Por un arte expuesto a lo desconocido

Viviendo en París, Juan Emar atestiguó cómo los artistas y las vanguardias comenzaban a desprenderse del canon académico, de la idea de belleza, de la imitación artística de la naturaleza, a desprenderse también de la autoridad moral y religiosa, y cuestionar las nociones de genio, inspiración y gusto. En ese contexto, el autor de Diez escribió sobre arte para las páginas del diario La Nación, reflexiones que se reúnen bajo el título Jean Emar y el arte moderno en Chile. La Nación (1923-1927). Publicado por editorial Alquimia, compartimos a continuación el texto leído durante la presentación del volumen.

por Paz López I 25 Octubre 2021

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El libro que ahora reedita Alquimia —tuvo una primera edición de lujo publicada por RIL editores el año 2003—, reúne las páginas o notas de arte publicadas por Jean Emar en el diario La Nación, propiedad en ese entonces de su padre, escritas entre los años 1923 y 1927. Con un cuidadoso y extenso estudio preliminar realizado por Patricio Lizama, este libro resulta ser un documento clave a la hora de examinar el arribo del arte chileno en los debates sobre la modernidad artística. Emar había vivido en París y le tocó ser testigo de cómo los artistas y las vanguardias del periodo comenzaban a desprenderse del canon académico, de la idea de belleza como arquetipo único, de la imitación artística de la naturaleza, a desprenderse también de la autoridad moral y religiosa y cuestionar las nociones de genio, inspiración o gusto. Mientras todo eso sucedía en París —recordemos la seguidilla de ismos que emergen en el periodo alentados por su pasión de deshacerse de la tradición— las instituciones artísticas en Chile y sus aparatos formativos, dependientes fuertemente del Estado y del gusto promovido por las oligarquías, observaban con horror los principios del arte moderno y buscaban defenderse a toda costa “de la invasión de los monstruos futuristas”.

En ese contexto escribe Emar, y lo hace lanzando duras críticas tanto al arte estatal y académico, como al arte regido por los principios de un realismo criollo, “estetas de brasero, mate con bombilla y gato que regalonea”, dos formas de arte regidas por fórmulas y recetas, donde “todo está preconcebido” y donde “para cada problema hay una solución de taller”, anota Emar con reticencia. Habría mucho que decir del modo en que Emar desembarca en el arte chileno desconcertándolo muchas veces hasta la irritación, pero si pudiera decir una sola cosa, diría que Emar fue un gran detractor del cliché. El arte, dice, no debe asegurarle al público “seguir tranquilo en la existencia”, ni ser cómplice de sus deseos ni mostrarle lo que quiere ver para confirmar con ello sus propias ideas. Ese arte solo sirve para “un público vanidoso que pide por todos los sitios su propia imagen”. Esta dimensión desconcertante del arte, abierta a lo incalculable, al desencuentro y el malentendido era para Emar un rasgo fundamental de eso que llamó la “tradición viva”.

No era tanto el aletargamiento provinciano lo que le exasperaba del arte chileno de la época, y en ese sentido no llamaba a los artistas a imitar las fórmulas que el arte europeo había encontrado para producir novedad. La tradición viva tenía que ver con ir “recto a la fuente misma de la vida”, a sus realidades múltiples y cambiantes, porque Emar era notablemente consciente de que aquello que alguna vez es vida palpitante y novedosa tiene como destino la “noble tumba de la historia”. Hay un buen ejemplo de esto en uno de sus escritos. En relación con el impresionismo, dice Emar, este se había convertido en una “receta hacedora de cuadros blandos, deshechos y azucarados”, en cuerpos “sin huesos ni músculos, cuerpos de carnes flojas”, y entonces llegó Cézanne a promover un concepto más constructivo de la pintura, a donarla de esqueleto, sepultando con ello el fervor impresionista. Bastó muy poco tiempo para que ese gesto se convirtiera en una fórmula debidamente codificada, enseñada y custodiada por las instituciones del arte. Pura “tradición muerta”, diría Emar.

Que el arte sea para Emar un lugar donde nunca poder hospedarse definitivamente, junto a su conciencia de que la vida del precursor es siempre breve, lo llevan a valorar menos los movimientos artísticos de vanguardia que el ‘amor por el objeto mismo’. Ese acento en la vida del objeto, dice, trae dos consecuencias fundamentales: ‘el desdén a toda regla que reduzca la importancia del objeto para englobarlo dentro de un total rigurosamente premeditado’ y ‘la acentuación expresiva por encima de un concepto preexistente’.

Que el arte sea para Emar un lugar donde nunca poder hospedarse definitivamente, junto a su conciencia de que la vida del precursor es siempre breve, lo llevan a valorar menos los movimientos artísticos de vanguardia que el “amor por el objeto mismo”. Ese acento en la vida del objeto, dice, trae dos consecuencias fundamentales: “el desdén a toda regla que reduzca la importancia del objeto para englobarlo dentro de un total rigurosamente premeditado” y “la acentuación expresiva por encima de un concepto preexistente”. Nada más alejado del curso que ha tomado cierta crítica de arte contemporánea, concentrada como está en adecuar la obra a una serie de códigos y categorías que por más progresistas que se quieran, terminan por asimilar y reducir la materia, esa acentuación expresiva, a un denominador común ideológico, moral o temático. A contrapelo de esa tendencia, Emar lee la siempre compleja autonomía del arte no como un arte prenatal, despreocupado del mundo exterior, sino como la posibilidad de asimilarlo lo más posible a la vida. ¿Y qué es la vida?, se pregunta Emar: eso que no da margen a definiciones justas, aquello que huye cuando pensábamos haberlo aprisionado, lo que elude incansablemente la clasificación. Un punto sin respuesta, anota.

Es interesante, en ese sentido, el modo en que refiere el trabajo del Grupo Montparnasse, del que fue un entusiasta promotor. Montparnasse, dice, no es una escuela, no indica una misma tendencia pictórica. Lo que une a sus cinco integrantes es la carencia de principios limitados y establecidos de antemano. Los une, diríamos, la pasión de experimentación y no el deseo de identidad. Me gusta esa manera de pensar lo común.

En ese sentido, volver a leer a Emar, leer sus páginas cargadas de ironía, provocación y desparpajo, advertir en ellas la responsabilidad con la que asumió la tarea de perturbar el sueño de una creencia inamovible —“nada hay más dulce como dormir sobre una creencia inamovible. Perturbar ese sueño es exponerse a que a uno le envíen una injuria: como perturbar una siesta es exponerse a que a uno le envíen un zapatazo”—, de llamar a los artistas “atados por los prejuicios de las fórmulas” —“imitadores serviles de formas caducas, sacerdotes de recetas escolásticas, cómodos en su sueño de cadáveres flotantes”— a exponerse a la trepidación de lo desconocido, me resulta hoy más que nunca un ejercicio urgente. Espero que la lectura de este libro sea una manera de volver a preguntarnos intensamente por el lugar que ocupa la crítica hoy, para volverla menos un juicio que una “incisión del discurso en la forma de las cosas”, menos una “identificación con los valores en alza”, que una palabra que ponga a proliferar lo ambiguo y lo contradictorio. Eso hizo Emar, poner a prueba una y otra vez los dogmas que terminan por volver al crítico en un verdadero comisario cultural.

 

Jean Emar y el arte moderno en Chile. La Nación (1923-1927), Juan Emar, Alquimia Ediciones, 2021, 340 páginas, $17.900.

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