La película Otra ronda (Druk) no es, como podría pensarse, una apología al alcohol, sino más bien a la posibilidad que otorga de volver a sentir entusiasmo (palabra que viene del griego y significa “entrada de dios”); ese estado de fervor interior que anima y permite un renacer del cuerpo y del espíritu, algo así como la recuperación de una musicalidad que toca lo que está más allá.
por Milagros Abalo I 7 Septiembre 2021
Cuando el tedio y su embestidura la seriedad, se han instalado en la cara danesa de Martin, el protagonista de Druk, decide junto a sus fieles camaradas —todos profesores del mismo colegio— subirle el volumen a la vida, echar a correr los vasos y restituir una falta originaria, según la cual nacemos con un déficit de alcohol en la sangre.
La idea es aplicar una dosis justa, de tal manera que les permita seguir funcionando, pero con un toque que encienda amigablemente la chispa adormecida. Con el correr de los días las rondas van subiendo (Otra ronda fue la traducción del título al castellano), los cuerpos reaccionan y el navegar etílico de estos amigos les permite de forma maravillosa volver a hacer conexión con lo que probablemente permanecía bloqueado: enseñar con pasión, sentir de manera salvaje el bombear de la sangre, como cuando se es joven o un enamoramiento arrebata. No en vano, la película parte con la escena del desenfreno de un grupo de jóvenes, en la entrega expansiva y festiva de su naturaleza.
No es entonces, y como podría pensarse, una apología al alcohol sino más bien a la posibilidad que otorga, la de agitar las aguas y volver a sentir entusiasmo —palabra que viene del griego y significa “entrada de dios”—; ese estado de fervor interior que anima y permite un tan intenso como breve renacer del cuerpo y del espíritu, algo así como la recuperación de una musicalidad que toca lo que está más allá. En alguna medida, la creación artística también puede propiciar en determinadas ocasiones y de manera más bien solitaria ese estado.
De la mano del encendido individual las relaciones florecen, comenzando por la amistad, que en este caso es el motor de la historia. Encuentro y conversación surgen otra vez en el desenfreno de las botellas y los bailes, como liberados cada uno de su peso y consientes de la impronta pasajera de la vida.
Por supuesto que en dicho trance sus protagonistas no están exentos de meter las patas, pero son leves, por lo que el humor será en última instancia su respiro. Lo que sí podría pensarse es hasta qué punto el alcohol desnuda las crisis o precipita lo que ya venía dañado. En el camino quedará uno de los amigos, pero incluso eso que podría verse como un sacrificio (algo hay que perder en todo esto), encarna la apertura y el suceder continuo que es Druk, y que en definitiva es la vida con todo lo suyo. “El mundo nunca es lo que esperas”, les dice Martin a sus estudiantes; por lo tanto no hay espacio para juicios ni caña moral.
Y frente a eso surge inevitablemente la pregunta sobre cómo hacen aquellas personas que no tienen excesos de vez en cuando y nunca pierden el control y son lo correcto, lo limpio, lo predecible; algo detenido, congelado en el freezer de lo inmaculado hay ahí. Las restricciones de lo saludable llegarán con el tiempo, para qué entonces —sin enfermedad mediante— autoinfligírselas cuando todavía el cuerpo se la puede, quiere y lo necesita. Dejando de lado también los dogmas del buen comportamiento que imponen a punta de culpas todas las formas de religión, la salud de la vida también pasa por el cultivo de ese descontrol, entrega de la cual se sale y se entra, pues su gracia radica precisamente en que viene a desestructurar el mandato de lo cotidiano. Lo importante es decidir cuándo, como lo hace Martin.
Druk propone no dar por perdido el espíritu irrefrenable de la juventud o de lo vital, aun cuando pasen los años, alejando de la vida todo deseo (no por edad sino por actitud); y si hay que echarle mano alegremente a unos vasos puestos sobre la mesa para no perder la buena disposición, que así sea.
“What a Life”, la canción principal de la película, tiene el ritmo de ese espíritu, por algo los amigos luego del entierro de uno de ellos, terminan en la fiesta de sus estudiantes bailándola sin jerarquías, entregados. Y si se observa en detalle la magnífica danza de Martin, se puede ver cómo corre, salta, cae, despega los pies de la tierra y se eleva en ese final jubiloso, donde la vida misma reclama con voluptuosidad su necesario desborde.