Nuestras caras y cuerpos en las artes mayores y menores

El derrotero de nuestras caras y cuerpos, que va de la solemnidad al desparpajo, es también el de un mundo que ya no cifra en sus imágenes ninguna verdad de fondo. En la historieta esto se entendió mucho mejor que en el arte contemporáneo. En las páginas de Spider-Man, Hulk y Conan hay una continuidad estilística con el clasicismo que es, quizás, la continuidad del héroe que se bate a puño limpio, pero, por otro lado, la historieta desarrolla un tipo de representación en la cual las figuras ganan en amplitud expresiva lo que pierden en densidad simbólica. Ese parece ser el sentido de nuestro régimen visual.

por Alejandro Grimoldi I 22 Marzo 2024

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En La matanza de los inocentes, de Guido Reni, apenas notamos el puñal que, desde el centro, ordena y resume la obra. Nuestros ojos se van más bien hacia la izquierda, hacia el rostro de la mujer de cuyos pelos tira el inminente asesino de su bebé. Es tan llamativo que casi arruina el cuadro; un elemento que distrae y se distingue de los demás. Cierto que esa desesperación también sintetiza la escena: es el primer grito de un coro que busca expresar una violencia casi audible, pero los alaridos de Guido no convencen: lo que vemos no son gritos sino bocas abiertas, gestos huecos en rostros demasiado tranquilos o malogrados como para visibilizar convincentemente el suplicio de las madres. El suyo es un horror sordo. Podríamos excusarlo diciendo que el pincel de Reni siempre fue demasiado elegante, demasiado clásico para el alboroto, pero sospechamos algo más: es la pintura misma la que nunca tuvo predilección por nuestras contorsiones indignas, por el desborde facial de nuestras pasiones o, en sentido opuesto, por nuestros gestos más feos, fugaces y banales. “Los griegos —escribió G. H. Calvert en su Vida de Rubens— tenían una percepción estética mucho más elevada cuando velaban, valiéndose de algún medio oportuno, el rictus distorsionado por el sufrimiento físico o moral”.

Durante siglos, ese mismo reparo garantizó la mesura de nuestros rostros. No ignoramos los numerosos ejemplos de lo contrario, las logradas representaciones de la cólera o la congoja; no ignoramos que la una y la otra tengan un lugar destacado en la iconografía occidental, pero, incluso ahí, las Bellas Artes siempre dieron a nuestras facciones una plasticidad más bien infrecuente y a menudo difícil.

La soltura vino por otro lado. Así como en el siglo XX los verdaderos herederos de Miguel Ángel y Rubens, de Tiepolo o Bouguereau, no son lo que llamamos “artistas contemporáneos”, sino los ilustradores de fantasía y ciencia ficción (Frank Frazetta, Jeffrey Catherine Jones, el horrendo Boris Vallejo, etc.), son las artes “menores” las que terminan de desplegar toda la expresividad de la que es capaz el rostro humano. Sumemos también el cuerpo. Y digamos, además, que por menores nos referimos aquí a las artes visuales destinadas más bien al entretenimiento y la decoración, desde las gárgolas a los dibujos animados, pasando por la caricatura y sobre todo la historieta.

Sobre el primer punto no hay mayor controversia. La comparación de Frazetta y los suyos con los maestros de la pintura no solo es muy común; es algo que salta a los ojos. Basta ver el San Jorge de Rubens junto a cualquier Conan en armas; contar las veces que el Caminante de Friedrich ha servido de modelo compositivo y espiritual a guerreros y cosmonautas. Las islas, las criaturas de Böcklin, todo el conjunto de ensoñaciones simbolistas se confunde casi sin distancia con los mundos que entintan Jones y compañía. Más que casi cualquier artista contemporáneo, esta es gente que entiende de pinceles y colores, de líneas y sombras, pintores que todavía celan las proporciones doradas, las leyes de la anatomía y que conocen de memoria la tensión y el descanso de cada uno de nuestros músculos, porque el sentido de su arte sigue estando —como para el arte clásico— en la gracia, la fuerza, en la gloria del cuerpo humano.

En el siglo XX los verdaderos herederos de Miguel Ángel y Rubens, de Tiepolo o Bouguereau, no son lo que llamamos ‘artistas contemporáneos’, sino los ilustradores de fantasía y ciencia ficción (Frank Frazetta, Jeffrey Catherine Jones, el horrendo Boris Vallejo, etc.), son las artes ‘menores’ las que terminan de desplegar toda la expresividad de la que es capaz el rostro humano. Sumemos también el cuerpo.

