el tipo confronta las reflexiones de la filosofía o de la ciencia con las presuntas banalidades de una iconografía masiva, ligada a los gregarismos de la música, el cine o el deporte.
Walter Benjamin en el pop chileno
Para el pensamiento conservador, los signos de la cultura de masas atentaban contra una concepción elitista del arte elevado; para su contraparte comprometida o progresista, estos no podían ser más que reveladores de una enajenada complicidad con el sistema capitalista en su ascepción yankie. Benjamin es muy importante en este punto, particularmente en el ensayo sobre la fotografía, donde la percepción no sería otra cosa que algo susceptible de ser modificado por la historia. Considero que este texto de Benjamin es crucial a la hora de comprender la implementación teórica y visual de nuestras vanguardias locales, tanto para traducir y descifrar la presencia de los delincuentes, los deportistas o los desaparecidos en el trabajo de Dittborn, como para interpelar la Cordillera de los Andes, la estampa de La Klenzo o los íconos vitivinícolas de la maratón de los garzones que comparecen en La historia sentimental… de Díaz. Todo esto sirve mucho para entender el desarrollo de nuestra crítica e historia del arte. Las obras y los textos más reacios al discurso de las Bellas Artes y al representado por el contenidismo político, como los desarrollados en el período por Richard, Kay, Dittborn o Díaz, tuvieron efectivamente una repercución en una creciente tensión entre el ámbito de lo estético y el ámbito de lo masivo.
“No tienen plata para producir”
Muchos artistas son buenos cuando están guiados por los maestros. Hay algunos que están protegidos, y cuando salen de la universidad te das cuenta que son un desastre. También está esto de que los tipos no tienen plata para producir, o tienen muy poco, entonces sus trabajos quedan siempre por debajo del nivel conceptual que prometen.
El caso Benmayor
Benmayor en la Escuela era Basquiat. Lo que pasa es que lo tomaron las galerías chilenas y lo blanquearon, lo asexuaron, lo peinaron y lo convirtieron en un Miró, en un Matta. Mal hecho, porque el tipo se entusiasmó y empezó a venderle a los bancos, a los hoteles, y saturó el mercado a bajo precio, en lugar de exportar la obra.
Crítica y claridad
Lo que me interesa es la crítica de arte, no la historia, que es una noción un tanto retrógrada. No la filosofía del arte ni la estética ni la historia, sino la crítica. Y además, la crítica de campo, una crítica hecha en contacto con la obra. Cuando yo entré a la Escuela no me juntaba con historiadores, me juntaba con los new wave, metidos en el discurso de la moda, que escuchaban a The Cure y The Smiths. Antes de entrar yo era un hippie, aunque había dos tipos de hippies: los hippies “ecológicos” y los hippies “malditos”, estilo Morrison o Rimbaud. Yo formaba parte de los segundos, sobre todo porque cuando entré a Teoría me hice amigo de Truffa y de Cabezas. Cabezas se tatuaba con ácido el cuerpo. Antes de pintar, sí. Le encantaba ese tipo que mató a Sharon Tate, Charles Manson, Artaud, Jim Morrison, William Blake, Lautreamont. Cabezas era un maldito del grabado new wave. Catalina Guerra, Paty Rivadeneira, Paula Sobeck eran todos un círculo que iba a los carretes del Trolley. Eran de la generación del trasnoche. A esa edad yo escribía todavía unos textos un poco estructuralistas. Bueno, los textos de esa época eran así: Oyarzún escribía así, Gonzalo Muñoz escribía así. Había un clima de experimentación con el significante lingüístico (…) Hasta que ahí por el año 94 dije: “Voy a hablar más claro” (…) me dije a mí mismo que debía escribir con más claridad, más sencillo, más directo, sobre todo porque el problema en Chile es que no hay lector de obra. No hay lector de textos.
Filtraciones. Diálogo con el arte chileno: una historia (1960-2000), Federico Galende, Alquimia Ediciones, 2019, 642 páginas, $22.000.