Dentro de ese lenguaje, la historieta de superhéroes ofrece ya una primera modulación —digámosle así— respecto de las artes mayores. Por mucho que, desde el Renacimiento en adelante, la pintura buscara agotar toda posible postura de manos y miembros, no hay periodo artístico que haya podido imaginar a Spider-Man. El superhéroe pide nuevos movimientos, nuevos ángulos y, también, nuevos cuerpos: la enormidad inelegante de Hulk o la esbeltez de cualquier heroína, que finalmente da a la mujer la perfección atlética que la tradición había reservado a los hombres. Un cruce entre la Gibson Girl y el Hombre de Vitruvio. Esa continuidad estilística con el clasicismo es, quizás, la continuidad del héroe que se bate a puño limpio: la del atleta, el luchador o el dios, que la historieta convierte en mutante, extraterrestre, en ciudadano común, y que, llegado el siglo XX, había perdido casi toda vigencia, menguado por la maquinización de la guerra y reemplazado por la gente de a pie. Un enroque: mientras la pintura termina retratando cuerpos quietos y civiles, la historieta retoma ese universo cuyo destino sigue en manos de cuerpos ágiles, musculosos y desnudos. El universo con que todavía sueña Cristiano Ronaldo.

Por otro lado, sabemos bien que, en las artes “mayores”, la representación siempre ha tendido a la idealidad y la compostura. Es el caso de casi cualquier figura estilizada, pero también el naturalismo nos acostumbró a ver figuras mayormente serenas, mayormente bellas; a procurar decoro aun en la ruina. No hay mártir que, bajo el pincel, haya perdido la entereza. Hasta los desgarbados santos de Ribera logran anteponer una suerte de invencible dignidad del cuerpo, sin siquiera apretar los dientes. Aun ahí, en la abyección de la tortura, las deformaciones más crueles a las que pueden someternos la fuerza y el dolor son corregidas por las dignidades de la belleza y el símbolo; son transformadas por un orden superior. Lo mismo vale para cualquier fiesta, cualquier batalla: ninguna puede permitirse la torpeza de gestos que encontraríamos, por ejemplo, en una fotografía, porque “en el arte anterior al siglo XIX, el tiempo nunca era un instante completamente aislado, sino que implicaba lo que lo había precedido y lo que habría de seguir”, como dice la historiadora del arte Linda Nochlin en Realism. Por mucho que el Barroco pusiera las cosas en movimiento, los líos de Rubens no eran más que “un paradigma generalizado, eterno, de la violencia física”, el “movimiento como una entidad ideal y permanente”.

Frente a esto, toda mueca es terrenal: una expresión pasajera e inferior que, acordemente, suele quedar relegada a las figuras secundarias. Volviendo a Ribera, es el sátiro Marsias —un ser del inframundo— quien da al martirio su verdadera cara. También encontramos grosería en los rústicos rostros que ríen de Jesús en los cuadros de Grünewald, de Massys y del resto de la pintura flamenca.

El norte siempre tuvo menos escrúpulos para lo bajo y lo feo. De hecho, fueron los Países Bajos los que en el siglo XVII ampliaron su vocabulario con todas las picardías que siempre escasearon en el sur. Las muchedumbres de Brueghel, las tabernas de Jan Steen, los radiantes retratos de Hals y Judith Leyster; todos ellos abren un repertorio de nuevos ademanes; pintan las poses y miradas de la plebe y de una burguesía libre de báculo y blasón. A la diferencia de rango corresponde una diferencia de gestos. Ese cambio (pictórico, social) permite que, en el siglo siguiente, Joseph Ducreux pueda retratar sus monerías frente al espejo, que en el XIX los alemanes de Adolph Menzel se explayen con semejante naturalidad y que en, en el XX, por culpa de gente como el ilustrador Norman Rockwell, ya no quede movimiento corporal o facial que la pintura no pueda reproducir con una perfección casi asfixiante, con una soltura impensable en cualquier época anterior.

Con todo, lo de Rockwell es ya una cosa “menor”, y es justamente el virtuosismo de su gestualidad lo que parece dejarlo fuera del arte “serio”, que a esa altura —años 20 y 30 en adelante— ya poco y nada tenía que ver con nuestros cuerpos. El histrionismo ofende a la pintura. Sus caprichos contradicen el trabajo contemplativo del óleo, lento de capas y tradición. Por esto lo siguen evitando los pintores que aún insisten en volcar nuestras expresiones sobre la tela. Las carnes de Lucien Freud entonces y de Jenny Saville ahora, los retratos hiperrealistas que hacía Chuck Close y hoy realiza Craig Wylie: groseros, prosaicos, pero nunca efusivos. Permanecen quietos en una suerte de tiempo propio.

Ajena a la sincronía del símbolo, la historieta descarga sobre la representación visual todo el peso del rigor diacrónico. La palabra no releva a la imagen de su tarea explicativa; al contrario, la obliga a ilustrar cada uno de sus pormenores con una exactitud que la pintura y la escultura jamás conocieron; a modular ojos, labios, manos, cuerpos para dar sentido a cada frase de cada diálogo, a cada momento de cada una de esas situaciones de las que, por su naturaleza, las artes mayores nunca se ocuparon.

Si nuestros gestos cotidianos terminaron incorporándose a nuestro régimen visual fue gracias al lápiz, a la pluma, al buril quizás, pero no al pincel. Fue gracias a las ilustraciones en los libros y periódicos de la era moderna; es decir, de medios discursivos y no solamente visuales. Fue gracias a la caricatura, del italiano “caricare”, “cargar”, “cargadura”, por así decir. Ese juego permitió que nuestros rostros eludieran el control del gremio y que se deformaran para ganar elasticidad, para amigarse con lo trivial y para hacer regla de esas caras y comportamientos que en las artes mayores eran solo excepción. Desprendidas de la tela, impresas sobre el papel, las figuras fueron ganando en amplitud expresiva lo que perdían en densidad simbólica, adecuándose a un panorama gráfico (hecho de publicaciones, publicidades, películas, pósters, afiches, etc.) cada vez más atravesado por la palabra.

En esto la historieta es ejemplo cabal. Si “la pintura es la escuela del silencio”, como dicen que dijo Paul Claudel, la historieta es el dibujo de la palabra hablada y, desde este punto de vista, es a la pintura lo que la burguesía era al clero y la nobleza: un arte “menor” que no solo aterriza la iconografía, sino que la ignora; y que ni siquiera es capaz de contentarse con el “fragmento temporal desgajado” (Nochlin) de la pintura realista, porque ninguno de sus instantes se sostiene ya por sí mismo: cada viñeta debe hilvanarse con la siguiente para construir el sentido que solo puede darles el relato.

Ajena a la sincronía del símbolo, la historieta descarga sobre la representación visual todo el peso del rigor diacrónico. La palabra no releva a la imagen de su tarea explicativa; al contrario, la obliga a ilustrar cada uno de sus pormenores con una exactitud que la pintura y la escultura jamás conocieron; a modular ojos, labios, manos, cuerpos para dar sentido a cada frase de cada diálogo, a cada momento de cada una de esas situaciones de las que, por su naturaleza, las artes mayores nunca se ocuparon. La historieta es, como explicaba Will Eisner en Comics and Sequential Art, un “arte secuencial”, y se la debe comparar más bien con el cine, “del que en realidad es un antecesor”. Y si bien el naturalismo la emparenta decididamente con las bellas artes, su autonomía narrativa y su herencia caricaturesca la abren también a una infinidad de estilos; le permite fundar un reino inagotablemente plástico donde, ya sin constricciones de usanza ni método, es posible representar cualquier cosa de cualquier modo.

Es más: parecería que el dibujo logra ensanchar la representación de nuestra vida interior justamente cuando abandona el naturalismo. Falseando nuestras facciones, logra a veces retratar realidades psíquicas que, paradójicamente, son inaccesibles a cualquier dibujo realista. No a otra cosa deben su éxito los Rage Comics, una cultura digital basada en un elenco gráfico tan sencillo como eficaz y cuyo engendro más perfecto es, también, el más esquivo: Trollface, la personificación de un incordio a la vez siniestro e inocuo, la cara de una pesadilla en chiste.

Son este tipo de catálogos los que hoy pueblan nuestro régimen visual: memes, gifs, emoticones y stickers que consuman la textualización de la imagen. Desde el diseño gráfico, desde el reciclaje del patrimonio televisivo, cinematográfico, pictórico-artístico, en una palabra, cada formato elabora un elenco de figuras hiperexactas que permiten abreviar, absorber o acompañar la palabra, pero que, por eso mismo, solo funcionan al interior de la comunicación escrita. Aprendemos a ver pensando epígrafes. O a hablar con dibujitos. La nuestra es una imagen puramente incidental cuyo formato fragmentario y reducido resume el sentido del intercambio telemático. Es difícil imaginar una representación que hoy supere esa lógica. El derrotero de nuestras caras y cuerpos, que va de la solemnidad al desparpajo, es también el de un mundo cada vez más dinámico, más horizontal, que ya no puede sustraer sus figuras a la coyuntura porque no cifra en ellas ninguna verdad de fondo.

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